lunes, 25 de agosto de 2025

Reacciones de sentido

No se espere en estos escritos una voluntad de sentido. Este llega, pero en clave de toque y ataque, de enunciación multiplicada, inducida a errancia, deseante. No se mira una inclinación a edificarlo. Lo que habla es un académico, pero en el extremo. Sin desmedro del rigor o la necesaria inteligencia, antes potenciándolos, estos escritos se afinan en el acompañamiento de esos vocablos extremados y bárbaros que lo llaman. No en balde Deleuze, que está en el resorte de este pensamiento, decía: sólo escribimos en la extremidad de nuestro propio saber. Lo que habla es una escritura en esa extremidad. Lo que se mira es un interés por pensar, o mejor dicho, por abrir un pensamiento casi en clave quirúrgica, como extremidad en sí misma que se abre.

Dije acompañar, porque eso es lo que hace, más que explicar. No se afirma un pensamiento, sino que se siente, se piensa y se enarbola una intensidad. Lo que hay, o lo que yo veo, son reacciones de sentido que se superponen, se tapizan, se recortan, se multiplican y continúan. Es el entusiasmo, figura de exceso e inestabilidad, el que va desbrozando una deriva en diálogo siempre estrecho con lo que se lee y sus resonancias, sus otros posibles acompañantes. Luego, el silencio, más o menos como en “El silencio de la Conquista”, incluido en este volumen: eso único que se oye, en lo exangüe, tras el atambor y otros muchos atabalejos, tras el restallido y el escándalo y el fuego, cesadas ya las “masas o nubes de voces, ruidos y sonidos”, es el escándalo y el tremor del silencio. Hablamos de una maestría ignorante que quiere ver. O que, estimulada por la erudición e investigación, quiere ver mediante el oído y oír mediante lo que lee y ve. Y que además nos lleva a oír y ver, como un animado contador de historias, sentidos y sensaciones. No hay la figura de saber académico que se apoltrona pero tampoco el ensayo redondo, galantemente literario, si bien se percibe un castellano preciso y elegante, a veces con marcas antiquísimas. No hay el círculo, forma de equilibrio, sino la deposición. Una crítica en crisis. Pierde su tiempo el lector ávido de un capital de sentido: con lo que se sale es con una carga, la de un escrito enérgico y energizante, que deriva en el propio entusiasmo y que, como quería Aldo Pellegrini (otro citado aquí), contribuye a la confusión general.

Enrique Flores

Alguna vez, bromeando con la familia de Enrique Flores, el autor de estos escritos, decíamos que andaba en busca de un personaje que fuese a la vez poeta, chamán, bandido, ebrio, navegante, brujo y loco, una especie de suma de sus intereses: esa figura múltiple la encontró en este libro, en todas sus investigaciones y en la próxima, donde aparecerá alguna nueva expectativa. No se reconoce demarcación alguna y, con ello, se instala también la actitud más hospitalaria y desprejuiciada, como lo deja ver en un diálogo con el poeta Víctor Vimos: “Defiendo muchísimo, por ejemplo, no sólo la necesidad de invadir otros territorios, sino también de desbordar el territorio propio, que en realidad no es nuestra propiedad”. Con esa consigna se abreva en el cine, la música, la pintura, etcétera, y la exploración se reparte, por ejemplo, entre la Colonia y la vanguardia, entre Leonardo, el anfiteatro y la fotografía, o entre la antropología, la psiquiatría, el psicoanálisis y las etnopoéticas. Y así acomete, apenas por dar un ejemplo, como acto rizomático, una de sus varias persistencias: cadáveres que danzan, cadáveres del anfiteatro, cadáveres divinos, cadáveres con alma, cadáveres en los vientres de los indios.

Desbordar el territorio con el riesgo que eso implica, como él mismo afirma, no sólo permite descubrir otros tipos de lectura, sino “también experimentarlo” en el campo académico (tal como se toma la experimentación en la literatura y la poesía), en “las formas de investigación y los modos de producción, que muchas veces tienen modelos de lo que es la escritura, modelos decimonónicos, cerrados. Para que salgamos del formato fijo, de la camisa de fuerza académica. Debería haber experimentación en todos los momentos de la investigación, incluyendo la escritura, un momento fundamental para nosotros”. Tal es el perfil transitorio y experimental del autor. Así lo lleva a cabo en el que es quizá su libro más radical hasta ahora, Papeles de Tebanillo González. Inquisición y locura a fines del siglo XVIII, y así lo expone en el prólogo de este:

¿Cómo analizar una escritura como la de Tebanillo? ¿Cómo interpretarla? No, desde luego, reduciéndola sino multiplicándola, haciéndola errante: induciéndola a la errancia, al error, desvariándola. Contagiándose de su locura, y la locura de otros heteróclitos, a manera de método. O, visto desde otra perspectiva, en la línea o los mapas errantes de Lo arácnido, del gran “poeta y etólogo” Fernand Deligny, el analista salvaje de niños autistas, artesano y resistente, defensor de la pulsión y lo innato, del “no-querer” y la ausencia de proyecto y de lenguaje: rodear al objeto en la trama de un silencio o una lengua vernácula, trazando líneas de errancia en un ardid capaz de abrir una brecha en la lengua y zurcir lo arácnido.

Textos-textiles de lo arácnido. Zurcidos. Contagios. Una lectura-locura de heteróclitos. Un trayecto antes que un proyecto.

Incisiones, granulaciones, montajes.

Precisamente del cine y la filosofía, en otro brinco de ida y vuelta, asume un proceder como forma de conocimiento, el montaje, tal como lo sintetiza en aquella entrevista:

En el prólogo de Etnobarroco desarrollo ese concepto, que significa poner en relación cosas distantes en el tiempo y en el espacio. De acuerdo con las observaciones sobre cine de Benjamin y las teorías de Didi-Huberman, o Eisenstein, el montaje es esencial como una forma de conocimiento. No es una forma de representación estética, no es un estilo, no es una forma decorativa del arte, sino un modo de conocimiento, una forma de experimentación a la que apelo para acercarme a los fenómenos, poner en contacto cosas lejanas y, como dice Benjamin, es en el estallido de esa relación en el que surge la imagen y aparece el conocimiento. Es una forma muy material de conocimiento: se conectan dos cosas y aparece algo. Y uno puede trabajar a partir de esas dos cosas sin necesidad de estar describiendo, explicando, organizando en silogismo, en tratados, sino en forma de un montaje.

Lo que tenemos no es un estilo Flores. Es un ejercicio del conocimiento. E incluso, diría yo, es más un conocer que un conocimiento: aparece algo. Sitio de cruce, hospitalario y forastero a la vez, que apunta a lo más físico de la creación.

“A mí me interesa muchísimo la cuestión del meandro”, me decía el autor en un mensaje de hace cuatro años, mientras se encontraba en Argentina. Y lo decía a propósito de las conferencias de Le Corbusier en Sudamérica y su “ley del meandro”, postulada tras viajar en avión, en compañía de Saint-Exupéry, de Buenos Aires a São Paulo. Extraño: siempre se desinteresó por la arquitectura y vino a encontrar allí la síntesis de su motivo. Visto desde lo alto, el curso de esos ríos que hemos observado caminando, que hemos conocido casi míticamente por la vía de Juan L. Ortiz, Hugo Gola y muchos más, esos ríos sin orillas y “tierras sin fronteras y completamente llanas”, como dice el arquitecto, desarrollan “apaciblemente una consecuencia de la física”, la exuberancia del meandro, “fenómeno de desarrollo cíclico, totalmente semejante al del pensamiento del creador, de la invención humana”, que explica los “atolladeros”, los nudos y hondonadas de “las cosas humanas” y su solución, entendida aquí no como respuesta a un problema único sino como salida infinita, como curso erosionado que toma a la naturaleza como lección y que descubre allí su propio, rítmico y razonado ordenamiento. Esa es, también, la entrada y salida de este libro.

Enrique Flores, Meandros. Antología de estudios, selección de Iván García y Reynaldo Jiménez, Universidad Iberoamericana, México, 2025

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