La historia se enuncia desde una lógica conocida: otro triángulo amoroso donde una mujer debe elegir entre dos hombres. El amor de toda la vida frente al millonario de ensueño. Pero Celine Song se mueve con precisión quirúrgica entre los lugares comunes y, a través de una elegante narrativa visual, logra insertar una crítica que no insiste, pero punza.
En una Nueva York gentrificada y hostil, el dinero actúa como cuarto personaje de Amores materialistas. Esta medida universal dispone las piezas en el tablero del “amor”: cuánto mides, cuánto ganas, cuánto pesas, cuánto sabes. Todo se reduce a, como dice Lucy, el personaje interpretado por Dakota Johnson, “matemáticas”. Con la fidelidad que permite hablar desde la experiencia, Song –que trabajó en el negocio del matchmaking– retrata lo que Eva Illouz llama “mercado del alma”, una economía emocional donde el deseo se rige por lógicas neoliberales de competencia, inversión y recompensa.
A primera vista Amores materialistas es una chick flick contemporánea que permite vernos dentro de las lógicas que nos interpelan y conflictúan. Pero ese retrato tiene fisuras, voluntarias o no, que resultan reveladoras.

Dakota Johnson en Amores materialistas (2025), de Celine Song
Primer quiebre: la monogamia en la adultez
Tanto Celine Song como la mayoría de los personajes de la película andan en sus treinta y tantos, lo que pone la mirada en otro lugar y la distingue de cintas como La boda de mi mejor amigo (1997), donde Julianne tiene 27 años y busca casarse; Titanic (1997), donde Rose, a los 17, debe elegir entre su prometido millonario y el bohemio Jack; Diario de una pasión (2004), con protagonistas que se comprometen a los 21; o incluso La La Land (2016). Amores materialistas es la fotografía de una generación de mediana edad que plantea un cambio de enfoque en las historias románticas que consumimos. Historias atravesadas enteramente por una female gaze, si se quiere, donde la agencia femenina se dirige hacia dilemas propios de la coyuntura generacional en la que nos tocó convertirnos en adultos.
Los arquetipos se desplazan, y un guion certero abre nuevas posibilidades de representación, tanto de hombres como de mujeres. Celine Song construye escenas de gran naturalidad que corona con frases agudas. No son remates de comedia sino bisturíes. La risa que provocan es cómplice, incluso pudorosa si nos reconocernos en pantalla. Sin embargo –y aquí comienza el extrañamiento– el discurso sigue siendo capitalista. La propiedad privada y la lógica heteropatriarcal persisten como núcleos incluso en los vínculos que intentan desmontar las normas del amor romántico.
Lucy descubre que uno se enamora de personas y no de números, renunciando en cierto modo al ideal reproductivo que Audrey Hepburn ya había dislocado en Sabrina (1954). Pese a eso sigue buscando el amor eterno y, más que nada, sigue creyendo en la estructura burocrática del matrimonio, en un hombre que provea. Pienso en Silvia Federici cuando habla del amor como una institución de reproducción social, donde la mujer se ve forzada, pero más seducida y convencida, a sostener vínculos que la precarizan. Lucy parece ser el ejemplo perfecto: mujer de clase baja, criada entre peleas domésticas por dinero, hoy convertida en casamentera profesional para ricos que no quieren vivir solos. Es, literalmente, intermediaria del deseo neoliberal. Su trabajo consiste en encontrar el “match perfecto” según filtros de compatibilidad que no distan mucho de un Excel emocional.

Dakota Johnson y Pedro Pascal en Amores materialistas (2025), de Celine Song
Segundo quiebre: la falta de redes de apoyo
Lucy no tiene amigas. No tiene terapeuta. No tiene cómplices. Trabaja con otras mujeres pero no existe un lazo afectivo con ellas. Esto queda claro cuando, tras su ruptura con Harry (Pedro Pascal), termina sin departamento porque lo había subarrendado, y recurre a John (Chris Evans) porque no tiene adónde ir. Este reencuentro forzoso detona la posibilidad de reactivar el vínculo. Nada ha cambiado realmente: Lucy huye de la precariedad emocional que vio en sus padres y John sigue siendo un actor frustrado y en bancarrota que a sus 37 años se niega a dejar Nueva York, aunque no pueda pagarla.
A lo largo de la película Lucy no articula su dolor ni verbaliza su transformación. No comparte su proceso. Solo podemos intuirlo en encuadres que muestran cervezas vacías, vasos sucios, una vida desordenada y común, fuera del glamour de su actividad profesional. No hay espacios más allá del trabajo o la pareja; no hay momentos para pensar en voz alta, compartir contradicciones, hacer análisis. ¿Estamos frente a una apuesta estética o ante la romantización de la autosuficiencia emocional? ¿Una crítica del abandono o una repetición de la figura de la mujer que todo lo puede sola? Amores materialistas parece sugerir que lo político es lo que no se dice. Pero, en realidad, lo que no se dice es lo que más duele.
El abuso a una de sus clientas y su llamada desesperada a Lucy cuando el agresor toca frenéticamente a su puerta son verdaderos puntos de quiebre. Sophie (Zoe Winters) explica que la policía no respondió, que sus abogados no contestan y que no supo a quién más llamar. Pero el gesto –más ético que narrativo– es insuficiente. No basta una escena para sugerir una política de cuidados; el guion rehuye esos vínculos. Como dice Mana Muscarsel en La fiesta de las amigas (2023), “tenemos que poder hacernos cargo las unas de las otras de una manera material, porque si no dejamos nuestra supervivencia en manos de la familia y la pareja, y sabemos los costos impagables que eso tiene para algunas”.

Chris Evans y Dakota Johnson en Amores materialistas (2025), de Celine Song
El personaje de Harry también es parte del dispositivo crítico. El millonario aparentemente perfecto –la respuesta lógica para romper con los traumas de infancia– ha atravesado una cirugía de alargamiento de piernas de 15 centímetros. En la vida real es uno de los procedimientos más dolorosos y prolongados que existen. Todo para alcanzar el estándar de altura que lo convertiría en “unicornio”. Song deja claro que incluso los hombres –ricos o pobres– son víctimas del sistema. Unos porque el dinero no basta, otros porque el dinero lo es todo. El arquetipo masculino sigue siendo el del hombre bueno. Aunque no hay rivalidad entre Harry y John, se sostiene la figura rancia del hombre irrenunciable, el que rescata a la mujer, por más egoísta o ambigua que sea. Song desarrolla con detalle al primero, porque puede hacer del dolor un capital. Al segundo lo deja como un cliché: “el actor frustrado” que se aferra a una ciudad que periódicamente le promete fama. John existe en tanto Lucy necesita un contrapunto que ilumine su humanidad, aun si eso lo deshumaniza a él.
Amores materialistas abre con un prólogo donde dos cavernícolas se ofrecen flores y comida. Cierra con la misma pareja en un abrazo, ella embarazada. La escena parece sacada de un manual para adolescentes. Esta ensoñación prehistórica enmarca la historia: como si Lucy –nombre también de la primera australopiteca descubierta, y de la canción de los Beatles que alude a un viaje en ácido– viviera tras un velo infantil. Como si toda la historia fuera su intento por salir del mito, pero sin herramientas para hacerlo. Audre Lorde devuelve esta falla sistémica al centro del discurso, cuando dice que para sobrevivir a la intemperie debemos volvernos piedra. No como negación de la fragilidad sino como generación firme de estructuras que la sostengan.
Amores materialistas parece, efectivamente, una romcom: Lucy termina casándose con John en un registro civil, sin glamour, sin presupuesto, porque –nos dice la escena– cuando el amor gana la matemática se detiene y el dinero deja de importar. Para quienes hemos puesto en entredicho las promesas del amor romántico, sin embargo, ese final se siente como una derrota. No porque se elija el amor, sino porque se vuelve al mismo amor. Es un final feliz, sí, pero también esperado, frustrante, regresivo. Una comedia romántica que, en lugar de abrir una puerta, nos deja frente al espejo del límite. No hay solución, sólo una sonrisa a medias y la sospecha de que, quizá, no hemos cambiado tanto.
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