Imaginemos una noticia salida de una película de desastre: un meteorito se acerca a la Tierra y hay poco tiempo para reaccionar. En este escenario hipotético el presidente de EEUU –el país que siempre salva al planeta en cualquier distopía hollywoodense que se respete– es un personaje como Trump, alguien parecido a él o aún peor. El presidente hace una declaración del tipo: “Tenemos búnkeres listos para proteger a las personas que puedan pagar una costosa cuota para compensar los gastos de construcción de los refugios. Todos los demás tendrán que arreglárselas solos”. La noticia, por supuesto, se hace viral y llama la atención de todo el mundo. Sin embargo, hay un detalle que pasa desapercibido. Los medios difunden sus notas con titulares como “El presidente realiza declaración controversial”; “Polémica medida adoptada por el gobierno de EEUU”, entre otros similares. Sin embargo, no hay controversia ni polémica: las declaraciones son, sencillamente, inhumanas, entre otros adjetivos. Calificar un discurso de odio como controversial o polémico le da espacio y credibilidad a quien emite ese mensaje, pues una controversia parte de un punto de vista legítimo que busca incidir en la opinión pública, más allá de las reacciones que provoque.
No tenemos que llegar al apocalipsis de la Tierra provocado por un meteorito para atestiguar cómo el lenguaje de la duda, la controversia y la polémica inunda los medios de comunicación. Los diarios, por ejemplo, han quedado sometidos a las redes sociales, pues la mayoría de los visitantes a sus sitios entran por Facebook, X, Instagram, entre otros. Para llamar la atención han optado por el llamado clickbait, es decir, compartir titulares escandalosos que, después, se matizan. El objetivo no es informar sino generar tráfico en los sitios para vender publicidad. Muchos medios y, por supuesto, personajes con una buena cantidad de seguidores en sus redes han apostado, con el paso de los años, por hacer declaraciones escandalosas que abarcan todo el espectro del odio: misoginia, aporofobia, elitismo, racismo, xenofobia, entre otros. En la mayor parte de los casos patear el avispero genera dinero a partir de la monetización que generan redes como X; en otros casos el discurso de odio se difunde como apoyo gratuito a personajes afines como el presidente de Argentina, Javier Milei, u oligarcas como Elon Musk.
Admitir y calificar un discurso de odio como “controversial” o “polémico” siembra la duda: quizás el personaje que dice que las mujeres deben asumir un papel tradicional y dejarse guiar por un hombre –como sucedió recientemente con el futbolista Javier Hernández– tenga algo de razón. Quizás la propaganda de Eduardo Verástegui que promueve un Estado fundamentalista católico en el que no tienen cabida otras formas de pensar es sólo una polémica más, aunque los medios le den tribuna al personaje y difundan su mensaje sin calificarlo como lo que es: una ideología antidemocrática, contraria a las leyes y a los derechos humanos. En una sociedad y una economía volcadas de forma enfermiza a la atención, todo se vale, incluso difundir ideas que antes eran inaceptables como la reciente campaña de la marca de ropa American Eagle que recicla, sin pudor, propaganda que coquetea con la eugenesia al asumir la supremacía de ciertos “genes” sobre otros.
No hay razas, como ya se ha demostrado, y tampoco hay genes que hagan mejores a un grupo de humanos sobre otros, como lo demostraron los científicos Steven Rose, Richard Lewontin y Leon J. Kamin en su libro No está en los genes. Racismo, genética e ideología (1984). La campaña sería anecdótica en otra época, pero adquiere un significado inquietante en un contexto como el actual, calificado por el filósofo italiano Franco Berardi Bifo como “terror blanco” en el que el supremacismo racial –que nunca desapareció de Estados Unidos ni del mundo– ha cobrado impulso gracias a personajes como Donald Trump. El magnate, recientemente, difundió en sus redes sociales un video generado por inteligencia artificial en el que Barack Obama es sometido por unos policías que lo esposan y lo obligan a arrodillarse mientras Trump ríe. El video recuerda de forma macabra las agresiones que sufre la población afroamericana por la policía y que han provocado movimientos como el Black Lives Matter. Muchos medios calificaron el video como “controversial” o “polémico”, en lugar de señalar el discurso de odio institucionalizado desde el poder y el racismo implícito en la secuencia.
La controversia y la duda también han servido para descalificar hechos probados por la ciencia. En el libro Mercaderes de la duda. Cómo un puñado de científicos ocultaron la verdad sobre el calentamiento global (2010), Erik M. Conway y Naomi Oreskes detallan cómo los corporativos descalificaron parcialmente los informes científicos que alertaban no sólo del cambio climático desde la década de los 70 sino también de los efectos perjudiciales –cancerígenos– de los cigarros. La controversia fue sembrada para evitar que se regulara a diferentes sectores de la industria perdiendo décadas enteras que pudieron haber salvado innumerables vidas y recursos naturales. En el siglo XXI, con el colapso climático en desarrollo, aún se difunde la duda sobre la emergencia y, por supuesto, se ponen en entredicho las acciones urgentes para mitigarla, pues ya es imposible la vuelta atrás.
En la era de la posverdad, la duda y la controversia abren el camino a ideas que antes no tenían cabida en la arena pública. Cualquier cosa puede aceptarse porque siempre existe el “beneficio de la duda”. La ultraderecha y grupos afines sacan provecho envenenando la sociedad global gracias a la libertad de expresión instrumentalizada para violentar al enemigo en turno: mujeres, migrantes, pobres, entre otros. Los dardos que lanzan en redes sociales, foros en Internet, canales de YouTube son calificados, cuando van más allá de su público tradicional, como “controversiales” o “polémicos”. Ambos términos son los eufemismos de moda. Como se sabe, un eufemismo hace “presentable” una idea inaceptable para muchas personas. No hay despidos sino “ajustes en la planta laboral”; tampoco hay asesinato de civiles sino “efectos colaterales”, ni mucho menos precariedad en el empleo, pues existe una idea más positiva: “flexibilidad laboral”. De esta manera, la manipulación del lenguaje y el discurso de odio normalizado por la siempre saludable controversia nos están llevando a escenarios cada vez más peligrosos.
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