martes, 2 de septiembre de 2025

La literatura es siempre de oposición

Hace unos días hojeaba de manera distraída Los antimodernos (2005), de Antoine Compagnon. No lograba entrar, no conseguía interesarme del todo, y era extraño porque el tema y el planteamiento me deberían haber cautivado. Ya rendido, decidí saltar hasta las conclusiones y el posfacio, y allí pude entender por qué el libro me estaba resultando impenetrable.

La noción de lo antimoderno ya aparecía en el excelente Las cinco paradojas de la modernidad (1990), con Baudelaire como su mayor representante: uno de los padres del arte de vanguardia era también un apóstata de la modernidad, un descreído, un refractario. Los verdaderos modernos (o los más valiosos) eran, en opinión de Compagnon, quienes no creían del todo en el discurso del progreso y la razón, quienes podían ver los puntos ciegos, resistían la marcha de lo existente y no se dejaban engañar por su brillo. Las Tesis sobre la historia (1939-40) de Walter Benjamin –también un antimoderno ejemplar‒ deben constituir una de las mejores formulaciones de esa tendencia que nunca dejó de ver el lado destructivo del progreso.

Cuando me encontré con el libro de Compagnon, ya entendiendo por dónde iba, pensé que se volvería uno de mis favoritos, pero Los antimodernos me resultó incluso repulsivo. Aunque la mayoría de los nombres en su lista son escritores fundamentales, al punto que parece incluir a cualquier autor importante de la modernidad europea, en ese contexto empezaron a volverse bastante irritantes. Todos aparecían allí católicos y aristocráticos, melancólicos y cursis, escandalosos, infantiles, coqueteando de plano con valores de derecha –hasta que la derecha fascista tomó el poder y ya no fue tiempo para bromas.

En el posfacio, al prever la controversia, Compagnon explica que sus antimodernos eran por principio indóciles, inconformistas, y que si a lo largo del siglo XIX en Francia lo que estaba de moda era la Revolución, la democracia y la Ilustración, es decir, si esas eran las ideas recibidas, la doxa de la época, ellos optaban entonces por la contrarrevolución, el elitismo y el pesimismo histórico, casi se diría que para provocar el debate, para resistir al discurso dominante fuera del signo que fuera, representar la conciencia crítica de una sociedad, incluso si esa sociedad (eso afirma Antoine Compagnon, pero parece una generalización extraña) tenía una inclinación mayoritaria de izquierda, o por lo menos afiliada a los ideales ilustrados.

Sin embargo, advierte Compagnon, la situación dio un giro y lo antimoderno es ahora el pensamiento dominante. El oscurantismo dejó de ser atractivo en el momento en que se tornó política estatal, y si quisiéramos ser intempestivos y críticos en esta época, de acuerdo con el académico francés, lo que deberíamos defender son precisamente las ideas de la Ilustración que están ya en retirada, creer otra vez en la razón o, como lo planteaba Bolívar Echeverría, completar la Revolución Francesa, es decir, completar la modernidad, cumplir su promesa ‒la abundancia y la libertad para todos‒ que fue traicionada al desarrollarse tan sólo en su versión capitalista.

Más allá de lo estimulante de esa tesis (no hace falta debatir aquí su eurocentrismo), lo que llamó mi atención en realidad fue una frase que Compagnon dice casi de paso: “la literatura es eso, la oposición”. De entrada la tomé por válida, a fin de cuentas es algo ampliamente repetido, dicho de distintas formas y maneras, pero en esta ocasión no se me escapó que plantearlo así, que la literatura siempre es oposición, tiene algo de adolescente, de melodrama, que no me convence del todo. ¿El papel de la literatura es entonces permanentemente estar en contra, sin importar de qué, a perpetuidad en ese carrusel freudiano del hijo y el padre?

Por otro lado iría la literatura que quiere jugar todos los roles y decir todas las cosas. Cyril Connolly proponía dos maneras distintas de escribir buenos libros: la primera era nunca dejar de ver el horror, como Baudelaire, como Kafka, pero la segunda, quizá más difícil, era aceptar la vida por completo, como Homero, Shakespeare: poder hablar de la existencia en su totalidad, tocar distintas zonas, expresar concepciones y tendencias contrarias, el artista camaleónico, algo similar al ideal de la novela del XIX, el modelo de una obra que refleja la sociedad entera, que entrega un panorama imparcial de las fuerzas en juego.

Algo en común tiene esa noción con la que avanzaba Roland Barthes en torno a lo neutro. La literatura allí no es un discurso que se opone a los discursos dominantes sino uno que se sale de la competencia, que opta por perder de inicio para escapar a la necesidad y al poder. Pero quizá sea en ese sentido que justamente la literatura (o cierta literatura) siempre es oposición, no porque en el conflicto y el fragor del mundo oponga una idea contraria sino porque renuncia a participar en él (o lo intenta). Así, la literatura sería más subversiva, bajo su propia forma, no cuando propone, no cuando ataca, sino cuando acoge el ruido de lo real y lo suspende, hace un silencio. Desde luego que puede ser una trampa o una mentira pretender ser una escritura no ideológica, sin intereses ni privilegios, pero ¿no es en ese intento, en esa apuesta, que se juega el valor y la ética de la literatura?

Sin embargo, con el pasar de los días me doy cuenta de que quizá sí extraño esa actitud de choque que Antoine Compagnon adscribe a los antimodernos, esa insatisfacción adolescente que conformó el fermento del arte moderno, es decir, el arte crítico, el arte hecho en contra no sólo de las instituciones y del poder sino también de los valores sociales, el sentido común, las ideas recibidas, la doxa, todo lo que ahora parece ser el horizonte y el límite de la creación, sobre todo en la literatura pero también en otras artes, el hecho preocupante de que tantos artistas no tengan ningún problema en asumirse como la voz de la decencia.

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