miércoles, 17 de septiembre de 2025

Perro negro y callejero

En el inicio de casi cualquier western respetable se repite una imagen plantada como semilla, reconocible como el compás de un blues: el forastero sin identidad que sale del horizonte calcinado por el sol y se interna en una comunidad en donde, previsiblemente, está esperando su destino, la muerte o las dos cosas. Y aunque la geografía global del western cinematográfico está clara para cualquier devoto del género –Utah, Arizona, Texas y Nevada en Estados Unidos, Durango y el sur de España– el inabarcable desierto de Gobi, partido por la inhóspita frontera del norte chino y el sur de Mongolia, permanece casi inexplorado como locación fílmica, con esporádicas excepciones como la lacrimógena docuficción La historia del camello que llora (2003). Las razones tendrán mucho que ver con la doble inaccesibilidad de su entorno: la climática, que dificulta las mínimas condiciones de un rodaje sensato, y la política.

Entre los varios deslumbramientos que ofrece Black Dog (2024), vigésimo quinto proyecto –entre cine y televisión– del prolífico Guan Hu (Pekín, 1968) y vencedor de la sección competitiva Un Certain Regard del 77º Festival de Cannes, está la exploración del desierto norteño –ahora sembrado de áridas poblaciones fantasma, erigidas y desechadas con la misma velocidad por la industrialización china– como un territorio fílmico reconocible en el que podemos sentirnos recibidos: su protagonista, Lang (Eddie Peng), es un ex convicto que vuelve al poblado desvencijado que dejó atrás y, como el resto del país, está inmerso en las numerosas campañas de obra pública, infraestructura y reestructuración que rodean a los juegos olímpicos de 2008.

Aún antes de llegar a la estación (que sería de trenes si el protagonista fuera Charles Bronson, pero es una mera terminal de autobuses foráneos grasientos) Lang tiene el primer encuentro con la realidad agreste que abandonó: el camión vuelca al evitar el paso de una inmensa jauría de perros ferales que se cruzan en el camino. Los caninos, se enterará pronto, son la prioridad para el gobierno local, decidido a darles caza y muerte. Uno de ellos, un perro negro depauperado hasta las costillas, parece portar un tipo particular de rabia y una habilidad especial para evitar a la ley. Lo mismo podría decirse de Lang, antiguo motociclista pandillero que regresa a la casa paterna como un James Dean magullado y famélico.

Guan Hu

La perra Xin y el actor Eddie Peng en Black Dog (2024), de Guan Hu

Inevitablemente, para el arco de tensión que construye en su primer acto, el encuentro entre el paria Lang y el descastado perro negro y callejero –Three Souls in My Mind dixit– confronta el miedo de ambos, ex convicto y canino, a establecer cualquier relación de confianza con el otro, pero también revela la necesidad mutua de sentirse en compañía de algún otro ser que lleve encima las mismas cicatrices, rencores y heridas abiertas. Con delicadeza de tono y riguroso trabajo de cámara (inusuales en el cine del realizador, especialista en superproducciones con ejércitos digitales sobre la historia imperial china), Black Dog encuentra vetas de ternura, humanismo agridulce y acidez crítica, conciliando la que quizá sea la mayor brecha de la cinematografía china actualmente, una industria capaz de producir la cinta de animación con mayor recaudación de la historia (Ne Zha 2: El renacer del alma, 2025) al tiempo que germina un cine de autor sobradamente interesante como el dirigido por Wang Bing (Youth: Spring, 2023), Jia Zhangke (La ceniza es del más puro blanco, 2018), Bi Gan (Resurrección, 2025) o Hu Bo (Un elefante sentado y quieto, 2018), venerados todos en festivales europeos pero con un diálogo mínimo e intermitente con su audiencia de origen: un espejo en que el cine mexicano podría o debería reconocerse.

Todo este panorama se inscribe en el cine chino de la llamada Sexta Generación, obedeciendo a una cronología de cineastas y períodos de producción que suele fragmentar la historia fílmica china en etapas bien diferenciadas: desde la época silente hasta el nuevo milenio, con un gran ecuador rupturista –por supuesto– en la revolución maoísta del medio siglo, que partió al cine por la mitad e incluso buscó reescribir su historia previa. Guan Hu pertenece a la Sexta, una generación que hubo de suceder al breve pero esplendoroso éxito internacional de la Cuarta y la Quinta, representada por el suntuoso romanticismo imperial de Chen Kaige (Adiós a mi concubina, 1993) o Zhang Yimou (La linterna roja, 1991; Héroe, 2002) que, cuidadosamente diseñado para exportación, fue capaz de interpelar audiencias, festivales y premios occidentales, un poder que antes parecía reservado a cineastas de Taiwán (Ang Lee, Edward Yang) o Hong Kong (Wong Kar Wai, John Woo), siendo vedado a sus colegas de la China continental, más políticos, idiosincrásicos y cercanos al brazo de la censura. Algo de eso ha cambiado en años recientes, pero el cine de autor de la región central persiste en un nicho con escasa comunicación con audiencias más amplias.

Guan Hu

Fotograma de Black Dog (2024), de Guan Hu

Black Dog, escrita a cuatro manos por Guan y dos coguionistas, es una cinta de autor en toda regla, que presume una unidad artística y expresiva que recorre desde el guion hasta el diseño de audio y el meticuloso trabajo de montaje, así como las composiciones amplísimas, capturadas por lentes angulares y anamórficos que, en una pantalla de tamaño digno, exhiben sin presunción a un inteligente alumno de Leone o Kurosawa en la forma de absorber el espacio físico, desde planicies y montañas hasta la más pedestre arquitectura industrial abandonada. Es una cinta que atrae en primer lugar por su poética del paisaje, pero que absorbe en definitiva por el sensible desarrollo de sus dos protagonistas, el bípedo y el de cuatro patas.

El espectador occidental, sobre todo aquel ignoto a casi cualquier variante del cine chino que por primera vez se acerque a un territorio semejante, se verá sorprendido por el inteligente uso de canciones de Pink Floyd en la banda sonora o por el sobrio, desencantado humor visual que a veces huele a los Coen y, a veces, a Jacques Tati. Pero la carta más alta en la mano de Black Dog está en desarrollar una historia conocida de perdedores –underdogs, así sea chiste forzado– sin servirse de satisfactores emocionales, catarsis o sentimentalismo para involucrar a la audiencia en sus dilemas. En ese maridaje de rigor formal, parquedad narrativa y ternura genuina podría intuirse una salida para que el cine chino supere al fin la brecha entre la producción ultracomercial y los reducidos nichos de autor. Si la asumida primer potencia del siglo XXI aspira a construir un cine de calidad que rebase los códigos culturales e identitarios de su tierra natal para comunicarse con el resto del mundo, Black Dog de Guan Hu parece una ruta estimulante en esa dirección.

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