jueves, 18 de septiembre de 2025

Uno de los suyos

Durante las últimas 33 horas he estado rezando para que esta persona [el asesino de Charlie Kirk] fuera de otro país. Que no fuera uno de nosotros, porque nosotros no somos así. Pero era uno de nosotros”, dijo Spencer Cox, gobernador de Utah, en una conferencia de prensa antes de que se diera a conocer que el tirador que había matado a Charlie Kirk, cofundador de la organización de derecha radical Turning Point y promotor de Donald Trump, había sido identificado como Tyler Robinson, de 22 años, blanco, de familia republicana y mormona; fan de las armas y sin ningún vínculo aparente con algún grupo de izquierda. Una vez más, como en los tiempos recientes, el enemigo no viene de las filas de los inmigrantes, las minorías sexuales o raciales. Robinson, a falta de más información, comparte en gran parte el perfil ambiguo de Thomas Matthew Crooks, el joven de 20 años que estuvo a punto de asesinar a Trump el 13 de julio del año pasado. Ambos, por sus antecedentes, parecen ser individuos integrados a la sociedad estadounidense. Robinson no votó en las elecciones recientes y su personalidad es propia del nihilismo y la radicalización propia de los jóvenes que interactúan en redes sociales clandestinas y foros de gamers. Un atacante solitario que, de la nada, después de una vida relativamente normal, elige un blanco y espera la oportunidad para actuar.

Más allá del debate sobre el discurso de odio que promovía incansablemente Charlie Kirk, conviene resaltar, además de la polarización creciente en Estados Unidos, la canibalización de la derecha radical que impulsó a Donald Trump y su cúpula desde su llegada a la Casa Blanca en 2017. Antes de conocer la identidad del tirador el presidente estadounidense y miembros de su gabinete habían señalado –sobra decir que de forma irresponsable– a los “radicales de izquierda” o, incluso, los “comunistas” de estar atrás del asesinato de Kirk. En tiempos de posverdad insisten, contra toda prueba, que Robinson no es “uno de los suyos”. Que haya ido a la universidad, por ejemplo, aunque por poco tiempo, es señal de su filiación izquierdista. Además se ha echado a andar una campaña de santificación del líder extremista. Es un mártir que murió por sus palabras y sus ideas. Curiosamente los ultraderechistas rechazan cualquier mención a las ideas xenófobas, racistas y misóginas de Kirk en los comentarios sobre su muerte en las redes sociales. En el mejor de los casos las relativizan. A partir de esto, como se ha podido comprobar, se ha endurecido el discurso desde el poder en una suerte de caza de brujas para quien se atreva a dudar de la valía del cofundador de Turning Point.

Tyler Robinson, como muchos otros atacantes solitarios, cumple con el perfil del joven blanco, cristiano, acostumbrado a las armas, participante activo en foros de Internet y cercano a las ideas de la derecha radical que se normalizaron y potenciaron con Donald Trump en el poder. La propaganda reaccionaria que difundía Charlie Kirk –al contrario del programa fascista del siglo XX– funciona por medio de la demonización del otro. La empatía es para débiles, al igual que cualquier asomo de solidaridad. No hay, como en el pasado, un proyecto a futuro más allá del llamado a una abstracta “edad de oro” en la que, supuestamente, se restaurará un orden natural en el que los fuertes mandan y los débiles obedecen. Al igual que sucede con el sionismo israelí, los movimientos totalitarios obedecen a una purga absoluta para desechar a la población descartable por diferentes motivos. La agresión, por supuesto, puede dirigirse a un enemigo exterior o, como en el caso de Estados Unidos y su colapso social interno, a un enemigo doméstico. Una vez eliminado el peligro se necesita encontrar uno nuevo para mantener activa a una base siempre necesitada de chivos expiatorios. La endorfina social tiene que continuar en el estado de guerra perpetuo que beneficia, en este caso, a la cúpula trumpista y sus aliados globales.

Al volver a la Casa Blanca el trumpismo se ha establecido –a pesar de su discurso violento, que busca consolidar una imagen de rebeldía– como un nuevo orden, un statu quo que usa la fuerza del Estado para perseguir, de distintas formas, a sus enemigos dentro y fuera de sus fronteras. La amenaza a cualquier disidencia abarca del ataque verbal y la posibilidad de retirar visas a extranjeros (o la nacionalidad a los propios estadounidenses) a castigos legales. Sin embargo, la base de los movimientos totalitarios –cada vez más fragmentada– empieza a encontrar al trumpismo poco estimulante para sus fantasías conspiranoicas. De esta manera la búsqueda de enemigos encuentra terreno fértil en las filas de los ultraderechistas estadounidenses. Nadie es lo suficientemente puro y todos pueden tener un desliz que sea un síntoma de algo más grande. Ya ocurrió con la rebelión al interior del movimiento MAGA (Make America Great Again) con la inconformidad de un sector de trumpistas con el famoso caso Epstein y la relación del presidente con la red de pedófilos encabezada por el magnate financiero. Más allá de las pruebas, la imaginación paranoide de este sector se volcó contra Trump, pues había sido vinculado con uno de los temas más sensibles explotados por las teorías de la conspiración de la ultraderecha: el poder político aliado a la explotación sexual de menores. La velocidad de la información en la mediósfera agotó, quizás, ese tema, pero la fascinación por encontrar a un nuevo enemigo –disfrazado de aliado– no puede darse el lujo de detenerse.

No estuvo fuera de sospecha Charlie Kirk, uno de los más fieles de la causa trumpista, convertido en símbolo por su muerte. Como documentó en 2019 Ico Maly –profesor asociado de la Universidad de Tilburg en los Países Bajos, especialista en medios digitales y política– en su artículo “Charlie Kirk’s Culture War, Groypers, Nickers and Q&A-trolling”, desde hace tiempo existía un grupo de nacionalistas cristianos blancos vinculados al influencer reaccionario Nick Fuentes que acosaban a Kirk en foros virtuales. Para ellos el promotor de Trump era, entre otras cosas, un enemigo de la causa sumpremacista estadounidense por su apoyo a Israel, un país extranjero. Seguir el rastro de estas “controversias”, como lo hace Maly, implica sumergirse en un mundo en el que la realidad y la ficción intercambian roles todo el tiempo. A una teoría de la conspiración sigue otra aún más delirante que es adoptada por una tribu que vive la mayor parte del tiempo detrás de sus pantallas y que se radicaliza sin un patrón discernible más allá de la búsqueda de una nueva purga, porque su cruzada siempre es insuficiente.

Estos y otros radicales parecidos, fuera del control de la órbita trumpista, pueden ser útiles para intoxicar aún más a la sociedad estadounidense y acelerar la cacería de cualquier tipo de disidencia, por no hablar de la pérdida definitiva de la libertad de expresión. Son un regalo envenenado, pues corroen constantemente un poder inestable y lo acerca a una confrontación cada vez más grave. Quizá nunca se sepan, como ocurrió con el autor del atentado contra Donald Trump y el tirador que asesinó a Charlie Kirk, las motivaciones exactas de sus acciones. Es probable que mucha información se oculte si estos asesinos solitarios y los futuros –radicalizados en silencio y camuflados en las familias conservadoras y cristianas a las que pertenecen– no encajan en la caricatura izquierdista que ha vendido la ultraderecha estadounidense. También es probable que este fenómeno, en una sociedad agotada y sin futuro, genere cada vez más personajes que busquen redenciones espectaculares en enemigos que surgen de sus propias filas.

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