viernes, 26 de septiembre de 2025

Limar los bordes, cuidar el negocio

Vi F1: La película. Que, puesto así, con el apellido “la película”, es menos una declaración de intenciones que una amenaza. Igual que decir La gran aventura Lego o Transformers: el despertar de las bestias, muestras ejemplares de ese punzante y desgraciado género del cine que es el large format content video. Películas que previo, durante y post estreno se desgajan en snackable content (los protagonistas en canales de YouTube generando más contenido, discusiones en Reddit, disfraces de Halloween, memes, cajitas felices, etcétera) con la finalidad de inundar los medios y posicionar la marca. El viejo truco. Lo mismo de Wim Wenders con los baños japoneses en Días perfectos.

Menos evidente y más seductor es que la película se agarra de las dos grandes premisas culturales de la época: el exorcismo de la bestia negra de la mediación y una audiencia incapacitada para procesar data inputs complejos, e incrementar el mayor volumen conversacional posible para extender su consumo. Y si F1: La película lo hace con eficacia y orgullo es porque ahora es, mayoritariamente, un negocio –beingMade in USA. Todo lo cual está en oposición a lo que la Fórmula 1 fue desde 1950 hasta 2017.

Incluso antes de ese 13 de mayo de 1950 en Silverstone, la Fórmula 1 ya albergaba al fondo de su corazón un antagonismo irresoluble que acabaría siendo su mito fundante: la relación, fatalmente dialéctica, entre lo apolíneo y lo dionisíaco. Fatal porque la resolución de esa contradicción implica su muerte como deporte y su resurrección como circo gracias a la espectacularización y la fluidez como vectores organizativos. En consecuencia ese desenlace traerá una nueva contradicción: la melancolía por el deporte versus la rentabilidad del negocio.

F1: La película

Brad Pitt y Javier Bardem en F1: La película (2025)

En el universo Fórmula 1 nada escapa al campo gravitacional de aquel antagonismo. Sucede con los pilotos. Los apolíneos: Lauda, Prost, Vettel. Los dionisíacos: Senna, Verstappen, Schumacher. También con los circuitos: está ese aborto entre Monza y el Hungaroring que es el Hermanos Rodríguez (apolíneo) y el mercurial Interlagos (dionisíaco). Pasa con los modelos de negocio para gestionar la gallina de los huevos de oro: Liberty Media y Bernie Ecclestone. No hay idea, juicio o elemento dentro de la Fórmula 1 que pueda escapar a esa lógica. La cual, digamos todo, es lo que moviliza el deseo del capital más importante que tiene ese negocio-espectáculo-deporte: la atención de su fandom. (El futbol, por ejemplo, aún no cumple esa transustanciación. Es un negocio y un deporte pero aún no un espectáculo. Después, cuando por un tema de mercado se vuelva mixto, quizá lo logre.)

El capital de la Fórmula 1 (lo que le vende a anunciantes y promotores), que va de personas de 75 años a niños de seis, consume las carreras desde esa polarización congénita pero también desde la cultural –y política– que nace siempre de cómo los integrantes de un grupo sienten amenazada su particular forma de goce. La Fórmula 1 se consume entre la nostalgia por los viejos y auténticos días de gloria donde los pilotos se mataban y la microgestión higienizante de un ecosistema al que hay que limarle los bordes cortantes para no provocar a ningún sector de su audiencia. Ése es el tema de F1: La película y, aunque no la mayor, una de sus desgracias. La otra es Lewis Hamilton.

Entonces, para cumplir con el amplísimo espectro de su audiencia y reconciliar el antagonismo nostalgia-higienización, los productores se agarran del recurso más pedestre: “yassificar” Días de trueno. Jerry Bruckheimer produce las dos. Lewis Hamilton una. Y de esa condenable cruza tenemos F1: La película. Bruckheimer pone la misma estructura narrativa de Días de trueno y Hamilton la llena con su inconsciente: su progresista anhelo de tener siempre lo bueno sin lo malo. Sí carreras, sí rebases, sí accidentes, sí fuego, sí hospitales. Pero sin consecuencias. Épica sin riesgo. Si se necesita una, hay que alinearse al espíritu de la época: que sea la de la capitalización del fracaso.

F1: La película

Fotograma de F1: La película (2025), de Joseph Kosinski

En Días de trueno Rowdy Burns y Cole Trickle sufren un accidente fatal. El primero lo pierde todo (patrocinios, salud, memoria, volver a subirse a un auto de carreras). El segundo cae en la cuenta de que no importa qué haga o pase, no puede ni renunciar ni escapar al impulso de subirse, una y otra vez, a un auto de carreras y, tal vez, matarse. En F1: La película nadie pierde nunca nada. No Rubén Cervantes (Javier Bardem), que al final recupera su equipo de un venture capital. No Sonny Hayes (Brad Pitt), que pierde el asiento en APXGP pero se gana otra oportunidad en la vida. No el finance bro del capital de riesgo, que sabe cómo sacar rédito de cualquier eventualidad. Menos “JP” (Damson Idris), el talentoso novato que, en el accidente más inverosímil posible, se quema tantito las manos, sólo lo justo para poder correr nuevamente y ganarse el corazón del equipo. Hay peligro, sí, pero presupuestado. Ya lo dijo Žižek: quieren café descafeinado, chocolate sin azúcar, amor sin dolor.

Jerry Bruckheimer fue siempre un viejo lesbiano. La representación de las dinámicas sociales, la cosificación de las mujeres y la masculinidad impune en Días de trueno son deplorables, y eso se sabía ya en 1990. En 2025 tienen aún menos cabida, incluso cuando en la práctica poco haya cambiado en los últimos 35 años. Pero hay que apelar a la atención del target +45 o de cualquier otra edad con los mismos actitudinales. ¿Cómo hacerle? Pues con un Brad Pitt en plena decadencia, interpretando el papel más atroz de su carrera. El piloto con su know how y expertise ganado en la pista que lo hace refractario a la misión, valor y visión de la microgestionada escudería APXGP. O sea alguien que, equivocadamente, entiende la libertad como una aptitud, una capacidad del sujeto. Sonny Hayes es un viejo meado, sí, pero es sobre todo el excedente deportivo-social del que ninguno de los sobreescolarizados ingenieros de la escudería, y menos “JP”, se pueden hacer cargo: el riesgo. Es el significante amo de los gringos, un cowboy.

¿Y para la otra audiencia (y los shareholders)? Bueno, para eso está el buenito de Lewis Hamilton. A quien, por cierto, sería un error identificar con “JP”, más allá de que uno sea una joven promesa y el otro lo haya sido, o porque Hamilton sea contendiente al status de GOAT en la F1 (no lo será). Actualmente, desde ese mausoleo que es Ferrari, Hamilton es Hayes: el piloto que viene de vuelta y tiene algo que enseñarnos, aunque ya no pueda hacerlo en la pista sino en la ficción de su propia fantasía hecha película. Pero también es Joshua Pearce, “JP”, el futuro del deporte: incluyente, humilde, accesible, a la moda, apegado a sus raíces. Una contradicción: una superestrella humilde. En su carrera Hamilton nunca supo decidir si entregarse a su dionisíaco talento (como novato le destruyó la carrera al entonces vigente bicampeón del mundo) o ser el apolíneo embajador de sí mismo. Gracias a F1: La película ya no tendrá que decidirse, porque reconcilia felizmente ambas figuras.

F1: La película

Damson Idris y Brad Pitt en F1: La película (2025)

Pero para que la película represente la mejor versión de la Fórmula 1 y del mundo, según Hamilton, no puede haber ambigüedades, antagonismos, claroscuros. Nada puede contradecirse ni ser complejo. Lewis es de los que cree que existe un metalugar, un afuera de la ideología, desde donde se puede pensar la Fórmula 1 o el contexto donde acontece. Un lugar de pureza donde se encuentran las almas bellas. Por eso el villano de la película (si lo hay) es el finance bro que hace trampa. Él no puede pertenecer al universo de la Fórmula 1. Es un extranjero, con otra agenda, otras intenciones. Alguien que amenaza el goce de los habitantes de F1: La película. Sin embargo, eso es refutable con las figuras de Flavio Briatore, Bernie Ecclestone, Max Mosley y un largo etcétera.

No sorprende entonces que el cenit de la película sea una mise en scène del trauma reprimido de Lewis Hamilton, Abu Dhabi 2021. Una carrera que significa la espectacularización de la Fórmula 1 resultado de la exégesis de un oficial de automovilismo. Un árbitro, pues. El fin de una época: el reinado de Mercedes-Benz y, sobre todo, la posibilidad de que Hamilton terminara su carrera con la mayor cantidad de títulos en la historia. La consecuencia de esa carrera y de esa temporada fue haber sacado al genio de la lámpara. Un genio que, desde ese día, es el azote de Liberty Media, Stefano Domenicali, Mohammed Ahmed ben Sulayem, Hamilton, Apple y toda la industria de la Fórmula 1. Enter the chat Max Verstappen, con su inmenso talento y flagrante ingobernabilidad. Fue el único que no asistió a la premier de la película. Prefirió quedarse en casa con Lily. Tampoco aparece mucho en los 155 minutos de running time. No le importa, no tiene tiempo para eso. Verstappen vive en la Fórmula 1. Lewis Hamilton en F1: La película.

Pero ahora que ya tenemos esta beginner’s guide a la Fórmula 1, donde David Croft y Martin Brundle (¡y hasta Murray Walker!) nos explican cuadro a cuadro qué estamos viendo (porque somos idiotas y no tenemos acceso a Internet) y cuáles son sus implicaciones (para que nos quedemos tranquilos sobre qué podemos y qué no podemos interpretar, o qué debemos y qué no debemos interpretar), se abre el largo y rentable camino hacia el F1 Cinematic Universe. Habrá F1: La película II. Será una precuela ambientada en los supuestos años dorados de la Fórmula 1: finales de los ochenta, principios de los noventa. Austin Butler como Sonny Hayes, Adam Driver como el Javier Bardem joven. Una línea de playeras, sudaderas y gorras en H&M. Luego una serie en Apple TV. Coachella tendrá lugar en el Circuito de las Américas de Austin el mismo fin de semana de la carrera. Una atracción en Disneylandia. Meta comprará los derechos y transmitirá el mundial, que entonces tendrá 30 carreras al año (sólo tres en Europa: Mónaco, Monza y Silverstone), en vivo, en 9:16 y ganará el piloto con el view through rate más alto. Éste es sólo el inicio, “It’s lights out and away we go!”.

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