domingo, 30 de junio de 2024

Juan y Julia nunca supieron cómo

Es un monstruo, dice August Strindberg, y mata a Julia. Las transmasculinidades no son favorecidas en los desenlaces de los viejos rancios del siglo XIX. Strindberg las llama mujeres a medias. Hizo un gran esfuerzo de observación para estudiarlas, según su costumbre de “predicador laico que ofrece las ideas de su tiempo en forma popular”. Estas fueron sus conclusiones: “La mujer a medias es un tipo de mujer que se abre paso a codazos, que se vende ahora por el poder, medallas, condecoraciones, diplomas, como antes lo hacía por el dinero, lo que denota una cierta degeneración”.

Podemos deducir que éste es un listado de cosas de hombres y que, en su opinión, que una mujer se incline por estos intereses es una aberración. Continúa Strindberg: “No es una buena especie, pues se va a extinguir, pero desgraciadamente transmite su miseria a la siguiente generación; y los hombres degenerados eligen inconscientemente entre ellas, de manera que se reproducen, dando a luz seres de sexo incierto a los que la vida martiriza”. Qué barbaridad. Continúa: “Afortunadamente sucumben, bien sea por grave desavenencia con la realidad, bien por la desenfrenada irrupción de los instintos reprimidos, bien por la frustración de las esperanzas de alcanzar el nivel del hombre”. Esta afirmación, menos los juicios, escondía verdades. Strindberg describió entre líneas y a grandes rasgos las opresiones comunes del patriarcado y aseveró lo difícil que es salir de él, sin consciencia de ello. Algo se le escapó al ojo del observador máximo: su terror de mirar a una mujer a su colosal altura.

El dramaturgo se estudiaba a sí mismo y a quienes lo rodeaban para hacer de sus vidas una obra de arte. Tomaba de sus convivencias lo necesario para construir personajes para la escena. Los doblaba muy bien para que encajaran en sus propias búsquedas. En el caso de la señorita Julia, Strindberg tradujo parte de la vida y el desenlace de su amiga Victoria Benedictsson. “El tipo [de personaje] es trágico y nos ofrece el espectáculo de una desesperada lucha contra la naturaleza, trágico como una herencia del romanticismo, que ahora está dilapidando hacia el naturalismo, que sólo busca la felicidad; y la felicidad no es de estas especies [las mujeres a medias], sino de las fuertes y sanas”, declara en su prefacio a La señorita Julia, concluido diecinueve días después del suicidio de Benedictsson.

Victoria Benedictsson / Ernst Ahlgren

Benedictsson y Strindberg frecuentaban los mismos círculos literarios en Copenhague. Eran amigos y tenían largas conversaciones sobre los métodos naturalistas. Ambos se hospedaban con frecuencia en sendos cuartos del Hotel Leopold. Una noche Strindberg fue despertado por un amigo en común; acudió al dramaturgo por ayuda, pues Benedictsson yacía inconsciente en su cuarto luego de un intento fallido de suicidio con morfina. El amigo anónimo más tarde relató que, al recibir la noticia, Strindberg lo escuchó “con una expresión que quedó grabada en mi memoria: la mirada de un caníbal sombrío e implacable, sin el más mínimo rastro de compasión humana”. Los hombres auxiliaron a Benedictsson, quien volvió en sí y sobrevivió un rato más, durante el cual sumó a su obra un libro de cuentos que fue aclamado por la crítica, como sucedía regularmente.

Juan y Julia

Cecilia Ramírez Romo como Julia, en la obra Juan y Julia nunca supieron cómo. Fotografía: Sergio Carreón Ireta / CNT / INBAL

Victoria Benedictsson escribía bajo el nombre de Ernst Ahlgren. No era sólo un seudónimo sino una identidad que fue encarnando con la creciente seguridad que le dieron sus letras. Benedictsson se casó a los veinte con un viudo treinta años mayor. Accedió al matrimonio porque pensó que le otorgaría más libertades que el quedarse soltera en casa de sus xadres, quienes le negaron la posibilidad de estudiar para ser pintora. No sabía que terminaría siendo madrastra de cinco hijxs y un cuerpo joven a disposición de su marido; un clásico intercambio de estabilidad económica por el uso de su cuerpo tanto para el placer como para la reproducción. Benedictsson partió su vida en dos: de día atendía sin una pizca de vocación, pero con responsabilidad, a sus seis hijxs (ella tuvo dos hijas, de las cuales sobrevivió una) y de noche escribía historias inspiradas por Charles Dickens y las enviaba a periódicos locales. Con el tiempo se ganó las alabanzas de la crítica.

En 1885 Benedictsson publicó su primera novela, Dinero, con un éxito rotundo, por lo que reveló su verdadera identidad a la prensa y adoptó definitivamente la de Ernst Ahlgren. Dejó a su marido para dedicarse por completo a la literatura. En aquellos tiempos Casa de muñecas, de su amigo Henrik Ibsen, había abierto debates acalorados sobre la mujer, su sexualidad, el matrimonio y la libertad económica. Ahlgren participaba activamente en estos diálogos y aventajó a Nora por varias zancadas. Se dice que sirvió de inspiración para Hedda Gabler. Era una figura respetada y admirada por sus colegas, quienes se referían a él como brother Ernst en sus cartas. Ahlgren, por su parte, firmaba como mother Ernst, otorgando una pista clara de su identidad de género.

La verdadera señorita Julia

En su ensayo “The Real Miss Julie”, Elisabeth Asbrink cita la descripción que hace de ellx uno de sus amigos: “una mujer cuyo exterior no revela en absoluto lo que ocurre en su interior. Él se enorgullece de ocultarlo y todo el mundo piensa que la señora Benedictsson es una persona adorable. Pero Ernst Ahlgren se ríe de todos ellos para sus adentros y los retrata en sus libros”. Similar a Strindberg en sus métodos de artista-científico, Ahlgren era obsesivo con la toma de notas y la traducción de la vida real a la literatura, aunque con una diferencia crucial: el éxito. ¿El dramaturgo le tenía envidia? Sin duda.

El 22 de julio de 1888 Benedictsson salió del Lepold a comprar una navaja de afeitar y un espejo de mano. Luego de redactar varias cartas de despedida, se rebanó la garganta y, así, concluyó su vida. La noticia de su suicidio corrió por toda Escandinavia, y los chismes sobre su histeria (diagnóstico de moda) no pararon. “Alguien se suicida”, escribe Strindberg en su prefacio, “¡Problemas de negocios!, dice el burgués. ¡Amor desgraciado!, dicen las mujeres. ¡Enfermedad!, dice el enfermo. ¡Esperanzas frustradas!, dice el fracasado. ¡Pero muy bien puede ocurrir que el motivo esté en todas partes, o en ninguna, y que el muerto haya ocultado el motivo fundamental de su acción destacando otro cualquiera que embellezca considerablemente su memoria!”. Luego procede a especular entre líneas sobre los motivos de su colega al enlistar los de la señorita Julia, entre los cuales incluye “la equivocada educación de su padre”.

Juan y Julia

Escena de la obra Juan y Julia nunca supieron cómo. Fotografía: Sergio Carreón Ireta / CNT / INBAL

Es curioso que el autor haya estado consciente de que Benedictsson recibió una educación tradicionalmente masculina en manos de su padre. Desde una edad temprana le enseñó a cabalgar, a pelear y a silbar. Strindberg tomó esta información y la encarnó en Julia. Pintó su educación masculina como una circunstancia monstruosa y frustrante en manos de su madre: una mujer a medias con un profundo desprecio por los hombres. Strindberg torció la vida de Benedictsson en el monstruo-Julia, dejando de lado factores importantes como su condición socioeconómica. Strindberg no podía concebir la existencia de una mujer con los mismos talentos y aspiraciones que él. La única explicación podría ser que Victoria/Julia era una especie de experimento social cuya raíz era la misandria.

Un maestro del estoicismo

En una carta a Verner von Heidenstam, Strindberg declara que “No hay ocupación tan grosera, tan carente de sensibilidad como la del escritor. […] Como un vampiro, debe chupar la sangre de sus amigos, de sus seres más cercanos y queridos, de sí mismo. Y si no lo hace, no es un escritor”. Este pensamiento extremo derivó de la frustración literaria. Cuando el dramaturgo publicó la primera obra de su trilogía naturalista, El padre, su admirado Émile Zola le señaló que sus personajes eran demasiado abstractos para un drama naturalista. Esto calentó la sangre de Strindberg y se decidió a explorar de lleno la disciplina científica de la observación minuciosa. Se empeñó en convertirse en un maestro del estoicismo. Siguió el célebre ejemplo de Epicteto, que aconsejaba a sus discípulos distanciarse de sus sentimientos a tal grado que la muerte de una infancia produjera en ellos el mismo efecto que el rompimiento de una taza.

“Quizá llegue una época en la que alcancemos un punto de desarrollo en que seamos ya tan ilustrados, que podamos contemplar con indiferencia el brutal, cínico y despiadado espectáculo que nos ofrece la vida; un tiempo en el que podamos prescindir de estas máquinas de pensar inferiores e imprecisas, llamadas sentimientos”, declara en su ya mencionado prefacio. Pero como ocurre en la mayoría de los casos, el cacareo queda opacado por la acción. Strindberg en realidad tenía un profundo deseo de ser visto y amado; su historia personal está plagada de rechazos y engaños que él mismo avivaba en busca de experiencias estrafalarias. Tenía fama de desequilibrado y él no se ocupaba en desmentirla sino todo lo contrario: le daba rienda suelta a tal grado que falsificó evidencia de su supuesta locura. Su obsesión por romantizarla provocó que incluso los psiquiatras que consultó evitaran su presencia.

La máscara estoica de August Strindberg era tan efectiva que su máximo rival, Ibsen, adquirió un retrato suyo y lo colgó en su estudio. “Es mi enemigo mortal; debe colgar allí y observar todo lo que escribo con sus ojos dementes”, declaró el noruego en su momento. Qué par de loquillos. Strindberg pudo haberle tomado el pelo a Ibsen pero no a lxs lectores de las últimas décadas. “El discurso crítico tiende a ser más misógino que los textos que examina”, afirma la crítica Adrienne Munich, lo que resulta verdadero en el prefacio a La señorita Julia, en contraste con la obra misma. Cuando Strindberg escribía fuera de la ficción era un narrador falible; se veía a sí mismo como un vampiro calculador pero era más misógino en la teoría que en la práctica. Por más cínica que fuera su invitación a leer La señorita Julia con un lente misógino, la obra nos muestra a un personaje femenino complejo que trasciende a su autor. Julia (o Ernst) lo fascinaba y aterraba, y a pesar de que en su prefacio se burla de lxs espectadores sensibles que podrían compadecerse de ellx, se deduce del subtexto que él mismo derramó un par de lágrimas secretas de machito al escribirla.

Juan y Julia nunca supieron cómo

Hace unas semanas fui a la Sala Héctor Mendoza de la Ciudad de México a ver Juan y Julia nunca supieron cómo, una nueva versión de La señorita Julia escrita por Juan Carlos Franco y dirigida por Daniel Giménez Cacho, con elenco de la Compañía Nacional de Teatro. La obra da inicio con Cristina (Nara Pech) frente a la mesa de la cocina. Parte una cebolla con pericia, invoca un llanto sutilmente furioso y resignado al cansancio de la criada. El espacio escénico está cercado por una suerte de banqueta; es lo que separa a la audiencia de la ficción y sirve, más adelante, como podio de juegos sádicos. En primer plano una estufa y elementos complementarios. Un ciclorama con luz cálida al fondo y ciertos elementos sonoros insinúan una fiesta desbordante tras bambalinas.

Juan y Julia

Escena de la obra Juan y Julia nunca supieron cómo. Fotografía: Sergio Carreón Ireta / CNT / INBAL

Entra Juan (Alan Uribe Villarruel) dando zancadas seguras de macho alfa. De la primera interacción entre la pareja de sirvientes podemos deducir tres cosas: que Juan bien podría ser una mezcla de Andrew Tate y Jordan Peterson, con la costumbre de mentir y de robar; que Cristina sabe perfectamente cómo tratar a un amante aspiracional y que son cómplices en su visión de la aristocracia a la que sirven, aunque desde ángulos distintos. Inician los juegos violentos. La aparición de un símbolo fálico muy claro: un fuete negro. Otro, más fálico todavía: las botas del conde. Y el más fálico de todos: la figura erguida de ojos de halcón de la señorita Julia (Cecilia Ramírez Romo). La mujer a medias. Ellona.

La química entre lxs actores devela no solo su experiencia sino un trabajo arduo. Compromiso total con sus respectivos personajes y con sus compañerxs de escena. Hay diálogo y acción abundantes. Todo el tiempo está ocurriendo algo, si no crucial cuando menos lógico y hermoso a la vista. Hay cuadros que parecen pinturas de Vermeer. La iluminación de Patricia Gutiérrez Arriaga se encarga de delinearlos y matizarlos: enfatiza, inteligente y precisa, los símbolos que ofrece el texto. Nadie se queda quietx o sin intención. El texto de Franco añade más de lo que recorta o edita al extenso diálogo de Strindberg. Tras las botas del conde escuché el monólogo radfem que escribió para Julia y luego de unos parlamentos me descubrí sonriéndole a la actriz y luego asintiendo macabramente feliz ante la idea de una sociedad habitada únicamente por mujeres. Me la vendió completamente. “Qué alegre y qué peligroso”, pensé en abstracto.

Violencia aterciopelada

La obra de Franco es, en algunos aspectos, una hipérbole de la de Strindberg. Se nutre del subtexto que éste pretende ocultar en su prefacio. Le otorga a los personajes tiempo para explicarse, para ser vulnerables y para manipular en su beneficio. La obra invita a la aceptación de una realidad muy dolorosa que al mismo tiempo es pura gozadera. “La felicidad reside únicamente en la comparación”, dice Strindberg. Por ello es tan divertido observar a Juan y Julia debatir sus respectivas opresiones y luego avergonzarse de las que tienen en común. Los personajes se anhelan y se desprecian, y esto nos acerca a la aceptación de nuestras contradicciones. Juan y Julia nunca supieron cómo lanzar preguntas vitales.

La dirección de Giménez Cacho se alinea con Strindberg en su obsesión por el detalle, tanto a nivel estético como en el camino simbólico que sugiere el trazo. Nos ofrece momentos emocionalmente engañosos pero al mismo tiempo claros; contrapuntea. Juan carga a Julia en brazos y, con voz suave y franca, enlista todo lo terriblemente sabroso que quiere hacerle a su cuerpo. Ella sonríe y tiene miedo y tiene ganas y expectativas. Violencia aterciopelada. La historia de amor que será por siempre un imposible.

Apuntes finales: se extiende innecesariamente el trance ritual de Cristina en la segunda parte. Bastaría con el primero. Su poderosísimo monólogo corre el riesgo de ser disminuido por una exageración de lo místico. Sus últimas intervenciones se alejan del tono de Juan y de Julia. Culpo al texto. Ambas facetas de Cristina son interpretadas por Nara Pech con energía feroz. La segunda vez que acudí a ver la obra pude ver el escenario de frente y a más distancia, y me sorprendió su imagen transformada en una deidad violenta: la boca y el cuerpo de la moral y la aceptación de la realidad. “La felicidad no es de estas especies [las mujeres a medias], sino de las fuertes y sanas”, dice Strindberg. ¿Quiénes son las fuertes y sanas? Las Cristinas que contrastan con las Julias.

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Juan y Julia nunca supieron cómo

Es un monstruo, dice August Strindberg, y mata a Julia. Las transmasculinidades no son favorecidas en los desenlaces de los viejos rancios del siglo XIX. Strindberg las llama mujeres a medias. Hizo un gran esfuerzo de observación para estudiarlas, según su costumbre de “predicador laico que ofrece las ideas de su tiempo en forma popular”. Estas fueron sus conclusiones: “La mujer a medias es un tipo de mujer que se abre paso a codazos, que se vende ahora por el poder, medallas, condecoraciones, diplomas, como antes lo hacía por el dinero, lo que denota una cierta degeneración”.

Podemos deducir que éste es un listado de cosas de hombres y que, en su opinión, que una mujer se incline por estos intereses es una aberración. Continúa Strindberg: “No es una buena especie, pues se va a extinguir, pero desgraciadamente transmite su miseria a la siguiente generación; y los hombres degenerados eligen inconscientemente entre ellas, de manera que se reproducen, dando a luz seres de sexo incierto a los que la vida martiriza”. Qué barbaridad. Continúa: “Afortunadamente sucumben, bien sea por grave desavenencia con la realidad, bien por la desenfrenada irrupción de los instintos reprimidos, bien por la frustración de las esperanzas de alcanzar el nivel del hombre”. Esta afirmación, menos los juicios, escondía verdades. Strindberg describió entre líneas y a grandes rasgos las opresiones comunes del patriarcado y aseveró lo difícil que es salir de él, sin consciencia de ello. Algo se le escapó al ojo del observador máximo: su terror de mirar a una mujer a su colosal altura.

El dramaturgo se estudiaba a sí mismo y a quienes lo rodeaban para hacer de sus vidas una obra de arte. Tomaba de sus convivencias lo necesario para construir personajes para la escena. Los doblaba muy bien para que encajaran en sus propias búsquedas. En el caso de la señorita Julia, Strindberg tradujo parte de la vida y el desenlace de su amiga Victoria Benedictsson. “El tipo [de personaje] es trágico y nos ofrece el espectáculo de una desesperada lucha contra la naturaleza, trágico como una herencia del romanticismo, que ahora está dilapidando hacia el naturalismo, que sólo busca la felicidad; y la felicidad no es de estas especies [las mujeres a medias], sino de las fuertes y sanas”, declara en su prefacio a La señorita Julia, concluido diecinueve días después del suicidio de Benedictsson.

Victoria Benedictsson / Ernst Ahlgren

Benedictsson y Strindberg frecuentaban los mismos círculos literarios en Copenhague. Eran amigos y tenían largas conversaciones sobre los métodos naturalistas. Ambos se hospedaban con frecuencia en sendos cuartos del Hotel Leopold. Una noche Strindberg fue despertado por un amigo en común; acudió al dramaturgo por ayuda, pues Benedictsson yacía inconsciente en su cuarto luego de un intento fallido de suicidio con morfina. El amigo anónimo más tarde relató que, al recibir la noticia, Strindberg lo escuchó “con una expresión que quedó grabada en mi memoria: la mirada de un caníbal sombrío e implacable, sin el más mínimo rastro de compasión humana”. Los hombres auxiliaron a Benedictsson, quien volvió en sí y sobrevivió un rato más, durante el cual sumó a su obra un libro de cuentos que fue aclamado por la crítica, como sucedía regularmente.

Juan y Julia

Cecilia Ramírez Romo como Julia, en la obra Juan y Julia nunca supieron cómo. Fotografía: Sergio Carreón Ireta / CNT / INBAL

Victoria Benedictsson escribía bajo el nombre de Ernst Ahlgren. No era sólo un seudónimo sino una identidad que fue encarnando con la creciente seguridad que le dieron sus letras. Benedictsson se casó a los veinte con un viudo treinta años mayor. Accedió al matrimonio porque pensó que le otorgaría más libertades que el quedarse soltera en casa de sus xadres, quienes le negaron la posibilidad de estudiar para ser pintora. No sabía que terminaría siendo madrastra de cinco hijxs y un cuerpo joven a disposición de su marido; un clásico intercambio de estabilidad económica por el uso de su cuerpo tanto para el placer como para la reproducción. Benedictsson partió su vida en dos: de día atendía sin una pizca de vocación, pero con responsabilidad, a sus seis hijxs (ella tuvo dos hijas, de las cuales sobrevivió una) y de noche escribía historias inspiradas por Charles Dickens y las enviaba a periódicos locales. Con el tiempo se ganó las alabanzas de la crítica.

En 1885 Benedictsson publicó su primera novela, Dinero, con un éxito rotundo, por lo que reveló su verdadera identidad a la prensa y adoptó definitivamente la de Ernst Ahlgren. Dejó a su marido para dedicarse por completo a la literatura. En aquellos tiempos Casa de muñecas, de su amigo Henrik Ibsen, había abierto debates acalorados sobre la mujer, su sexualidad, el matrimonio y la libertad económica. Ahlgren participaba activamente en estos diálogos y aventajó a Nora por varias zancadas. Se dice que sirvió de inspiración para Hedda Gabler. Era una figura respetada y admirada por sus colegas, quienes se referían a él como brother Ernst en sus cartas. Ahlgren, por su parte, firmaba como mother Ernst, otorgando una pista clara de su identidad de género.

La verdadera señorita Julia

En su ensayo “The Real Miss Julie”, Elisabeth Asbrink cita la descripción que hace de ellx uno de sus amigos: “una mujer cuyo exterior no revela en absoluto lo que ocurre en su interior. Él se enorgullece de ocultarlo y todo el mundo piensa que la señora Benedictsson es una persona adorable. Pero Ernst Ahlgren se ríe de todos ellos para sus adentros y los retrata en sus libros”. Similar a Strindberg en sus métodos de artista-científico, Ahlgren era obsesivo con la toma de notas y la traducción de la vida real a la literatura, aunque con una diferencia crucial: el éxito. ¿El dramaturgo le tenía envidia? Sin duda.

El 22 de julio de 1888 Benedictsson salió del Lepold a comprar una navaja de afeitar y un espejo de mano. Luego de redactar varias cartas de despedida, se rebanó la garganta y, así, concluyó su vida. La noticia de su suicidio corrió por toda Escandinavia, y los chismes sobre su histeria (diagnóstico de moda) no pararon. “Alguien se suicida”, escribe Strindberg en su prefacio, “¡Problemas de negocios!, dice el burgués. ¡Amor desgraciado!, dicen las mujeres. ¡Enfermedad!, dice el enfermo. ¡Esperanzas frustradas!, dice el fracasado. ¡Pero muy bien puede ocurrir que el motivo esté en todas partes, o en ninguna, y que el muerto haya ocultado el motivo fundamental de su acción destacando otro cualquiera que embellezca considerablemente su memoria!”. Luego procede a especular entre líneas sobre los motivos de su colega al enlistar los de la señorita Julia, entre los cuales incluye “la equivocada educación de su padre”.

Juan y Julia

Escena de la obra Juan y Julia nunca supieron cómo. Fotografía: Sergio Carreón Ireta / CNT / INBAL

Es curioso que el autor haya estado consciente de que Benedictsson recibió una educación tradicionalmente masculina en manos de su padre. Desde una edad temprana le enseñó a cabalgar, a pelear y a silbar. Strindberg tomó esta información y la encarnó en Julia. Pintó su educación masculina como una circunstancia monstruosa y frustrante en manos de su madre: una mujer a medias con un profundo desprecio por los hombres. Strindberg torció la vida de Benedictsson en el monstruo-Julia, dejando de lado factores importantes como su condición socioeconómica. Strindberg no podía concebir la existencia de una mujer con los mismos talentos y aspiraciones que él. La única explicación podría ser que Victoria/Julia era una especie de experimento social cuya raíz era la misandria.

Un maestro del estoicismo

En una carta a Verner von Heidenstam, Strindberg declara que “No hay ocupación tan grosera, tan carente de sensibilidad como la del escritor. […] Como un vampiro, debe chupar la sangre de sus amigos, de sus seres más cercanos y queridos, de sí mismo. Y si no lo hace, no es un escritor”. Este pensamiento extremo derivó de la frustración literaria. Cuando el dramaturgo publicó la primera obra de su trilogía naturalista, El padre, su admirado Émile Zola le señaló que sus personajes eran demasiado abstractos para un drama naturalista. Esto calentó la sangre de Strindberg y se decidió a explorar de lleno la disciplina científica de la observación minuciosa. Se empeñó en convertirse en un maestro del estoicismo. Siguió el célebre ejemplo de Epicteto, que aconsejaba a sus discípulos distanciarse de sus sentimientos a tal grado que la muerte de una infancia produjera en ellos el mismo efecto que el rompimiento de una taza.

“Quizá llegue una época en la que alcancemos un punto de desarrollo en que seamos ya tan ilustrados, que podamos contemplar con indiferencia el brutal, cínico y despiadado espectáculo que nos ofrece la vida; un tiempo en el que podamos prescindir de estas máquinas de pensar inferiores e imprecisas, llamadas sentimientos”, declara en su ya mencionado prefacio. Pero como ocurre en la mayoría de los casos, el cacareo queda opacado por la acción. Strindberg en realidad tenía un profundo deseo de ser visto y amado; su historia personal está plagada de rechazos y engaños que él mismo avivaba en busca de experiencias estrafalarias. Tenía fama de desequilibrado y él no se ocupaba en desmentirla sino todo lo contrario: le daba rienda suelta a tal grado que falsificó evidencia de su supuesta locura. Su obsesión por romantizarla provocó que incluso los psiquiatras que consultó evitaran su presencia.

La máscara estoica de August Strindberg era tan efectiva que su máximo rival, Ibsen, adquirió un retrato suyo y lo colgó en su estudio. “Es mi enemigo mortal; debe colgar allí y observar todo lo que escribo con sus ojos dementes”, declaró el noruego en su momento. Qué par de loquillos. Strindberg pudo haberle tomado el pelo a Ibsen pero no a lxs lectores de las últimas décadas. “El discurso crítico tiende a ser más misógino que los textos que examina”, afirma la crítica Adrienne Munich, lo que resulta verdadero en el prefacio a La señorita Julia, en contraste con la obra misma. Cuando Strindberg escribía fuera de la ficción era un narrador falible; se veía a sí mismo como un vampiro calculador pero era más misógino en la teoría que en la práctica. Por más cínica que fuera su invitación a leer La señorita Julia con un lente misógino, la obra nos muestra a un personaje femenino complejo que trasciende a su autor. Julia (o Ernst) lo fascinaba y aterraba, y a pesar de que en su prefacio se burla de lxs espectadores sensibles que podrían compadecerse de ellx, se deduce del subtexto que él mismo derramó un par de lágrimas secretas de machito al escribirla.

Juan y Julia nunca supieron cómo

Hace unas semanas fui a la Sala Héctor Mendoza de la Ciudad de México a ver Juan y Julia nunca supieron cómo, una nueva versión de La señorita Julia escrita por Juan Carlos Franco y dirigida por Daniel Giménez Cacho, con elenco de la Compañía Nacional de Teatro. La obra da inicio con Cristina (Nara Pech) frente a la mesa de la cocina. Parte una cebolla con pericia, invoca un llanto sutilmente furioso y resignado al cansancio de la criada. El espacio escénico está cercado por una suerte de banqueta; es lo que separa a la audiencia de la ficción y sirve, más adelante, como podio de juegos sádicos. En primer plano una estufa y elementos complementarios. Un ciclorama con luz cálida al fondo y ciertos elementos sonoros insinúan una fiesta desbordante tras bambalinas.

Juan y Julia

Escena de la obra Juan y Julia nunca supieron cómo. Fotografía: Sergio Carreón Ireta / CNT / INBAL

Entra Juan (Alan Uribe Villarruel) dando zancadas seguras de macho alfa. De la primera interacción entre la pareja de sirvientes podemos deducir tres cosas: que Juan bien podría ser una mezcla de Andrew Tate y Jordan Peterson, con la costumbre de mentir y de robar; que Cristina sabe perfectamente cómo tratar a un amante aspiracional y que son cómplices en su visión de la aristocracia a la que sirven, aunque desde ángulos distintos. Inician los juegos violentos. La aparición de un símbolo fálico muy claro: un fuete negro. Otro, más fálico todavía: las botas del conde. Y el más fálico de todos: la figura erguida de ojos de halcón de la señorita Julia (Cecilia Ramírez Romo). La mujer a medias. Ellona.

La química entre lxs actores devela no solo su experiencia sino un trabajo arduo. Compromiso total con sus respectivos personajes y con sus compañerxs de escena. Hay diálogo y acción abundantes. Todo el tiempo está ocurriendo algo, si no crucial cuando menos lógico y hermoso a la vista. Hay cuadros que parecen pinturas de Vermeer. La iluminación de Patricia Gutiérrez Arriaga se encarga de delinearlos y matizarlos: enfatiza, inteligente y precisa, los símbolos que ofrece el texto. Nadie se queda quietx o sin intención. El texto de Franco añade más de lo que recorta o edita al extenso diálogo de Strindberg. Tras las botas del conde escuché el monólogo radfem que escribió para Julia y luego de unos parlamentos me descubrí sonriéndole a la actriz y luego asintiendo macabramente feliz ante la idea de una sociedad habitada únicamente por mujeres. Me la vendió completamente. “Qué alegre y qué peligroso”, pensé en abstracto.

Violencia aterciopelada

La obra de Franco es, en algunos aspectos, una hipérbole de la de Strindberg. Se nutre del subtexto que éste pretende ocultar en su prefacio. Le otorga a los personajes tiempo para explicarse, para ser vulnerables y para manipular en su beneficio. La obra invita a la aceptación de una realidad muy dolorosa que al mismo tiempo es pura gozadera. “La felicidad reside únicamente en la comparación”, dice Strindberg. Por ello es tan divertido observar a Juan y Julia debatir sus respectivas opresiones y luego avergonzarse de las que tienen en común. Los personajes se anhelan y se desprecian, y esto nos acerca a la aceptación de nuestras contradicciones. Juan y Julia nunca supieron cómo lanzar preguntas vitales.

La dirección de Giménez Cacho se alinea con Strindberg en su obsesión por el detalle, tanto a nivel estético como en el camino simbólico que sugiere el trazo. Nos ofrece momentos emocionalmente engañosos pero al mismo tiempo claros; contrapuntea. Juan carga a Julia en brazos y, con voz suave y franca, enlista todo lo terriblemente sabroso que quiere hacerle a su cuerpo. Ella sonríe y tiene miedo y tiene ganas y expectativas. Violencia aterciopelada. La historia de amor que será por siempre un imposible.

Apuntes finales: se extiende innecesariamente el trance ritual de Cristina en la segunda parte. Bastaría con el primero. Su poderosísimo monólogo corre el riesgo de ser disminuido por una exageración de lo místico. Sus últimas intervenciones se alejan del tono de Juan y de Julia. Culpo al texto. Ambas facetas de Cristina son interpretadas por Nara Pech con energía feroz. La segunda vez que acudí a ver la obra pude ver el escenario de frente y a más distancia, y me sorprendió su imagen transformada en una deidad violenta: la boca y el cuerpo de la moral y la aceptación de la realidad. “La felicidad no es de estas especies [las mujeres a medias], sino de las fuertes y sanas”, dice Strindberg. ¿Quiénes son las fuertes y sanas? Las Cristinas que contrastan con las Julias.

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sábado, 29 de junio de 2024

Pero ¿qué hace Damien Hirst?

La trayectoria de Damien Hirst (Bristol, 1965) ha tejido, desde sus inicios a finales de los ochenta, producción y recepción. No hay, en ninguno de sus trabajos, inocencia: se persigue el efecto, se calculan las repercusiones. Se imaginan, incluso, los titulares en la prensa. En ese sentido, señalar el carácter polémico de su obra, detenerse en los escándalos, en las cifras, en las declaraciones provocadoras, es una forma de participar de su propuesta. En este punto, el juicio estético sobre sus piezas se torna cada vez más complejo, en la medida en que están inscritas, de forma muy consciente, en una dinámica a la vez cultural, social y económica.

Desde el inicio el planteamiento fue claro. La exposición que catapultó a los llamados Young British Artists coleccionados por Charles Saatchi, Sensation, animó todo tipo de críticas. Presentada en la Royal Academy of Arts de Londres en 1997, no faltaron las acusaciones de inmoralidad, señal inequívoca de éxito publicitario. Los ofendidos que atacaron la exhibición “quedaron muy a la zaga, pues juntos produjeron un simulacro deliberado de provocación artística”, escribe Hal Foster en un pasaje de Arte desde 1900. Ahí estaba, por cierto, La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo (1991), la obra con la que Damien Hirst iniciaría la serie Historia natural y aportaría un icono al declinante siglo XX: un tiburón tigre suspendido en un estanque lleno con solución de formaldehído.

No son pocos los animales en Vivir para siempre (por un momento), la muestra que se despliega en las cuatro salas del Museo Jumex de la Ciudad de México hasta el 25 de agosto. No sólo enfatizan el uso intensivo del readymade como recurso dilecto del artista –herencia a la vez duchampiana y warholiana–, sino que son ilustrativos de la obsesiva presencia de la muerte en la obra de Hirst. El título de la retrospectiva, por supuesto, alude al arte como la posibilidad de producir algo que nos sobreviva. Con los años, como testimonia la exhibición curada por el propio artista y Ann Gallagher, los aspectos macabros han sido suavizados por la sobreexposición de algunos recursos.

Damien Hirst

Vista de la exposición Damien Hirst: Vivir para siempre (por un momento), Museo Jumex, 2024. Fotografía: Prudence Cuming Associates Ltd.
© Damien Hirst and Science Ltd. Todos los derechos reservados, DACS/Artimage 2024

(Más allá de) la polémica

La obra de Damien Hirst, que en paralelo al Museo Jumex puede verse en la galería capitalina Hilario Galguera, viene entonces acompañada de aquello que se dice afuera de los espacios expositivos. Se lo acusa de banalidad, de opulencia, de mercantilización del arte. Pero el dedo alzado no alcanza a ver que, si bien existen argumentos para señalar críticamente lo que su producción representa, su trabajo posee un elemento reflejante, arroja una imagen espeluznante del mundo contemporáneo: el valor de la vida (y de la muerte), la búsqueda desesperada de salud, el hambre de banalidad decorativa y, al mismo tiempo, el arte como activo financiero.

Se lo acusa de banalidad, de opulencia, de mercantilización. Pero el dedo alzado no alcanza a ver que, si bien existen argumentos para señalar críticamente lo que su producción representa, su trabajo arroja una imagen espeluznante del mundo contemporáneo.

Hirst es un artista, pero es también un coleccionista y un empresario. Estas aristas no deben perderse de vista al momento de observar sus piezas. Conoce el funcionamiento del mercado, diversifica su trabajo en función de ese saber, entiende la lógica mediática y la explota al máximo. Pero luego está la experiencia directa del espectador, la sobrecogedora sensación de encontrarse ante obras con una potencia particular, no sólo por su precisa manufactura sino por la paradójica inversión de tantos recursos en gestos en el fondo muy simples, contundentes, que ponen ante el cuerpo del observador pruebas irrefutables de que que el arte es, entre otras cosas, un marco para el duelo.

Damien Hirst

Vista de la exposición Damien Hirst: Vivir para siempre (por un momento), Museo Jumex, 2024. Fotografía: Prudence Cuming Associates Ltd.
© Damien Hirst and Science Ltd. Todos los derechos reservados, DACS/Artimage 2024

“El gran arte –o el buen arte– es cuando lo miras, lo experimentas y se queda en tu mente. No creo que el arte conceptual y el arte tradicional sean tan diferentes. Hay arte conceptual aburrido y arte tradicional aburrido. El gran arte es cuando no puedes dejar de pensar en él, entonces se convierte en un recuerdo”. Como las píldoras de sus gabinetes, Hirst produce frases como ésta, que encapsulan algo así como la poética de un artista que es, al mismo tiempo, una marca comercial. Su sentido de la oportunidad lo ha llevado a titular una de sus piezas (presente en el Museo Jumex) Hermoso, infantil, expresivo, insípido, no es arte, demasiado simplista, desechable, cosa de niños, carente de integridad, giratorio, nada más que caramelo visual, celebración, sensacional, cuadro indiscutiblemente hermoso (para encima del sofá) (1996).

Dinero… y otras obviedades

En el centro de la Sala 1 del museo se halla una pieza que parece irradiar las distintas ideas que animan la obra de Damien Hirst. Por el amor de Dios (2007) es un cráneo que, fundido en platino, está recubierto de diamantes. Es una escultura evidentemente costosa, pensada para intervenir de forma agresiva en el mercado del arte –específicamente las subastas– y producir un alud de notas de prensa, pero en ella opera también una alusión a las calaveras aztecas de los ritos funerarios, decoradas con piedras preciosas. La muerte enjoyada, como una especie de reliquia rodeada de cerezos en flor.

‘Power, Corruption & Lies’, el título del álbum de New Order, contiene los términos habituales a los que recurren los críticos de Hirst y un sector del arte contemporáneo decididamente mercantilizado.

PowerCorruption & Lies, el título del segundo álbum de New Order, contiene los términos habituales a los que recurren los críticos de Hirst y, más ampliamente, de un sector del arte contemporáneo decididamente mercantilizado. Lo que distingue al artista británico es la participación abierta, sin culpas ni remordimientos, en esta lógica, plenamente incorporada a su trabajo. Quien lo dude puede rastrear noticias en Google colocando el nombre del creador seguido de escándalo, polémica, críticas y lo que se acumule. Encontrarán desde tiburones podridos hasta manipulación de fechas de composición.

Damien Hirst

Vista de la exposición Damien Hirst: Vivir para siempre (por un momento), Museo Jumex, 2024. Fotografía: Prudence Cuming Associates Ltd.
© Damien Hirst and Science Ltd. Todos los derechos reservados, DACS/Artimage 2024

La cuestión es que los reproches morales no impiden que podamos encarar con fascinación las alusiones neoplasticistas de Cajas (1988), el gesto pop de Crematorio (1996), la mezcla de entomología e ironía religiosa de Contemplando el poder infinito y la gloria de Dios (2008) o la precisión quirúrgica de Invadiendo la Ciudad de la Luz (2011). Todo ello, además de animales en formol y Pinturas de puntos, ofrece Vivir para siempre (por un momento). Caramelos visuales y hallazgos formales, producción en serie y gestos irrepetibles, cinismo pero también una búsqueda personal de casi cuatro décadas.

Vivir para siempre (por un momento)

El crítico Michael Bracewell ha escrito que “Hirst lleva mucho tiempo haciendo elocuente en su arte –dando vida, con detalle forense– la narrativa y el drama de nuestra relación empática entre mortalidad y conciencia”. Por su parte, Arthur C. Danto consideró los Gabinetes médicos “una constelación de naturalezas muertas que expresan y reflejan el cuerpo humano como campo de vulnerabilidades y de esperanzadoras intervenciones médicas que han sustituido al cuerpo como agente narrativo que los artistas deben aprender a representar en posturas heroicas”.

El crítico Michael Bracewell ha escrito que “Hirst lleva mucho tiempo haciendo elocuente en su arte la narrativa y el drama de nuestra relación empática entre mortalidad y conciencia”.

Al final, la obra de Damien Hirst espera en el Museo Jumex para que cada visitante saque sus conclusiones. La Sala -1 presenta materiales que ilustran las facetas del artista, incluyendo su incursión (de nuevo polémica) en los NFTs o la creación de la Newport Street Gallery en Londres, ambos esfuerzos por volverse, una vez más, relevante en la escena artística. Es un icono del arte contemporáneo, en un sentido amplio, y sus irradiaciones se pueden sentir desde el bulevar Miguel de Cervantes, con la quijotesca La Virgen Madre (2005) aguardando con sus diez metros de altura.

Damien Hirst

Vista de la exposición Damien Hirst: Vivir para siempre (por un momento), Museo Jumex, 2024. Fotografía: Prudence Cuming Associates Ltd.
© Damien Hirst and Science Ltd. Todos los derechos reservados, DACS/Artimage 2024

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Pero ¿qué hace Damien Hirst?

La trayectoria de Damien Hirst (Bristol, 1965) ha tejido, desde sus inicios a finales de los ochenta, producción y recepción. No hay, en ninguno de sus trabajos, inocencia: se persigue el efecto, se calculan las repercusiones. Se imaginan, incluso, los titulares en la prensa. En ese sentido, señalar el carácter polémico de su obra, detenerse en los escándalos, en las cifras, en las declaraciones provocadoras, es una forma de participar de su propuesta. En este punto, el juicio estético sobre sus piezas se torna cada vez más complejo, en la medida en que están inscritas, de forma muy consciente, en una dinámica a la vez cultural, social y económica.

Desde el inicio el planteamiento fue claro. La exposición que catapultó a los llamados Young British Artists coleccionados por Charles Saatchi, Sensation, animó todo tipo de críticas. Presentada en la Royal Academy of Arts de Londres en 1997, no faltaron las acusaciones de inmoralidad, señal inequívoca de éxito publicitario. Los ofendidos que atacaron la exhibición “quedaron muy a la zaga, pues juntos produjeron un simulacro deliberado de provocación artística”, escribe Hal Foster en un pasaje de Arte desde 1900. Ahí estaba, por cierto, La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo (1991), la obra con la que Damien Hirst iniciaría la serie Historia natural y aportaría un icono al declinante siglo XX: un tiburón tigre suspendido en un estanque lleno con solución de formaldehído.

No son pocos los animales en Vivir para siempre (por un momento), la muestra que se despliega en las cuatro salas del Museo Jumex de la Ciudad de México hasta el 25 de agosto. No sólo enfatizan el uso intensivo del readymade como recurso dilecto del artista –herencia a la vez duchampiana y warholiana–, sino que son ilustrativos de la obsesiva presencia de la muerte en la obra de Hirst. El título de la retrospectiva, por supuesto, alude al arte como la posibilidad de producir algo que nos sobreviva. Con los años, como testimonia la exhibición curada por el propio artista y Ann Gallagher, los aspectos macabros han sido suavizados por la sobreexposición de algunos recursos.

Damien Hirst

Vista de la exposición Damien Hirst: Vivir para siempre (por un momento), Museo Jumex, 2024. Fotografía: Prudence Cuming Associates Ltd.
© Damien Hirst and Science Ltd. Todos los derechos reservados, DACS/Artimage 2024

(Más allá de) la polémica

La obra de Damien Hirst, que en paralelo al Museo Jumex puede verse en la galería capitalina Hilario Galguera, viene entonces acompañada de aquello que se dice afuera de los espacios expositivos. Se lo acusa de banalidad, de opulencia, de mercantilización del arte. Pero el dedo alzado no alcanza a ver que, si bien existen argumentos para señalar críticamente lo que su producción representa, su trabajo posee un elemento reflejante, arroja una imagen espeluznante del mundo contemporáneo: el valor de la vida (y de la muerte), la búsqueda desesperada de salud, el hambre de banalidad decorativa y, al mismo tiempo, el arte como activo financiero.

Se lo acusa de banalidad, de opulencia, de mercantilización. Pero el dedo alzado no alcanza a ver que, si bien existen argumentos para señalar críticamente lo que su producción representa, su trabajo arroja una imagen espeluznante del mundo contemporáneo.

Hirst es un artista, pero es también un coleccionista y un empresario. Estas aristas no deben perderse de vista al momento de observar sus piezas. Conoce el funcionamiento del mercado, diversifica su trabajo en función de ese saber, entiende la lógica mediática y la explota al máximo. Pero luego está la experiencia directa del espectador, la sobrecogedora sensación de encontrarse ante obras con una potencia particular, no sólo por su precisa manufactura sino por la paradójica inversión de tantos recursos en gestos en el fondo muy simples, contundentes, que ponen ante el cuerpo del observador pruebas irrefutables de que que el arte es, entre otras cosas, un marco para el duelo.

Damien Hirst

Vista de la exposición Damien Hirst: Vivir para siempre (por un momento), Museo Jumex, 2024. Fotografía: Prudence Cuming Associates Ltd.
© Damien Hirst and Science Ltd. Todos los derechos reservados, DACS/Artimage 2024

“El gran arte –o el buen arte– es cuando lo miras, lo experimentas y se queda en tu mente. No creo que el arte conceptual y el arte tradicional sean tan diferentes. Hay arte conceptual aburrido y arte tradicional aburrido. El gran arte es cuando no puedes dejar de pensar en él, entonces se convierte en un recuerdo”. Como las píldoras de sus gabinetes, Hirst produce frases como ésta, que encapsulan algo así como la poética de un artista que es, al mismo tiempo, una marca comercial. Su sentido de la oportunidad lo ha llevado a titular una de sus piezas (presente en el Museo Jumex) Hermoso, infantil, expresivo, insípido, no es arte, demasiado simplista, desechable, cosa de niños, carente de integridad, giratorio, nada más que caramelo visual, celebración, sensacional, cuadro indiscutiblemente hermoso (para encima del sofá) (1996).

Dinero… y otras obviedades

En el centro de la Sala 1 del museo se halla una pieza que parece irradiar las distintas ideas que animan la obra de Damien Hirst. Por el amor de Dios (2007) es un cráneo que, fundido en platino, está recubierto de diamantes. Es una escultura evidentemente costosa, pensada para intervenir de forma agresiva en el mercado del arte –específicamente las subastas– y producir un alud de notas de prensa, pero en ella opera también una alusión a las calaveras aztecas de los ritos funerarios, decoradas con piedras preciosas. La muerte enjoyada, como una especie de reliquia rodeada de cerezos en flor.

‘Power, Corruption & Lies’, el título del álbum de New Order, contiene los términos habituales a los que recurren los críticos de Hirst y un sector del arte contemporáneo decididamente mercantilizado.

PowerCorruption & Lies, el título del segundo álbum de New Order, contiene los términos habituales a los que recurren los críticos de Hirst y, más ampliamente, de un sector del arte contemporáneo decididamente mercantilizado. Lo que distingue al artista británico es la participación abierta, sin culpas ni remordimientos, en esta lógica, plenamente incorporada a su trabajo. Quien lo dude puede rastrear noticias en Google colocando el nombre del creador seguido de escándalo, polémica, críticas y lo que se acumule. Encontrarán desde tiburones podridos hasta manipulación de fechas de composición.

Damien Hirst

Vista de la exposición Damien Hirst: Vivir para siempre (por un momento), Museo Jumex, 2024. Fotografía: Prudence Cuming Associates Ltd.
© Damien Hirst and Science Ltd. Todos los derechos reservados, DACS/Artimage 2024

La cuestión es que los reproches morales no impiden que podamos encarar con fascinación las alusiones neoplasticistas de Cajas (1988), el gesto pop de Crematorio (1996), la mezcla de entomología e ironía religiosa de Contemplando el poder infinito y la gloria de Dios (2008) o la precisión quirúrgica de Invadiendo la Ciudad de la Luz (2011). Todo ello, además de animales en formol y Pinturas de puntos, ofrece Vivir para siempre (por un momento). Caramelos visuales y hallazgos formales, producción en serie y gestos irrepetibles, cinismo pero también una búsqueda personal de casi cuatro décadas.

Vivir para siempre (por un momento)

El crítico Michael Bracewell ha escrito que “Hirst lleva mucho tiempo haciendo elocuente en su arte –dando vida, con detalle forense– la narrativa y el drama de nuestra relación empática entre mortalidad y conciencia”. Por su parte, Arthur C. Danto consideró los Gabinetes médicos “una constelación de naturalezas muertas que expresan y reflejan el cuerpo humano como campo de vulnerabilidades y de esperanzadoras intervenciones médicas que han sustituido al cuerpo como agente narrativo que los artistas deben aprender a representar en posturas heroicas”.

El crítico Michael Bracewell ha escrito que “Hirst lleva mucho tiempo haciendo elocuente en su arte la narrativa y el drama de nuestra relación empática entre mortalidad y conciencia”.

Al final, la obra de Damien Hirst espera en el Museo Jumex para que cada visitante saque sus conclusiones. La Sala -1 presenta materiales que ilustran las facetas del artista, incluyendo su incursión (de nuevo polémica) en los NFTs o la creación de la Newport Street Gallery en Londres, ambos esfuerzos por volverse, una vez más, relevante en la escena artística. Es un icono del arte contemporáneo, en un sentido amplio, y sus irradiaciones se pueden sentir desde el bulevar Miguel de Cervantes, con la quijotesca La Virgen Madre (2005) aguardando con sus diez metros de altura.

Damien Hirst

Vista de la exposición Damien Hirst: Vivir para siempre (por un momento), Museo Jumex, 2024. Fotografía: Prudence Cuming Associates Ltd.
© Damien Hirst and Science Ltd. Todos los derechos reservados, DACS/Artimage 2024

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viernes, 28 de junio de 2024

‘El cuaderno perdido’ de Evan Dara

Hasta la fecha la editorial española Pálido Fuego ha publicado tres de las cuatro novelas del estadounidense Evan Dara (sin año de nacimiento conocido) –El cuaderno perdido (1995), La cadena fácil (2008) y Huir (2013)–, además de su única obra de teatro –Biografía provisional de Mose Eakins (2018). Permanent Earthquake (2021), su narración más reciente, será publicada por este sello en un futuro cercano.

Escritor más elusivo que Thomas Pynchon, de quien podríamos considerarlo, en parte, heredero, su experimentación formal es más arriesgada que la del autor de Mason y Dixon: Evan Dara es una especie de Jandek de la literatura. No se conoce ninguna fotografía suya, y lo más probable es que su nombre sea un seudónimo. Tampoco hay certeza sobre su género.

Se sabe, por la reseña de La cadena fácil de Tom LeClair, el crítico que acuñó el término “novela sistema” para definir la narrativa de autores como Don DeLillo o el propio Pynchon, lo siguiente: “el o la autora no revela nada más allá del seudónimo excepto que él o ella vive en París”. Es algo sorprendente en un siglo consagrado al culto de la imagen autoral, donde incluso Pynchon y sus agentes han sabido jugar con su caricatura de recluso. Dara le niega incluso eso a su posible público, y a cambio entrega únicamente literatura, acaso intentando que con su obra se cumpla por fin la “muerte del autor”.

Discontinuidades y superposiciones

El cuaderno perdido (publicada en español en 2015), primera novela de Evan Dara, ganó un concurso de novela, convocado por la editorial Fiction Collective 2, en el que William T. Vollmann fue parte del jurado. Desde su publicación se ha especulado libremente sobre la posibilidad de que Dara sea el novelista Richard Powers, con quien comparte ciertas preocupaciones temáticas, principalmente ligadas a la ecología y el uso de las nuevas tecnologías. No obstante, la prosa de Dara pertenece más bien al ámbito vanguardista, con exigencias estéticas y formales que no son constantes en Powers. La novela, pese al entusiasmo crítico que despertó, no se ha vuelto aún un referente como las obras con las que se le emparienta, principalmente La broma infinita.

El cuaderno perdido es una obra de discontinuidades y superposiciones, de señales interrumpidas. Quizá su imagen central sea un radio portátil (estamos hablando de una novela de los noventa) que está cambiando de frecuencia constantemente, o que incluso es invadido por emisiones piratas (“¿Qué está haciendo él dentro de mis auriculares?…y no pierdas tiempo en pulsar los botones…de Pausa ni de Stop…ni siquiera de Eject…porque yo seguiré aquí…”) que cuentan una multitud imparable de historias.

Preocupada por la elección de Reagan, al notar que el absentismo determinó una elección que podría haber tenido resultados distintos, una mujer emprende una campaña personal de encuestas a vecinos para entender por qué no votaron; es víctima de un arresto ciudadano por parte de uno de sus encuestados. Un hombre prepara un video en el que pretende superponer múltiples imágenes de la misma luciérnaga, para ayudar con un truco publicitario a una tienda local de electrónicos. Un hombre diserta sobre la obra de Harry Partch y se indigna de que no cuente con una entrada en cierta enciclopedia musical. Una mujer rememora al académico entusiasta de la obra de Lewis Mumford del que se enamoró. Un hombre recuerda el día en que sufrió un incidente violento en una gasolinería. Un hombre se pierde en el bosque y se encuentra con otro hombre de aspecto extraño que dice haber encontrado unas setas con la cara de John Cage. Alguien recuerda haber acompañado a Noam Chomsky a una entrevista fallida en un programa de la CBS llamado Face the Nation. Alguien recuerda el juicio a una tabacalera y reproduce la defensa cínica de los abogados de la compañía.

Relatos comunitarios

Lo que amalgama estas historias es que son narradas por personas de una misma comunidad, aunque no se conozcan entre ellas. Evan Dara opone, y El cuaderno perdido no es la única novela en la que lo hace, la singularidad de las vidas privadas al credo neoliberal según el cual todos somos sustituibles o intercambiables. Paradójicamente, busca también que el lector confunda los personajes, que no sepa en dónde termina una historia y comienza otra, insistiendo en un ethos múltiple, comunitario.

Al hablar sobre Rashōmon, uno de ellos comenta lo siguiente: “cuando terminó, por algún motivo, lloré; recuerdo que no quería que la película acabase, que no se resolviera de ninguna forma; yo quería que la película simplemente continuara, que continuara elaborando más versiones de su historia, que continuara produciendo más personajes para que así estos pudieran añadir sus opiniones sobre el relato”.

La novela establece de manera oblicua sus intenciones formales en historias que abordan temas tan arcanos como la obsesión por las variaciones del Beethoven tardío, las políticas de salud pública, la manera en la que las danzas húngaras que Bartók transcribió fueron mutiladas para poder ser adaptadas a la notación tradicional occidental, la percepción mediática de candidatos presidenciales o las consecuencias nefastas de la publicidad. El cuaderno perdido es tal vez precursora de la manera discontinua en la que las redes sociales aglomeran relatos banales, información histórica, relatos personales, reflexiones estéticas hechas por amateurs o iniciados, quejas políticas y ambientales.

El mecanismo del diálogo

Como ocurre en la mayoría de las novelas de William Gaddis, autor con el que se le ha comparado pero de cuya influencia reniega, el principal motor de las tres primeras novelas de Evan Dara es el diálogo, aunque en cada una lo utiliza de una manera distinta. El cuaderno perdido es un coro caótico, donde la siguiente línea de diálogo puede o no estar respondiendo a la anterior. En esta primera novela prima cierta oralidad desenfrenada, los párrafos son largos y casi todos, aunque estén puntuados por guiones, son principalmente monólogos, como si fuera un programa de entrevistas. Uno piensa en el programa que David Bell, el protagonista de Americana, la primera novela de Don DeLillo, crea para la televisora en la que trabaja y cuyos episodios consisten únicamente en una persona contando su historia a la cámara, sin recurrir a ningún efecto.

Por su parte, en La cadena fácil, Dara usa el diálogo para crear su propia versión de un coro griego. Como El cuaderno perdido, es un relato multitudinario, colectivo, con la gran diferencia de que esta segunda novela tiene un personaje central, Lincoln Selwyn, descendiente de británicos que pasa su infancia y juventud en Holanda hasta que, por accidente, descubre a Allan Bloom y comienza a obsesionarse con la obra de éste y con el Comité sobre Pensamiento Social de la Universidad de Chicago (“leyó a Bloom de cabo a rabo y luego leyó sobre Bloom y Ravelstein y se interesó por la universidad de Chicago. Así de sencillo. Le cautivó la mística. En especial, dijo, el Comité”).

Selwyn se muda a Chicago para estudiar humanidades en la universidad, y su carisma extremo comienza a ganarle amistades y contactos. Posteriormente descubre la poca relación que existe entre el plan de estudios y la vida universitaria, por no hablar del mundo “real”, y tras un invierno arduo emerge como socialité que va escalando poco a poco los estratos sociales de su ciudad adoptiva. Luego desaparece, y gran parte de la novela consiste en personajes que disertan sobre su desaparición o hacen intentos por encontrarlo. Esta es a grandes rasgos la trama de La cadena fácil. La novela incorpora largos pasajes en blanco (originalmente cuarenta páginas, reducidas a once en la edición española de 2019) y secciones de poesía rítmica repetitiva inspirada, según su traductor, por Max Richter y Philip Glass.

La batalla del lenguaje

El último cuarto de El cuaderno perdido es el relato de la batalla entre los habitantes de Isaura (presumiblemente el pueblo –ficticio– de Misuri en el que ocurre el resto de las historias) y la compañía de químicos Ozark, cuyos bajos estándares de seguridad han provocado la liberación de agentes tóxicos con consecuencias terribles para la salud. La empresa busca chantajear ideológicamente a los pobladores de Isaura, insistiendo en que el flujo económico que genera es de vital importancia para la localidad. Gran parte de los habitantes apoyan a la compañía al inicio de las negociaciones, temerosos de que el cierre de la planta dañe económicamente a la comunidad.

Esta preocupación encuentra un eco en la premisa de Huir, tercera novela de Evan Dara, en la que el cierre de la universidad local, como consecuencia de la recesión económica de 2008, es el inicio del declive del municipio de Anderburg, en Vermont. Viñetas constituidas casi exclusivamente por diálogos construyen un relato colectivo que muestra la manera en la que diversos negocios comienzan a decaer o a cerrar, y las consecuencias emocionales en los habitantes. La novela hace ver, también, el silencio cómplice del Estado, que oculta durante meses el eventual cierre de la universidad. Entre los personajes surgen Rick y Carol, una pareja que inicialmente lucha contra la indeterminación económica y termina cayendo en esquemas cercanos a la estafa, ya sea persuadiendo a diversos habitantes de adaptar paneles solares a sus casas y negocios o con la creación de una agencia de empleo.

Evan Dara contrasta el cinismo del lenguaje empresarial con la vida cotidiana de las personas, muestra la imposibilidad de casar las ideologías imperantes con el mundo real. Los empresarios y los funcionarios gubernamentales crean estrategias para engañar a la población y someterla, y algunos de los mejores pasajes de estas novelas consisten en parodias del tipo de argumentos y construcciones ficticias que abogados y científicos a sueldo utilizan para defender los intereses de las empresas. Dara cree aún en la vanguardia como una alternativa que, si bien está objetivamente circunscrita al capitalismo, puede funcionar subjetivamente como una afrenta y un escape.

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‘El cuaderno perdido’ de Evan Dara

Hasta la fecha la editorial española Pálido Fuego ha publicado tres de las cuatro novelas del estadounidense Evan Dara (sin año de nacimiento conocido) –El cuaderno perdido (1995), La cadena fácil (2008) y Huir (2013)–, además de su única obra de teatro –Biografía provisional de Mose Eakins (2018). Permanent Earthquake (2021), su narración más reciente, será publicada por este sello en un futuro cercano.

Escritor más elusivo que Thomas Pynchon, de quien podríamos considerarlo, en parte, heredero, su experimentación formal es más arriesgada que la del autor de Mason y Dixon: Evan Dara es una especie de Jandek de la literatura. No se conoce ninguna fotografía suya, y lo más probable es que su nombre sea un seudónimo. Tampoco hay certeza sobre su género.

Se sabe, por la reseña de La cadena fácil de Tom LeClair, el crítico que acuñó el término “novela sistema” para definir la narrativa de autores como Don DeLillo o el propio Pynchon, lo siguiente: “el o la autora no revela nada más allá del seudónimo excepto que él o ella vive en París”. Es algo sorprendente en un siglo consagrado al culto de la imagen autoral, donde incluso Pynchon y sus agentes han sabido jugar con su caricatura de recluso. Dara le niega incluso eso a su posible público, y a cambio entrega únicamente literatura, acaso intentando que con su obra se cumpla por fin la “muerte del autor”.

Discontinuidades y superposiciones

El cuaderno perdido (publicada en español en 2015), primera novela de Evan Dara, ganó un concurso de novela, convocado por la editorial Fiction Collective 2, en el que William T. Vollmann fue parte del jurado. Desde su publicación se ha especulado libremente sobre la posibilidad de que Dara sea el novelista Richard Powers, con quien comparte ciertas preocupaciones temáticas, principalmente ligadas a la ecología y el uso de las nuevas tecnologías. No obstante, la prosa de Dara pertenece más bien al ámbito vanguardista, con exigencias estéticas y formales que no son constantes en Powers. La novela, pese al entusiasmo crítico que despertó, no se ha vuelto aún un referente como las obras con las que se le emparienta, principalmente La broma infinita.

El cuaderno perdido es una obra de discontinuidades y superposiciones, de señales interrumpidas. Quizá su imagen central sea un radio portátil (estamos hablando de una novela de los noventa) que está cambiando de frecuencia constantemente, o que incluso es invadido por emisiones piratas (“¿Qué está haciendo él dentro de mis auriculares?…y no pierdas tiempo en pulsar los botones…de Pausa ni de Stop…ni siquiera de Eject…porque yo seguiré aquí…”) que cuentan una multitud imparable de historias.

Preocupada por la elección de Reagan, al notar que el absentismo determinó una elección que podría haber tenido resultados distintos, una mujer emprende una campaña personal de encuestas a vecinos para entender por qué no votaron; es víctima de un arresto ciudadano por parte de uno de sus encuestados. Un hombre prepara un video en el que pretende superponer múltiples imágenes de la misma luciérnaga, para ayudar con un truco publicitario a una tienda local de electrónicos. Un hombre diserta sobre la obra de Harry Partch y se indigna de que no cuente con una entrada en cierta enciclopedia musical. Una mujer rememora al académico entusiasta de la obra de Lewis Mumford del que se enamoró. Un hombre recuerda el día en que sufrió un incidente violento en una gasolinería. Un hombre se pierde en el bosque y se encuentra con otro hombre de aspecto extraño que dice haber encontrado unas setas con la cara de John Cage. Alguien recuerda haber acompañado a Noam Chomsky a una entrevista fallida en un programa de la CBS llamado Face the Nation. Alguien recuerda el juicio a una tabacalera y reproduce la defensa cínica de los abogados de la compañía.

Relatos comunitarios

Lo que amalgama estas historias es que son narradas por personas de una misma comunidad, aunque no se conozcan entre ellas. Evan Dara opone, y El cuaderno perdido no es la única novela en la que lo hace, la singularidad de las vidas privadas al credo neoliberal según el cual todos somos sustituibles o intercambiables. Paradójicamente, busca también que el lector confunda los personajes, que no sepa en dónde termina una historia y comienza otra, insistiendo en un ethos múltiple, comunitario.

Al hablar sobre Rashōmon, uno de ellos comenta lo siguiente: “cuando terminó, por algún motivo, lloré; recuerdo que no quería que la película acabase, que no se resolviera de ninguna forma; yo quería que la película simplemente continuara, que continuara elaborando más versiones de su historia, que continuara produciendo más personajes para que así estos pudieran añadir sus opiniones sobre el relato”.

La novela establece de manera oblicua sus intenciones formales en historias que abordan temas tan arcanos como la obsesión por las variaciones del Beethoven tardío, las políticas de salud pública, la manera en la que las danzas húngaras que Bartók transcribió fueron mutiladas para poder ser adaptadas a la notación tradicional occidental, la percepción mediática de candidatos presidenciales o las consecuencias nefastas de la publicidad. El cuaderno perdido es tal vez precursora de la manera discontinua en la que las redes sociales aglomeran relatos banales, información histórica, relatos personales, reflexiones estéticas hechas por amateurs o iniciados, quejas políticas y ambientales.

El mecanismo del diálogo

Como ocurre en la mayoría de las novelas de William Gaddis, autor con el que se le ha comparado pero de cuya influencia reniega, el principal motor de las tres primeras novelas de Evan Dara es el diálogo, aunque en cada una lo utiliza de una manera distinta. El cuaderno perdido es un coro caótico, donde la siguiente línea de diálogo puede o no estar respondiendo a la anterior. En esta primera novela prima cierta oralidad desenfrenada, los párrafos son largos y casi todos, aunque estén puntuados por guiones, son principalmente monólogos, como si fuera un programa de entrevistas. Uno piensa en el programa que David Bell, el protagonista de Americana, la primera novela de Don DeLillo, crea para la televisora en la que trabaja y cuyos episodios consisten únicamente en una persona contando su historia a la cámara, sin recurrir a ningún efecto.

Por su parte, en La cadena fácil, Dara usa el diálogo para crear su propia versión de un coro griego. Como El cuaderno perdido, es un relato multitudinario, colectivo, con la gran diferencia de que esta segunda novela tiene un personaje central, Lincoln Selwyn, descendiente de británicos que pasa su infancia y juventud en Holanda hasta que, por accidente, descubre a Allan Bloom y comienza a obsesionarse con la obra de éste y con el Comité sobre Pensamiento Social de la Universidad de Chicago (“leyó a Bloom de cabo a rabo y luego leyó sobre Bloom y Ravelstein y se interesó por la universidad de Chicago. Así de sencillo. Le cautivó la mística. En especial, dijo, el Comité”).

Selwyn se muda a Chicago para estudiar humanidades en la universidad, y su carisma extremo comienza a ganarle amistades y contactos. Posteriormente descubre la poca relación que existe entre el plan de estudios y la vida universitaria, por no hablar del mundo “real”, y tras un invierno arduo emerge como socialité que va escalando poco a poco los estratos sociales de su ciudad adoptiva. Luego desaparece, y gran parte de la novela consiste en personajes que disertan sobre su desaparición o hacen intentos por encontrarlo. Esta es a grandes rasgos la trama de La cadena fácil. La novela incorpora largos pasajes en blanco (originalmente cuarenta páginas, reducidas a once en la edición española de 2019) y secciones de poesía rítmica repetitiva inspirada, según su traductor, por Max Richter y Philip Glass.

La batalla del lenguaje

El último cuarto de El cuaderno perdido es el relato de la batalla entre los habitantes de Isaura (presumiblemente el pueblo –ficticio– de Misuri en el que ocurre el resto de las historias) y la compañía de químicos Ozark, cuyos bajos estándares de seguridad han provocado la liberación de agentes tóxicos con consecuencias terribles para la salud. La empresa busca chantajear ideológicamente a los pobladores de Isaura, insistiendo en que el flujo económico que genera es de vital importancia para la localidad. Gran parte de los habitantes apoyan a la compañía al inicio de las negociaciones, temerosos de que el cierre de la planta dañe económicamente a la comunidad.

Esta preocupación encuentra un eco en la premisa de Huir, tercera novela de Evan Dara, en la que el cierre de la universidad local, como consecuencia de la recesión económica de 2008, es el inicio del declive del municipio de Anderburg, en Vermont. Viñetas constituidas casi exclusivamente por diálogos construyen un relato colectivo que muestra la manera en la que diversos negocios comienzan a decaer o a cerrar, y las consecuencias emocionales en los habitantes. La novela hace ver, también, el silencio cómplice del Estado, que oculta durante meses el eventual cierre de la universidad. Entre los personajes surgen Rick y Carol, una pareja que inicialmente lucha contra la indeterminación económica y termina cayendo en esquemas cercanos a la estafa, ya sea persuadiendo a diversos habitantes de adaptar paneles solares a sus casas y negocios o con la creación de una agencia de empleo.

Evan Dara contrasta el cinismo del lenguaje empresarial con la vida cotidiana de las personas, muestra la imposibilidad de casar las ideologías imperantes con el mundo real. Los empresarios y los funcionarios gubernamentales crean estrategias para engañar a la población y someterla, y algunos de los mejores pasajes de estas novelas consisten en parodias del tipo de argumentos y construcciones ficticias que abogados y científicos a sueldo utilizan para defender los intereses de las empresas. Dara cree aún en la vanguardia como una alternativa que, si bien está objetivamente circunscrita al capitalismo, puede funcionar subjetivamente como una afrenta y un escape.

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jueves, 27 de junio de 2024

La muerte no envejece

Aunque se suele arrojar con la tranquilidad de un dato sobre el clima, el dictamen acerca de qué tan bien envejece una obra es siempre arbitrario. Sobre todo, debería ser fluctuante: su relación con el tiempo no puede empeorar o mejorar linealmente, porque la marcha del tiempo tampoco es así. Su aproximación o su alejamiento o respecto del espíritu de una época dada (otro invento arbitrario, por cierto) puede seguir, como uno de muchos cursos posibles, el de varias intersecciones espaciadas de forma irregular.

Se da por sentado que la música envejece mal cuando fue planteada para causar miedo y para abrumar, ya sea que lo haya logrado o no. En el primer caso, su envejecimiento suele marchar al mismo ritmo que el de los medios técnicos con los que fue creada y su decrepitud llega cuando esos medios son reemplazados por otros, mucho más adecuados para el fin de atemorizar. En el segundo, cuando no logra atemorizar ni siquiera al momento de su lanzamiento, se puede decir que nació muerta, a menos que tenga la virtud del humor involuntario.

Una explicación sencilla de la caducidad de estas obras apunta al hecho de que la vida colectiva se ha deteriorado aceleradamente en las últimas décadas y que las ideas en torno del porvenir inspiran hoy (mucho) más miedo que en cualquier otro momento de la historia reciente. Eso también volvería comprensible el hecho de que el pop más inofensivo de la era preirónica, aquel que parecía estar hecho sólo de candor y evasión, en infinitas permutaciones, sea recordado como entrañable, a pesar de sonar completamente fuera de sintonía respecto de nuestra época. Una obsolescencia benigna. No se ve con la misma benevolencia a la mayor parte de los discos que tenían como vocación espantar a los vecinos hace algunas décadas.

¿Por qué, entonces, la obra de Diamanda Galás parece conservar su poder intacto? Cuando se publicó The Litanies of Satan, hace 42 años, se corrió la voz a la velocidad de un incendio: uno de los discos más terroríficos que se han grabado, quién sería capaz de soportarlo en toda su duración y así sucesivamente. Como con los libros que se hacen una reputación de “difíciles”, se comentaba mucho más de lo que se le escuchaba. Poco después su autora se volvió una referencia fácil de la música extrema, hasta el grado de que se podía pasar por alto su discurso, incluso su sonido, a la hora de colocarla como punto de referencia. Hasta hoy, mencionar su nombre en una conversación con gente más o menos informada acerca del asunto puede encontrarse con un giro de ojos hacia el cielo y sospechas de postureo.

Lo cierto es que sólo una pequeña parte de su fuerza residía en su capacidad de intimidación. Cuando se retiraba la capa de efectismo siempre había una historia y una postura política sólida, que se relacionaban con los recursos sonoros en formas que aumentaban su intensidad combinada, en vez de desviar la atención de uno u otro aspecto. Y estaba, claro, su voz, un  instrumento que no tiene parientes cercanos y que, aunque descriptible, jamás será abarcable con palabras.

Un aspecto clave de su obra es que su referencia constante a la violencia, tanto en las palabras como en el registro aural (y en la presentación de los aspectos, digamos, extramusicales), nunca se ha planteado como una forma de volverla un objeto de fascinación. Su postura ha estado más cercana siempre a la condena de los responsables de esa violencia y a (una palabra que tal vez no mucha gente asociaría con la brutalidad de su música) la empatía hacia sus víctimas. Para esto ha echado mano de medios artísticos que, aun si alguien más tuviera a su disposición, pocas veces se atrevería a blandirlos. En otras palabras, desde sus inicios como artista ha operado en el extremo opuesto de la hipocresía con que tantas estrellas se suben a causas, así llamadas, sociales.

Hace unos días Diamanda Galás publicó In Concert, el más reciente de una serie de álbumes suyos, grabados en vivo, en los que no aparecen más instrumentos que su voz y el piano. En él hay canciones que provienen de geografías, lenguas y momentos variados. La primera, “O Prosfigas”, hace referencia al desplazamiento (y posterior exterminio) al que fueron sometidos los pueblos armenio, asirio, yazidi, griego, azerí y otros del Oriente Medio entre 1914 y 1923. En una entrevista publicada en la revista The Quietus refiere cómo esta ola de masacres, conocida desde entonces con el nombre de Holokaftoma, fue silenciada por los motores de búsqueda más usados en Internet. Desde hace unos meses esa denominación aparece como traducción del Holocausto del pueblo judío, ocurrido más tarde (entre 1941 y 1945).

El mismo fin de presentar la memoria descarnada y evadir la cursilería está presente en su interpretación de “La Llorona”, que da un revés saludable a todas las versiones exotizantes, sedientas de turismo, que han proliferado en años recientes. En la única intervención hablada que registra In Concert, Diamanda Galás la dedica a las víctimas de feminicidios en México, haciendo referencia al miedo con el que caminan las mujeres trabajadoras por la noche, al llegar el fin de la jornada.

Cada momento del álbum muestra que la cualidad estremecedora de su voz no ha sufrido ni la menor pérdida, aunque sí una transformación: la agitación eléctrica que tenía en la juventud se ha modulado para pulir sus filos. No hay forma correcta de envejecer, podría decirnos el cambio en su voz, salvo la conciencia de sí y el dominio propio, la lucidez como forma de resistencia, la capacidad de reír. La muerte, como tema, tampoco envejece, siempre que se le aborde con sinceridad. Al reflexionar sobre las cualidades oscuras que ella aprecia en la música country, de una forma que podría funcionar como un comentario de su propia sensibilidad, ella cita un parlamento de la Muerte: “Ha llegado tu hora. Lo siento, pero es que estoy hambrienta. Y no quieres que muera de hambre, ¿verdad?”.

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