Nueva York y la década de los ochenta han sido, en el imaginario fílmico, inspiración para historias centradas en el crimen, la corrupción y la violencia. El famoso apagón de 1977 que dejó a oscuras a gran parte de la ciudad, la debacle financiera en Estados Unidos, la ola de calor de aquel año y la paranoia por asesinos seriales como el famoso “Hijo de Sam” inauguró una época que profundizaría sus crisis durante los años siguientes. Por otro lado, la Gran Manzana se hizo famosa por las constantes desapariciones de niños, casos que muchas veces no fueron resueltos. Algunos de estos dramas que dejaron familias rotas son, en la actualidad, retratados en documentales y trabajos periodísticos.
La guionista Abi Morgan tomó como referencia este escenario para crear Eric, una miniserie de seis episodios dirigida por Lucy Forbes y estrenada en la plataforma Netflix recientemente. La historia, a pesar de tener varias ramificaciones, podría entenderse como una representación dual del interior-exterior, el arriba-abajo que se despliega a nivel personal y a nivel colectivo: aquello que escondemos como personas y que, de pronto, explota a través de una catarsis y aquello que la sociedad quiere esconder, pero que encuentra, por diferentes motivos, un escape al mundo de afuera.
En términos más explícitos, la trama aborda el tópico de una desaparición y la lucha por resolver el misterio propio del thriller convencional: el famoso titiritero Vincent Anderson –interpretado por un solvente aunque a ratos hiperbólico Benedict Cumberbatch– pierde a su hijo Edgar después de que éste huye de su casa, harto de la relación problemática de sus padres. Este detonante hará que Vincent y Cassie –la madre de familia interpretada por Gaby Hoffmann– comiencen una búsqueda que, simultáneamente, nos mostrará los conflictos y demonios personales de otros personajes como el detective encargado del caso, Michael Ledroit, interpretado por McKinley Belcher III. Alrededor de ellos no sólo aparecen los habitantes de las cloacas de Nueva York –donde presumiblemente está Edgar– sino los asistentes a un club nocturno, además de otra desaparición, la de Marlon Rochelle, un muchacho afroamericano cuya investigación se desarrolla aunque con menor peso en los capítulos de la miniserie.
Después de la desaparición de su hijo, conforme avanza la investigación, el misterio compite en interés con la vida de Vincent y su relación con Good Day Sunshine, un exitoso programa de televisión infantil basado en sus marionetas. Edgar, antes de huir, le propone a su padre la creación de Eric, un nuevo personaje cuya fisonomía recuerda a Sulley, uno de los protagonistas de la película Monsters, Inc. Eric es un monstruo tímido que replica el estereotipo del rechazado por la sociedad, ya que no encaja en la normalidad dominante. También representa varios símbolos que definen a Vincent: su instinto de autodestrucción gracias a un alcoholismo voraz y la voz de su padre autoritario –un magnate inmobiliario– cuyo poder lo intimida, entre otros. Sin embargo, la paranoia del artista genial pero atormentado y disfuncional para su familia parece superficial frente a las otras tramas que involucran temas como la homofobia, el racismo, el abuso de menores y el discurso de odio contra los pobres. Vincent, en todo caso, vive su propio descenso a los infiernos –acompañado por alucinaciones y culpas representadas por Eric– mientras explora las entrañas del metro neoyorquino siguiendo las pistas que le deja su hijo. Su búsqueda, a pesar de la catarsis, se desarticula del marco general de la narración.
Eric, en su afán de hacer justicia, cede al maniqueísmo propio de las historias que quieren dejar en claro que están del lado correcto. Por esta razón, por ejemplo, los empresarios depredadores son caricaturizados y no se evidencia la normalización y la idealización que existe en torno a ellos. No hay que olvidar que, justamente en la década de los ochenta, Donald Trump incrementó su fortuna gracias a la rendición del poder público a los intereses empresariales, en particular en el tema de la vivienda. Esto generó un cruel proceso de gentrificación que expulsó a muchos neoyorquinos. Así pues, Eric responde a la necesidad, cada vez más acuciante, de vincular el entretenimiento fílmico con causas sociales, como la desigualdad y sus orígenes, para satisfacer a un sector de la audiencia que busca historias que la lleven a cuestionar, aunque sea de forma más o menos superficial, a la sociedad estadounidense, paradigma del capitalismo global cuyos beneficios llegaron a muy pocos.
Conforme avanzan los capítulos la miniserie cede a una resolución fácil: los buenos expulsan a los corruptos como debe ser y la élite depredadora es encarcelada y expuesta al público ávido de justicia. La pretendida crítica naufraga, justamente, con la resolución de la trama principal, pues la guionista nos receta la moraleja necesaria para edulcorar el reencuentro entre el padre descarriado y el hijo que, de forma inverosímil, escapa a un destino casi fatal: el cambio está en uno mismo y sólo basta un acto de contrición público –en este caso en un parque en medio de activistas que exigen vivienda para los más pobres– para que la normalidad aterrice, suavemente, en las vidas de la familia Anderson, aunque el rompimiento de la pareja sea ya inevitable, así como la expulsión de los indeseables de las cloacas de la ciudad.
Como último apunte conviene hablar de la perspectiva o el foco de la historia. Si miramos con ojo crítico –lejos de la manipulación emocional propia de este tipo de producciones en las que la expectativa del público es tener un final feliz–, la reivindicación que se intenta hacer de la otra desaparición, la de Marlon Rochelle, es problemática no sólo por el final triste (su muerte a manos de la mafia político-empresarial) sino por la resignación que tiene como única vía de expresión lo testimonial, no lo político. Queda la sensación, al final de la miniserie, que esta historia no sirvió como contrapeso real de la desaparición del niño blanco –nieto, a la postre, de uno de los magnates de la ciudad– sino como un espacio muy acotado para afirmar una obviedad: las tragedias de las minorías marginadas no importan y dependen de un golpe de fortuna y esfuerzos casi suicidas para que el sistema de justicia active sus engranajes.
El héroe de la miniserie, en todo caso, no es el titiritero, sino Yussuf (interpretado por Bamar Kane), un grafitero seguido por Edgar hasta las profundidades del metro. Este personaje, cuya sola existencia es una amenaza para la Nueva York de los rascacielos y las tiendas de moda, protege a Edgar en los momentos de más peligro. Para él no hay reivindicación al final y desaparece de la trama, como un fantasma, así como desaparecen los personajes indeseables para la élite corrupta que quiere limpiar a Nueva York de aquello que contradice su visión de progreso. En este sentido, la ficción de Eric no plantea caminos nuevos sino que corre de forma paralela a lo ocurrido en la Nueva York de los ochenta, cuyos efectos son aún más evidentes en nuestros días.
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