jueves, 6 de junio de 2024

Los sonidos de lo sombrío

En el contexto del centenario luctuoso de Franz Kafka recuperamos una serie de textos aparecidos en nuestra edición impresa en años pasados. Iniciamos con un texto de Mauricio Pilatowsky sobre su literatura (no. 29, marzo-abril de 2003) y seguimos con un dossier dedicado a la influencia del autor checo en otras disciplinas: artes visuales, cine, artes escénicas y música. Este ensayo del escritor y crítico musical argentino Diego Fischerman se publicó en el número 62 (septiembre-octubre de 2008) de La Tempestad.

Nada podría ser peor para un nombre propio que convertirse en adjetivo. Nada más banal y más alejado del mundo de Federico Fellini, por ejemplo, que lo “felliniano”. Y pocas cosas resultan más previsibles, menos inquietantes y, desde ya, más distantes de Franz Kafka que lo “kafkiano”, incluyendo aquella broma según la cual, de haber vivido el escritor en ciertos países latinoamericanos, habría sido costumbrista. Es obvio, ni la dolorosa contención de su estilo ni las lacónicas imágenes ni esa cualidad descarnada de la prosa, irreductible a las adaptaciones, puede traspasar las barreras del lugar común. El verdadero terror de Kafka no llega a lo kafkiano y, tal vez por eso, él es, entre los grandes escritores del siglo XX, el que menos ha llegado a la música.

Grandes posibles libretos de ópera, como El castillo o El proceso –con el antecedente, además, de un filme absolutamente operístico dirigido por Orson Welles–, han pasado desapercibidos o, simplemente, han rechazado cualquier clase de pasaje a otro lenguaje que no sea el propio, hasta hace relativamente poco, cuando Philippe Manoury compuso K… (2001), basada en la segunda novela. Existen las Metamorfosis (1988) que Philip Glass escribió para piano como música incidental para la puesta teatral de ese cuento realizada por Gerald Thomas. El húngaro György Kurtág, que recurre a varios textos extraídos de las cartas del escritor, aclara que no realizó selecciones ni antologías sino que extrajo “fragmentos”, y así bautizó su opus 24, una serie de bellísimas miniaturas para soprano y violín: Fragmentos de Kafka (1985-86).

El verdadero terror de Kafka no llega a lo kafkiano y, tal vez por eso, él es, entre los grandes escritores del siglo XX, el que menos ha llegado a la música.

Y el alemán Heiner Goebbels construyó –casi literalmente– su pieza orquestal D y C inspirándose en “El escudo de la ciudad”, un cuento corto que cierra con una frase transcrita por el propio Goebbels: “Todas las leyendas y canciones que se han creado en esa ciudad hablan de un vaticinio según el cual será aniquilada por cinco golpes sucesivos de un puño gigantesco. Es por eso que en el escudo de la ciudad hay un puño”. D y C es parte de la obra Ciudades sucedáneas (1994) junto a una Suite para sampler y orquesta, tres canciones con textos de Heiner Müller basados en Horacio, otra sobre palabras de Hugo Hamilton y una última que surge de un extracto de El país de las últimas cosas de Paul Auster.

Más allá del catálogo, es interesante ver qué hay en estas músicas de lo que Jorge Luis Borges llama “el Kafka de los mitos sombríos y las instituciones atroces”. Podría hacerse un chiste, tal vez injusto, acerca del terror cotidiano que anida en el minimalismo un poco pueril de Philip Glass. O podría señalarse la opresividad de las texturas en Goebbels. Y sus ritmos obsesivos, un poco a la manera de Bernard Herrmann (que, de paso, fue el músico de la película de Welles). Pero, si se piensa la canción como una traducción, en los términos en que gusta hablar de ella George Steiner, el trabajo de Kurtág, que recorta los textos de los diarios y de las cartas a Milena Jesenská y se ocupa de precisar que “el orden de las piezas está determinado por razones musicales; las relaciones textuales son secundarias”, resulta ejemplar.

Es claro que esos textos, así como dejaron de ser anotaciones y cartas para convertirse en ficción –al fin y al cabo qué importa que su personaje principal haya sido real–, dejan de ser literatura para investirse con las cualidades de la música.

Es claro que esos textos, así como dejaron de ser anotaciones y cartas para convertirse en ficción –al fin y al cabo qué importa que su personaje principal haya sido real–, dejan de ser literatura para investirse con las cualidades de la música. Y la brevedad de las piezas opera, en ese aspecto, en un sentido contrario al de Anton Webern. Lejos de intentar contener un universo y de concentrar la materia en su grado máximo de pureza, lo que hace es hablar de la imposibilidad de abarcar un todo. Sus miniaturas son, precisamente, aquello que enuncian: fragmentos. En todo caso, hay allí algo que remite sin duda a los personajes de Kafka, para quienes las leyes generales son siempre esquivas, aunque sufran sus consecuencias particulares.

Manoury también recurre, en algún sentido, al fragmento. K…, escrita para trece cantantes a cargo de diecinueve papeles, orquesta y electrónica en tiempo real, y estrenada en la Ópera de la Bastilla de París en 2001, está construida en doce escenas. No se sabe cuánto tiempo transcurre entre una y otra pero cada una de ellas repite, en muchos aspectos, lo sucedido en la anterior. Algunos, como el crítico Pierre Gervasoni, de Le Monde, encontraron allí auténtica unidad teatral. Otros, como Jacques Doucelin, de Le Figaro, señalaron que no se trata “de una ópera sino de una atmósfera”.

El mundo intelectual y, en particular, los compositores cercanos al pope Pierre Boulez, celebraron el postexpresionismo, que relee creativamente el legado del Wozzeck de Alban Berg, su magistral escritura y la manera en la que entabla un fructífero diálogo entre las voces, la orquesta y la electrónica –dieciséis pistas distribuidas en dieciséis bocinas ubicadas en diferentes lugares de la sala. “Me gusta el carácter fragmentario de la novela, la ambigüedad respecto al orden de los capítulos, que no fue decidido por su autor, el que haya un encadenamiento lógico de los hechos pero que esa lógica sea retorcida, sinuosa. En música intento expresar lo mismo: sé adónde quiero llegar, pero el camino a recorrer me es totalmente desconocido”, explica Manoury.

“Me gusta el carácter fragmentario de la novela, la ambigüedad respecto al orden de los capítulos, que no fue decidido por su autor, el que haya un encadenamiento lógico de los hechos pero que esa lógica sea retorcida, sinuosa. En música intento expresar lo mismo: sé adónde quiero llegar, pero el camino a recorrer me es totalmente desconocido”, explica Philippe Manoury.

El compositor y sus libretistas, Bernard Pautrat y André Engel, debieron descartar escenas. Nuevamente, la música como traducción: “Debimos cortar, por ejemplo, la discusión entre el abad y Josef K. sobre las Tablas de la Ley. Es un gran pasaje del libro, pero no funciona dentro de la ópera. Y era un diálogo de más de 20 minutos. K… tiene una importante fragmentación temporal, muchas de las escenas se encadenan sin transición, como por corte cinematográfico. Eso ha sido difícil de resolver en la puesta en escena”. La electrónica resultó fundamental no sólo como recurso tímbrico sino como material constructivo: “La ópera es experimental desde distintos puntos de vista: utiliza nuevas técnicas de espacialización, emplea nuevos métodos de síntesis vocal, integra sonidos concretos de la acción dramática como elementos musicales. Se trataba de crear un espacio y un movimiento sonoro que modificaran nuestra percepción habitual de la ópera como género”. Lo cierto es que éste es el intento más serio en ese campo desde una obra cuyos lazos con Kafka son fuertemente mencionados aunque, claro, su libreto no pertenece al autor checo sino al hábil compositor francés.

El cónsul, estrenada por Gian Carlo Menotti en 1950, explicita aquello que en el escritor es elusivo. La referencia política, en El proceso, corre por cuenta del lector. Kafka confía en –y necesita– la lectura del otro, como lo prueban sus cartas casi continuas a Felice Bauer. “¿Será cierto que uno puede atar a una muchacha con la escritura?”, se preguntaba en una carta a Max Brod. Menotti, en cambio, con sentido del espectáculo y, también, de la ocasión que le brinda la Guerra Fría, reescribe El proceso pero sin ambigüedades. Está la opresión de lo repetido, pero falta el terror de lo innombrado. Si bien es cierto que el famoso cónsul del título nunca llega a verse, su sombra se trasluce a través de una puerta que atravesará, poco después, el agente de la policía secreta. Hay, en todo caso, razones para lo que en el mundo de Kafka ocurre. La traducción de El proceso que realiza Manoury, al igual que los fragmentos de Kurtág y la ciudad de Goebbels, son, también, de Kafka. El cónsul de Menotti es, simplemente, la ópera más “kafkiana” que Puccini no llegó a escribir.

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