miércoles, 5 de junio de 2024

Víctor Erice: un árbol recuerda ser semilla

El paisaje que rodea a Ezcaray, un pueblo riojano diminuto cercado por montañas, apenas ha cambiado en los últimos cuarenta o cincuenta años. No llega –ni llegó nunca– a tener tres mil habitantes. Lo que ha cambiado es España, el mundo y algunos nombres, aunque los lugares sigan siendo en esencia los mismos. En uno de los caminos al oeste del poblado, el que sale hacia Valgañón –y si uno maneja lo suficiente, a Burgos– hay una casa blanca de reja azul que hace tiempo era de piedra, con reja negra. Se llama Villa Carmen, pero hace cuatro décadas, durante casi cuarenta días de invierno en 1982, se llamó La Gaviota, y el camino frente a ella La Frontera, cuando Víctor Erice y Elías Querejeta filmaban ahí El sur (1983) sin llegar a terminarla nunca.

Los campos de Ezcaray son hoy los mismos que recorría en bicicleta Estrella (Sonsoles Aranguren y después, adolescente, Icíar Bollaín) en busca del padre melancólico (Omero Antonutti) que se escondía en cines y bares para suspirar sus secretos. Ahí, entre la niebla baja y los árboles secos, también había algo del paisaje vasco en el que nació y creció Erice, criado en San Sebastián, que pasaría la vida entera recobrando el misterio irrepetible de las salas de cine que se visitan en la infancia, desaparecen y se convierten en fantasmas.

Cuando Víctor Erice nació en Vizcaya, en 1940, no habían pasado tres años desde que el poblado vecino, Guernica, amaneciera un día hecho ceniza y sangre seca. En la España norteña de su infancia el franquismo, ya vencedor, crecía como larva incrustada en cada aspecto de la vida privada o pública. La tristeza de la derrota, el miedo, la reclusión eran como humedad pegada a todas las paredes y techos, debajo de las puertas y las camas, en el olor de las sábanas. Pero no en el cine, que además de ser una experiencia popular y comunitaria tan inédita en la España fascista como en cualquier otro lugar del mundo, era como el marco de una ventana que se asomaba a la libertad de otros paisajes: los de Hawks o Curtis, Chaplin, El gordo y el flaco o los monstruos de la Universal.

Víctor Erice

Fotograma de El sur (1983), de Víctor Erice

Hay una imagen que recorre los tres largometrajes de ficción de Erice: el plano medio de alguien que observa una pantalla en la oscuridad, desde el fondo de su propia inocencia, como absorbido por la luz. En El espíritu de la colmena (1973) son dos hermanas que se abren al mundo; en El sur (1983) es el padre que suspira por una actriz que pudo o no haberlo querido alguna vez; en Cerrar los ojos (2023), un hombre sin recuerdos –otra forma de infancia– se observa a sí mismo en una pantalla y, por un instante, parece recordar. La sala de cine, intimidad que libera, tiniebla compartida con desconocidos.

Sucede sobre todo en La morte rouge (2006), un cortometraje casi autobiográfico no por la fidelidad a los hechos sino por la transparencia con que evoca las memorias juveniles que se construyen a través de películas, planos, imágenes y sonidos hasta confundirse con la realidad o la memoria: algo similar a lo que le pasa a Ana (Ana Torrent) al confundir al partisano de la República con el monstruo de Frankenstein o a Estrella, en El sur, que no llega a estar segura si los recuerdos junto a su padre se parecen más a lo que pasó o a lo que hubiera querido ella. Cerrar los ojos vuelve al tema de la memoria como un territorio íntimo, engañoso y cubierto por bruma, al cual nos anclamos mediante la ilusión de los objetos materiales: la fotografía de una niña actriz, el péndulo regalado por el padre, las ruinas de una sala de cine o el propio celuloide como prueba de que vivimos, existimos y alguien, algún día, habrá de recordarnos.

En la España de Erice las películas no tienen tiempo ni fecha porque siempre llegaban tarde, pero también porque en la infancia perpetua de sus personajes las imágenes siempre suceden en presente; por eso habitan la memoria, pero no como fantasmas. El díptico inicial de aquellas películas legendarias vuela alrededor de la infancia, el primer descubrimiento del mundo y la absorción de las sensaciones que nos impregnan en esos años formativos: si la memoria fuera un árbol de tronco robusto, Erice nos invitaría a tocar su corteza con los ojos cerrados para imaginar no las ramas sino la semilla sembrada años atrás. Por eso en Cerrar los ojos germinan dos formas de volver al origen –al origen-infancia, pero también al origen de su filmografía. Los protagonistas son hombres maduros, uno que no recuerda nada (José Coronado) y otro que no puede deshacerse de recuerdos (Manolo Solo). Tiempo atrás, en otra vida y otra España que acababa de renacer y liberarse, el cine era el país que ambos habitaban, uno como actor, el otro dirigiendo.

Víctor Erice

Fotograma de El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice

Jorge Oteiza, donostiarra como Erice y amigo cercano, pensaba que los artistas sólo pueden pertenecer a dos linajes: los de aire y los de tierra. Si uno se atiene no sólo a las tres ficciones ericeanas sino a El sol del membrillo (1992), el mediometraje Vidrios rotos: pruebas para una película en Portugal (2012) o la correspondencia audiovisual que sostuvo con Abbas Kiarostami (Correspondencias, 2006), Victor Erice pertenece a la segunda especie, que declinó la posibilidad de volar, fluir y transformarse –como podrían ser Godard o Welles– porque eligió sembrarse, enraizar y modificar para siempre el paisaje que lo circunda. Como los árboles estacionales que solo florean o dan fruto en temporada –el membrillo en primavera–, Erice es un cineasta-pintor que sólo filma cuando es absolutamente necesario, ni antes ni después. Si en medio pasan diez años, nueve o cuarenta no es un problema; sencillamente no había suelo, clima ni luz para ello.

En ese sentido, el tiempo para medir la producción de Erice y su permanencia no tendría que medirse en períodos coyunturales o a partir de la idea de un cineasta que evoluciona o se transforma en la medida en que fluye su época. Ni El espíritu de la colmena ni El sur ni El sol del membrillo son películas ancladas en su tiempo –como sí lo son, entre muchas, Arrebato (1979), el primer Saura o el Almodóvar de la Movida–; son, en todo caso, árboles que parecen haber estado siempre ahí mientras el paisaje a su alrededor va cambiando.

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