Aunque se suele arrojar con la tranquilidad de un dato sobre el clima, el dictamen acerca de qué tan bien envejece una obra es siempre arbitrario. Sobre todo, debería ser fluctuante: su relación con el tiempo no puede empeorar o mejorar linealmente, porque la marcha del tiempo tampoco es así. Su aproximación o su alejamiento o respecto del espíritu de una época dada (otro invento arbitrario, por cierto) puede seguir, como uno de muchos cursos posibles, el de varias intersecciones espaciadas de forma irregular.
Se da por sentado que la música envejece mal cuando fue planteada para causar miedo y para abrumar, ya sea que lo haya logrado o no. En el primer caso, su envejecimiento suele marchar al mismo ritmo que el de los medios técnicos con los que fue creada y su decrepitud llega cuando esos medios son reemplazados por otros, mucho más adecuados para el fin de atemorizar. En el segundo, cuando no logra atemorizar ni siquiera al momento de su lanzamiento, se puede decir que nació muerta, a menos que tenga la virtud del humor involuntario.
Una explicación sencilla de la caducidad de estas obras apunta al hecho de que la vida colectiva se ha deteriorado aceleradamente en las últimas décadas y que las ideas en torno del porvenir inspiran hoy (mucho) más miedo que en cualquier otro momento de la historia reciente. Eso también volvería comprensible el hecho de que el pop más inofensivo de la era preirónica, aquel que parecía estar hecho sólo de candor y evasión, en infinitas permutaciones, sea recordado como entrañable, a pesar de sonar completamente fuera de sintonía respecto de nuestra época. Una obsolescencia benigna. No se ve con la misma benevolencia a la mayor parte de los discos que tenían como vocación espantar a los vecinos hace algunas décadas.
¿Por qué, entonces, la obra de Diamanda Galás parece conservar su poder intacto? Cuando se publicó The Litanies of Satan, hace 42 años, se corrió la voz a la velocidad de un incendio: uno de los discos más terroríficos que se han grabado, quién sería capaz de soportarlo en toda su duración y así sucesivamente. Como con los libros que se hacen una reputación de “difíciles”, se comentaba mucho más de lo que se le escuchaba. Poco después su autora se volvió una referencia fácil de la música extrema, hasta el grado de que se podía pasar por alto su discurso, incluso su sonido, a la hora de colocarla como punto de referencia. Hasta hoy, mencionar su nombre en una conversación con gente más o menos informada acerca del asunto puede encontrarse con un giro de ojos hacia el cielo y sospechas de postureo.
Lo cierto es que sólo una pequeña parte de su fuerza residía en su capacidad de intimidación. Cuando se retiraba la capa de efectismo siempre había una historia y una postura política sólida, que se relacionaban con los recursos sonoros en formas que aumentaban su intensidad combinada, en vez de desviar la atención de uno u otro aspecto. Y estaba, claro, su voz, un instrumento que no tiene parientes cercanos y que, aunque descriptible, jamás será abarcable con palabras.
Un aspecto clave de su obra es que su referencia constante a la violencia, tanto en las palabras como en el registro aural (y en la presentación de los aspectos, digamos, extramusicales), nunca se ha planteado como una forma de volverla un objeto de fascinación. Su postura ha estado más cercana siempre a la condena de los responsables de esa violencia y a (una palabra que tal vez no mucha gente asociaría con la brutalidad de su música) la empatía hacia sus víctimas. Para esto ha echado mano de medios artísticos que, aun si alguien más tuviera a su disposición, pocas veces se atrevería a blandirlos. En otras palabras, desde sus inicios como artista ha operado en el extremo opuesto de la hipocresía con que tantas estrellas se suben a causas, así llamadas, sociales.
Hace unos días Diamanda Galás publicó In Concert, el más reciente de una serie de álbumes suyos, grabados en vivo, en los que no aparecen más instrumentos que su voz y el piano. En él hay canciones que provienen de geografías, lenguas y momentos variados. La primera, “O Prosfigas”, hace referencia al desplazamiento (y posterior exterminio) al que fueron sometidos los pueblos armenio, asirio, yazidi, griego, azerí y otros del Oriente Medio entre 1914 y 1923. En una entrevista publicada en la revista The Quietus refiere cómo esta ola de masacres, conocida desde entonces con el nombre de Holokaftoma, fue silenciada por los motores de búsqueda más usados en Internet. Desde hace unos meses esa denominación aparece como traducción del Holocausto del pueblo judío, ocurrido más tarde (entre 1941 y 1945).
El mismo fin de presentar la memoria descarnada y evadir la cursilería está presente en su interpretación de “La Llorona”, que da un revés saludable a todas las versiones exotizantes, sedientas de turismo, que han proliferado en años recientes. En la única intervención hablada que registra In Concert, Diamanda Galás la dedica a las víctimas de feminicidios en México, haciendo referencia al miedo con el que caminan las mujeres trabajadoras por la noche, al llegar el fin de la jornada.
Cada momento del álbum muestra que la cualidad estremecedora de su voz no ha sufrido ni la menor pérdida, aunque sí una transformación: la agitación eléctrica que tenía en la juventud se ha modulado para pulir sus filos. No hay forma correcta de envejecer, podría decirnos el cambio en su voz, salvo la conciencia de sí y el dominio propio, la lucidez como forma de resistencia, la capacidad de reír. La muerte, como tema, tampoco envejece, siempre que se le aborde con sinceridad. Al reflexionar sobre las cualidades oscuras que ella aprecia en la música country, de una forma que podría funcionar como un comentario de su propia sensibilidad, ella cita un parlamento de la Muerte: “Ha llegado tu hora. Lo siento, pero es que estoy hambrienta. Y no quieres que muera de hambre, ¿verdad?”.
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