Son músicos tan dispares que parecería ocioso y hasta absurdo ponerlos lado a lado, pero lo que sorprende de contrastar a Aaron Copland con Pierre Boulez no son tanto las diferencias, que son abismales, sino lo que alcanzaban a tener en común: la política. Si Copland se esforzaba por crear una obra que pudiera conectar con la clase trabajadora, el mote favorito de Boulez para todo músico que reculara ante la exploración formal era, sin más, “fascista”. Una anécdota narrada por Alex Ross cristaliza la relación entre ambos: cuando Copland visitó el departamento de Boulez en París, donde este le tocó su Sonata para piano no. 2, al terminar de escucharla preguntó: “Pero ¿acaso debemos hacer una revolución otra vez?”. “Por supuesto”, respondió Boulez, “sin piedad”.
La divergencia (y afinidad) entre ambos salta a la vista al leer El ruido eterno (2007) de Ross. En el libro subyace una postura extrañamente conservadora –y digo extraña porque se trata de una historia de la música de un siglo que correría justamente en la dirección opuesta–, perceptible en su decisión de poner como pórtico, como los iniciadores de la música del XX, a Richard Strauss y Gustav Mahler, en vez de considerarlos las últimas huellas del XIX; en dedicar capítulos enteros a Sibelius y Britten; en su tímida pero clara aversión hacia Theodor Adorno y su Filosofía de la nueva música; y finalmente, aunque esto se puede explicar por la nacionalidad de Ross, en su desproporcionada atención a la música de concierto de los Estados Unidos. Pero fue esto, su insistencia en poner a los compositores (blancos) estadounidenses en el mismo terreno que sus pares europeos, lo que volvió evidente una enorme brecha: la tendencia de los primeros a los valores tradicionales y de los segundos a la experimentación implacable. En una y otra, Copland y Boulez ocuparon una posición central.
Aaron Copland, según sus propias declaraciones, se esforzaba por simplificar su música, tornarla suficientemente comprensible para un público que él consideraba todavía sujeto al romanticismo del siglo XIX. De modo que componía música tonal, de inspiración folclórica o nacional, optimista, aleccionadora, con títulos como Retrato de Lincoln o Fanfarria para el hombre común. Era como si a través de esta mezcla de concesiones en lo formal y de tematizaciones de la cultura popular pensara contribuir, acompañar e inspirar la lucha que los trabajadores de Estados Unidos estaban llamados a realizar.
Pierre Boulez, por su parte, no tenía ninguna consideración por el público y no iba a detenerse por nadie. Se trataba de llevar la música hasta donde tuviera que llegar. Sin embargo, la experimentación y el arrojo en la técnica implicaban para Boulez una voluntad política. A su juicio el problema con los músicos conservadores era que no desafiaban al orden social, y los clichés musicales de Shostakóvich, por ejemplo, guardaban una relación íntima con su sumisión a un gobierno autoritario. En su avance inflexible hacia adelante la música debía señalar la necesidad de ese mismo movimiento en lo social, aun si eso se parecía, en palabras de Boulez, a “ser una especie de dictador para darle más libertad a las personas”.
Si bien la música de Copland era disfrutada por un público amplio y de la clase obrera (al menos eso se dice), en un sentido lo que ofrecía era un fruto envenenado, una estética peligrosamente afín a la del realismo romántico nazi –en efecto, aparatos comunistas y fascistas llegaron a rechazar por igual el arte “decadente”, “enfermizo”, de las vanguardias. En cuanto a Boulez, si empujaba el gusto de la época con intrepidez, en esa búsqueda se alejaba de las personas con las que precisamente, según el vocabulario que le gustaba utilizar, se suponía que habría algún punto de contacto, al grado de que su filiación política podría tomarse como algo más bien vaporoso y sin verdadera importancia.
Que el primer programa sea muchas veces, a pesar de sus buenas intenciones y de resultados que la realidad parece sancionar, tan solo una aquiescencia a lo existente, un conformismo que nada cambia, y que el segundo sea a menudo, aun con sus virtudes intrínsecas, tan solo un árbol que cae sin ser escuchado, una ineficacia autocomplaciente, son objeciones que no sólo se pueden extender a Copland o Boulez sino, desde luego, a la política del frente popular (o, con lo que el concepto tiene de sensible, del populismo) y del partido de vanguardia (o, aprovechando que estamos en América Latina, del foquismo). Si uno cae en la tentación de los grandes números, el otro en el de la libertad sin lastres.
La oposición, como suele suceder, tampoco es tan pura. Copland coqueteó con mecanismos vanguardistas en algunas piezas (supuestamente tocó sus Variaciones para piano en la misma velada que su par francés, para no desentonar), y Boulez en cierto punto se propuso sacar a la música experimental de la sala de conciertos para ganarse una audiencia distinta, además de que fue detenido en 2001 cuando la policía suiza dio con declaraciones suyas en que sugería poner bombas en los teatros de ópera. No obstante, cuando escuchamos las obras más representativas de cada uno la diferencia se muestra en toda su inmensidad.
Es como si hubiera que elegir entre dos faltas: procurar un público extenso y transigir entonces con estéticas estandarizadas, o hacer estallar las convenciones y los lugares comunes esperando, por alguna suerte de vaga mediación, tocar el mismo punto, la herida abierta de lo social. ¿Existe quizás un tercer término? ¿O serán siempre, como decía Adorno, dos mitades de una misma libertad que nunca se reúne?
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