En el contexto del centenario luctuoso de Franz Kafka recuperamos una serie de textos aparecidos en nuestra edición impresa en años pasados. Iniciamos con un ensayo de Mauricio Pilatowsky sobre su literatura (no. 29, marzo-abril de 2003) y seguimos con un dossier dedicado a la influencia del autor checo en otras disciplinas: artes visuales, cine, artes escénicas y música. Este texto del crítico de cine mexicano Carlos Bonfil se publicó en el número 62 (septiembre-octubre de 2008) de La Tempestad.
Un lugar común utilizado con desparpajo y franqueza por los cinéfilos de todo el mundo: “Es una película kafkiana”. La cinta en cuestión puede ser una alegoría política con múltiples meandros narrativos, como Syriana (2005), de Stephen Gaghan, o cualquier otra ficción con identidades trastocadas, cronologías alteradas, encuentros fortuitos, rutas que no conducen a ningún lado y situaciones de un absurdo tal que el espectador, agobiado, sólo atina a recurrir a un referente inevitable, Franz Kafka. A su mezcla de fantástico y horror, a su humor negro, a sus personajes delirantes y a sus atmósferas expresionistas. Imagina así un territorio urbano filmado en blanco y negro, con callejuelas desiertas por las que atraviesa, espectralmente, la figura de un hombre misterioso, portador tal vez de una amenaza.
Un Harry Lime (Orson Welles) en la Viena de la posguerra, en El tercer hombre (1949), de Carol Reed, o un señor K. en El otro señor Klein (1976), de Joseph Losey, el mercader de arte (Alain Delon) que durante la ocupación alemana en Francia descubre por azar que un personaje judío lleva su mismo nombre y de modo irresistible asume su identidad y su destino. En estos juegos de identidades falsas y bromas crueles de la suerte destaca también la película de Michelangelo Antonioni, El pasajero (1975), con guion de Mark Peploe, en la que el reportero de televisión David Locke (Jack Nicholson) descubre en un hotel en el desierto sahariano el cadáver de un hombre con quien tiene un parecido enorme. Decide de inmediato intercambiar las fotografías de los pasaportes y asumir la identidad del hombre muerto. Una manera radical de huir de la angustia existencial viviendo de lleno una existencia ajena.
La huella de Kafka está presente en estos relatos y en películas más recientes como ‘El custodio’ (2006), del argentino Rodrigo Moreno, donde paso a paso seguimos la rutina absurda del guardaespaldas de un político, hasta presenciar el desvanecimiento de su identidad, en fusión casi total con su cargo.
Encontraremos de esta forma una cantidad enorme de películas ligada directa o indirectamente a las ficciones generadas por el escritor checo, con personajes sometidos al mismo desasosiego moral de un Gregor Samsa o un Josef K.; colonias penitenciarias, de Carandirú, en Brasil, a Guantánamo, donde lo irracional es moneda corriente; relatos de humor negro y ácido comentario social como los del checo Bohumil Hrabal (Alondras sobre un hilo, llevada a la pantalla por Jiri Menzel); descripciones carcelarias como en Hombre sin mujer (1938), del novelista cubano Carlos Montenegro, punto límite de la degradación humana, o experiencias íntimas como la del protagonista de la novela Ampliación del campo de batalla (1994), del francés Michel Houellebecq, “odisea desencantada de un operador de computadoras, apenas convencido de la importancia de su oficio, pero que asume su papel de observador de los movimientos humanos y las trivialidades que se intercambian en torno de las máquinas de café en una oficina”, y alucinantes desplazamientos colectivos como los que propone José Saramago en La balsa de piedra (1986) o Ensayo sobre la ceguera (1995). La huella de Kafka está presente en estos relatos y en películas más recientes como El custodio (2006), del argentino Rodrigo Moreno, donde paso a paso seguimos la rutina absurda del guardaespaldas de un político, hasta presenciar el desvanecimiento de su identidad, en fusión casi total con su cargo.
Al lado de los realizadores cuya obra conserva la influencia del narrador checo figuran aquellos que deliberadamente han querido rendir tributo a su universo literario: el chileno Raúl Ruiz, radicado en Francia, parecería uno de los artistas más aptos para entender y transmitir las atmósferas claustrofóbicas del escritor. Películas como Las tres coronas del marinero (1983) o El desvelado del puente Alma (1985) recuperan el universo kafkiano con un acierto todavía mayor que el de una de sus primeras realizaciones, La colonia penal (1970), directamente inspirada en el relato homónimo. A pocos cinéfilos sorprenderá, por otra parte, que el realizador de 71 fragmentos de una cronología del azar (1994), el austriaco Michael Haneke, haya adaptado en 1997 la novela inconclusa El castillo, sacando el mejor partido de su final abierto, tan cercano a su propio estilo narrativo. La historia de K., el agrimensor que intenta ejercer el cargo para el que ha sido contratado, venciendo los obstáculos de la burocracia local y las habladurías de los aldeanos que lo consideran un intruso indeseable, es el pretexto ideal para que Haneke elabore una sátira del comportamiento colectivo y los absurdos administrativos. El propio realizador admite en entrevistas que haber realizado la cinta para la televisión lo obligó a una adaptación fiel de la novela, pues en pantalla grande la libertad habría sido mayor para proponer visiones tan caóticas como las que sugiere el autor checo –un clima de exasperación existencial tan fuerte como el que sí aparece en su película El tiempo del lobo (2003), verdadera pesadilla kafkiana.
Adaptar, pues, a Kafka, recuperando en lo posible el clima de sus relatos, la complejidad de sus personajes, el humor vitriólico de las situaciones descabelladas, ha sido una empresa difícil y muy arriesgada.
Adaptar, pues, a Kafka, recuperando en lo posible el clima de sus relatos, la complejidad de sus personajes, el humor vitriólico de las situaciones descabelladas, ha sido una empresa difícil y muy arriesgada. El estadounidense Steven Soderbergh tuvo que renunciar a ello y ofrecer en cambio Kafka (1991), un thriller azarosamente metafísico, compendio apresurado de las obsesiones del autor, que si bien pueden disfrutarse por sus intrigas rocambolescas a finales de la Segunda Guerra Mundial, no permite que el público tenga lo mejor del propio realizador ni tampoco de su tema de inspiración, lamentablemente diluido. Un mérito mayor es el del danés Lars von Trier, realizador de la inquietante El elemento del crimen (1984), quien acomete en Europa (1991) una disección del poder y sus maquinaciones, con una trama que en su casi totalidad transcurre a bordo de un tren, y que es, en su naturaleza de microcosmos alegórico, una lectura original del mundo visionario de Kafka en El desaparecido (1912; mejor conocida como América).
Pero la cinta que con mayor poder de evocación captura la experiencia kafkiana es, sin lugar a dudas, la emblemática El proceso, de Orson Welles. Su reparto, de primer orden, incluye a Anthony Perkins en el papel de Josef K., a Jeanne Moreau, Romy Schneider, Suzanne Flon, Madeleine Robinson, y al propio Welles en una interpretación memorable. El año de filmación es 1962, las repercusiones de la Guerra Fría y del macartismo están todavía presentes, y el niño prodigio de Hollywood se deleita tomando la novela de Kafka como mero punto de partida para su propia visión apocalíptica. Los escenarios anuncian el fin del mundo, las calles desiertas de Zagreb y, en París, los restos de la estación de trenes de Orsay, hoy museo, pero en aquel entonces un laberinto de herrumbres y escombros.
K. busca frenéticamente la manera de dilucidar el misterio de su detención, las incongruencias de su proceso, la identidad fantasmal de sus compañeros acusados, la naturaleza de sus ejecutantes y, con mayor denuedo, la de su propio abogado defensor (Welles), quien sólo parece precipitarlo al vacío. Una comedia negra, tal vez la obra más pesimista del autor de El ciudadano Kane (1941). Y justamente en ello radica el problema de la cinta. Como concluye Guillermo Cabrera Infante: “Welles cometió un crimen sin perdón y para el que el castigo vendría antes que el veredicto. Redujo toda la ambigüedad de la novela a la desaforada realidad de una pesadilla […] De cierta manera, una película muy anterior suya, La dama de Shanghái (1947), resulta más kafkiana que El proceso”.
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