Cuando se habla de los géneros o estilos musicales que, surgidos en décadas recientes, más han influido en el mapa actual, una respuesta fácil es el bedroom pop (literalmente, “pop de dormitorio”). Parece difícil fallar: su origen y proliferación están ligados con la posibilidad de grabar canciones en casa, con equipo medianamente accesible, y publicarlas sin más intermediarios que plataformas digitales de uso muy extendido. Casi siempre la apariencia de espontaneidad, cercanía y baja fidelidad sonora (todas ellas características que se replican fácilmente con estos medios, ya sea de forma involuntaria o artificiosa) suelen juzgarse como atributos en el contexto de este género.
La dificultad comienza cuando se trata de describir sus rasgos: al hacer una revisión rápida de los nombres más representativos se pueden trazar pocas líneas que unan sus estilos. El truco es que la influencia del bedroom pop no se manifiesta necesariamente en lo musical, sino en aquello que lo rodea: formatos de producción, grabación y distribución. Incluso en la forma en que se concibe la labor musical.
El esquema es bastante simple: se graban en su cuarto, con la cámara encendida. A cuadro aparece poco más que la o el intérprete (un clóset abierto en el que se ve ropa multicolor; un perro sobre un edredón). Cuando la regla era rentar un estudio sólo podían costearlo los sellos discográficos y ricos que podían dedicarse cómodamente a la música. Ahora bastan las aplicaciones de un teléfono comercial cualquiera. Luego se comparte la grabación y la persona responsable se sienta a esperar likes. En medio puede que se pague por una mayor visibilidad en una o más plataformas. No es que se trate de una especie de fraude, como podrían alertar los predicadores del colapso del arte occidental: antes de grabarse, claro, viene la escritura y la serie de ensayos. Y antes aun el desarrollo de habilidades musicales. Pero en este esquema parecen eludirse varios eslabones de la cadena (obstáculos, dirían algunos) que unía a los músicos con su público antes de Internet. Las canciones, por su parte, comparten casi de forma invariable temas que pueden describirse como intimistas, aunque con menos generosidad podría decirse que tienden con frecuencia al solipsismo.
Hay una relación tan estrecha entre este género (su tema, sus gestos, su forma de producción) y la forma de semicelebridad que alientan las redes sociales, entre gente joven y no tan joven, que ni siquiera llega a ser un corolario. La viralidad a la que se aspira, de un lado y del otro, no es análoga: es exactamente la misma.
En una entrada reciente de su blog Dada Drummer Almanach, Dean Wareham apunta que es cada vez más frecuente encontrar cantantes, más o menos cerca del estatus de estrellas, que incluso ante un público numeroso parecieran cantar como si se encontraran a solas en su propia cama. Por ejemplo, sin proyección de la voz hacia el micrófono, aunque también como si la pared más lejana estuviera a dos metros y como si todos sus gestos estuvieran destinados a una cámara colocada justo frente a ellas. La cosa adquiere una mayor densidad, dice Wareham, cuando se comprueba que su público, las más de las veces, se comporta también como si estuviera a solas y silencioso, cada uno de sus integrantes aislado del resto, al igual que si estuviera viendo el video de tal estrella en la computadora de su escritorio o en la cama, teléfono en mano.
La viralidad es colectiva en el sentido de que, a partir de cierta masa crítica (número de likes, vistas o comentarios positivos), se reproduce en razón de su mismo tamaño, por el mismo hecho de que tantas personas han formado parte de ella. A la vez se trata de un fenómeno que se suele experimentar en privado, cada quién a solas, frente a la pantalla. Un ejército de soledades. No extraña que las letras de los éxitos en este entorno suelan hablar de la sensación de alejamiento y de la incomprensión, desde el punto de vista más personal posible.
Wareham cita el caso de un concierto de Mitski que presenció recientemente, como parte de su gira. Ella se plantó sobre el escenario como a punto de hacer un monólogo (en un aislamiento estremecedor, decía Wareham), con la banda a sus espaldas, alejada a varios metros y sumida en la oscuridad (la luz cenital, sobre la protagonista), sin posibilidad de interactuar con ella. Sería difícil encontrar una figura más representativa que Mitski para los gustos de adolescentes y jóvenes actuales, si no en el entorno del bedroom pop (desde sus inicios ha tenido un aparato de producción mucho más intrincado y vínculos estrechos con el soft rock más tradicional), sí de la corriente actual de cantautoras intimistas. Lo que la distingue es su habilidad para conjurar la impresión de secretos compartidos en directo.
Esa premisa, la de la confesión, es una de las más recurridas en el pop que se ha vuelto típico de los medios digitales, aunque no es fácil lograrla con la naturalidad de Mitski: además de la sutileza, se requieren talentos extramusicales, en gran medida dramáticos. Cada semana podemos ver a una nueva figura presentar un sencillo que intenta colocarse bajo este esquema y que termina apareciendo como taimada o repulsiva. De hecho puede que la necesidad de mostrar la propia fragilidad, aunque sea una versión artificiosa de ella (lo que resulta ser casi siempre el caso), se ha vuelto un imperativo para las celebridades: cantantes, deportistas, realeza hollywoodense o estandoperos.
La sobreexposición (y la hipervigilancia) ha despertado en la parte más lucrativa del público una sed por conocer cada opinión, emoción y hábito de las figuras admiradas, hasta crear un modelo de fama en el que parece preferible que éstas muestren sus fallas a que muestren menos de la cuenta (a no ser que sus fallas rebasen ciertos límites morales no negociables). En este entorno se puede echar mano de la confesión de hechos auténticos o de la invención del material a confesarse, el resultado es el mismo: una forma de ficción, hecha para fans que se autodescriben como solitarios, frágiles o vulnerables y encuentran su reflejo en las letras de canciones disfrazadas de intimidad, así como en los trozos de entrevistas que dan las personas que las firman y sus publicaciones en redes sociales.
A través de la forma atomizada en la que contemplan la vida y la obra de los sujetos de su admiración, estos fans encuentran en ellas la interlocución que no creen posible en su vida física. La ficción a la que apuntan las canciones de estas estrellas refuerza una forma de ensimismamiento que es tan drástica como frecuente, la de que nadie comprende nuestro sufrimiento ni experimenta los problemas con la misma intensidad; aquella sensación que ilustraba el multicitado párrafo de “La vida del imperio”, el relato de David Foster Wallace:
Todo mundo tenemos nuestros delirios solipsistas, la espantosa intuición de nuestra excepcionalidad: que somos la única persona […] que orina en la regadera, la única cuyo párpado brinca en las primeras citas, la única que toma terriblemente en serio la espontaneidad y da a la súplica la forma de cortesía, la única persona que nota el tono quejumbroso en el bostezo de un perro o el murmullo atemporal cuando se abre un frasco cerrado herméticamente, la risa viscosa de un huevo al freírse, el lamento en Do menor de la aspiradora […] El solipsismo nos une. El hecho de que nos sentimos solos en la multitud, siempre que no reflexionemos en qué es lo que forma a la multitud. Que somos, siempre, rostros en medio de la multitud.
La ilusión de que revelar nimiedades, aun revestidas de una apariencia de sensibilidad, representa una forma de ser honestos o vulnerables, conduce a un aumento de ruido que, de hecho, silencia el tenue murmullo de lo auténtico. “No saber es más intimo”, dice uno de los koan mejor conocidos.
(No se trata, por cierto, ni mucho menos, de que la grandilocuencia de la música destinada a llenar estadios sea una contraparte digna de la falsa confidencia que es tan frecuente en el bedroom pop. De hecho sólo en apariencia se trata de extremos del espectro: la estrella pop más famosa en turno apuesta a unir ambas tendencias en sus obras más recientes.)
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