viernes, 1 de junio de 2018

Un foco donde estrellarse

Quien haya tenido que vérselas con los puertos de Nueva York allá por 1863 –y un montón de años después– quizá se topó con un inspector de aduanas desengañado y áspero, propenso al desconsuelo. Destacaba, de eso no queda duda. Imaginémoslo amargo, ebrio e irascible, ya sin la capacidad de generar un entusiasmo nuevo. Los años de aventura quedaron atrás. Ahora: un hombre de cierta edad que lleva una vida tan oscura como sedentaria tratando con ello de disimular sus fracasos, de pasar desapercibido. No podría ser de otra manera. Se trata de un ser desgraciado, un hombre alejado del mundo y que siempre se sintió abandonado por el don de la escritura. Ah, porque escribía. Había escrito. Vaya que había escrito. Sin embargo sus publicaciones provocaron indiferencia y no otra cosa. La gloria literaria siempre fue una fiesta a la que él no estaba invitado. Nadie lo halagó jamás. Acaso su don era la necedad. Y por ello siguió narrando a pesar de la mala moneda con que la literatura le pagó siempre. Estaba obsesionado con los callejones sin salida, con la naturaleza de Dios, con el problema del mal, con los límites del conocimiento, con la indiferencia de la creación.

Publicó una novela el mismo año en que murió Balzac y nació Stevenson. Una novela en la cual, el autor de este balbuceo, ha encontrado consuelo. Trataré de ser más claro: nunca me he identificado con la humanidad que me rodea. Observo a la gente y no me siento parte de ella. Y sin embargo, me identifico por completo con la gavilla de navegantes y arponeros que, a bordo del Pequod (antes Acushnet) se entregó al mar para acorralar obsesivamente al Leviatán. Ellos son mi especie. Ellos son los hombres con quienes me aúno.

Y el aduanero se llama Herman Melville.

La vela, se dice, fue inventada por los romanos poco después del nacimiento de Cristo. Las primeras se hacían con grasa de animales grandes. La razón por la que los balleneros cazaban ballenas, antigualla aparte, era para recaudar barriles y barriles y barriles de su esperma para hacer velas. Para hacer luz. Para iluminar al planeta.

Ficcionemos un tramo:

Melville avanza camino a su hogar luego de un mediocre día de trabajo. Apesadumbrado, siente que el mundo –las cosas– sólo son capaces de mostrarle la espalda. Un hijo muerto, otro desaparecido, la propia orfandad pesa ya de adulto. A pesar de la lenitiva amistad de Hawthorne, este hombre es toda oscuridad. Algo brilla a la distancia. Es un día posterior al 21 de octubre de 1879. Ese fulgor lejano encandila a Melville. Cierra los ojos y las manchas permanecen ahí adentro, danzando como fieras de luz. Es como estrenar una sensación. No pasa lo mismo con la flama y su azul casi quieto y su rojo de agitada danza y su cabizbajo pabilo. Es, ya se dijo, una nueva sensación. Chiribitas, rescoldos de deslumbramiento. Hipnotizado, Melville persigue tales resplandores. Él, que realmente sabe acerca de persecuciones, se aproxima sin prisa alguna hasta donde se generan esos fulgores que su ojo atrapa contra su voluntad.

Un anunciante exaltado grita: conozcan la lámpara incandescente, la bombilla, la ampolleta, el dispositivo que produce luz mediante el calentamiento de un filamento metálico hasta ponerlo al rojo blanco mediante el paso de corriente eléctrica. ¡La creación del genio vivo Thomas Alva Edison! ¡La electricidad dios mediante!

Herman Melville repasa involuntariamente los mejores momentos de su vida. Los caníbales, el vagabundeo, los desvelos escriturales, el amor. Y de repente, un muro a donde ir a estrellarse, el foco.

“Así que ya no tendrá ningún sentido cazar ballenas para, solemnemente, usurparles la grasa”, piensa nuestro aduanero. Una espesa lágrima brota de uno de sus ojos aún lampareados, descendiendo hasta perderse en la intrincada barba.

Ya sin velas: “mi Moby Dick tendrá incluso menos sentido”.

Quizá ese día fue cuando todo se vino abajo. El día en que el abismo brilla. Quizá ese fue el momento en que Melville se tornó desengañado y áspero, propenso al desconsuelo. No cuesta trabajo imaginarlo amargo, ebrio e irascible, ya sin la capacidad de generar un entusiasmo nuevo.

Anacrónico, o más bien expulsado de su era, nuestro héroe sigue su camino rumbo a casa. Morirá en 1891 para renacer, leído por ti y por mí, en los infinitos derredores de 1920.



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