Ya sea desde el gélido punto de vista de la sociología, como los estudios estadísticos y taxonómicos inaugurados por Durkheim en el siglo XIX, o el fúnebre tono de las necrológicas en su entronque con el espectáculo, como las noticias por la muerte del chef y escritor Anthony Bourdain, el suicidio sigue probándose como un vórtice del pensamiento. Se le aborda como un tópico inmunológico (¿es libre de tomar una decisión moral quien está enfermo?), pero también como el gesto decisivo del libre albedrío (¿no es un principio del liberalismo hacer con el propio cuerpo lo que se desea?); conteniendo tales contradicciones, no es de extrañar que –como quisieron algunos existencialistas– tomar la propia vida siga siendo un problema filosófico mayor.
Por supuesto, también se trata de un tema que arroja una larga sombra sobre la historia de la literatura. Ha pasado ya un año desde su publicación pero vale la pena volver al ensayo Caída del búfalo sin nombre, de Alejandro Tarrab, una coedición de Malpaís Ediciones y Mantarraya Ediciones. Se trata de un ensayo personal que campea los tópicos del suicidio para explorar una constelación de temas que se desprenden de él: el potencial que tienen gestos y palabras para transformarse en conjuros (pero también en maldiciones); el vínculo del pensamiento mágico con la religión (se vuelve, obsesivamente, a la importancia de la palabra divina y su interpretación en el judaísmo). Además de estos temas, el ensayo de Tarrab es profuso en recuerdos de infancia así como en imágenes (o ideas fijas: no es casual que el dragón, símbolo medieval de lo obsesivo, tenga cierta prominencia).
Entre las imágenes explotadas por Tarrab es interesante que desde su título, la Caída del búfalo sin nombre, invite a desorientar a partir de referencias conocidas. Es famosa, por ejemplo, la piara de cerdos que se despeñan en los Evangelios (poseídos por demonios, una vez que han sido exorcizados y nombrados); pero acá la imagen corresponde a búfalos innominados. A su vez, se vela una referencia que de otra manera sería originaria: la fotografía que David Wojnarowicz tomó de un diorama –en el que se representa a búfalos cayendo por un barranco– a finales de los ochenta, durante la epidemia de sida en los EEUU (para volver a los temas inmunológicos). En su momento, la fotografía vinculó, en protesta, la extinción de estos animales en los EEUU durante el siglo XIX con la crisis de salud; en el ensayo de Tarrab se mantiene la fuerza trágica del movimiento, pero sin un nombre capaz de definir la tragedia del suicidio.
¿Sin nombre? Otro origen del ensayo, uno claro, es el suicidio de la abuela de Tarrab, en 1977; ¿pero es claro? Y no: se trata, de nuevo, de un vórtice del pensamiento, un enigma negro (Carmen Fernández, su abuela, no dejó atrás una nota). Queda sólo el gesto y las preguntas, el “ordenamiento” infantil que implica –como sugiere el apartado con el que inicia el libro– plegarias y maldiciones, realidades creadas sólo a través de la palabra (aunque más cerca del ámbito mágico que de lo real cotidiano). Hay algo inquietante, cercano a lo profano, en la Caída del búfalo sin nombre: no sólo por tratarse de un ensayo nacido de una realidad demasiado íntima, sino porque en su origen el ahora libro parecía estar destinado a una existencia efímera (fue publicado originalmente en un sitio electrónico, ahora desaparecido). Dado su poder, algunas palabras –como ocurre con los conjuros pero también con la tradición judaica– parecen incómodas en los impresos. ¿Es eso lo que ocurre con las misivas suicidas, con ciertos temas que, descubrimos, aún son tabú? “El suicidio y la maldición”, reflexiona Tarrab, “comparten un pronunciamiento irremediable: ambos están vinculados con lo alto o lo sagrado, ninguno de los dos puede retirarse, sustraerse, desdecirse”.
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