Estoy convencido de que en cada hogar en el que estamos es posible rastrear la fuente del dolor, el punto exacto desde el que emana todo el sufrimiento de quienes ahí viven y conviven. En algunos casos determinarlo es sencillísimo: la urna con las cenizas del padre, el cajón donde se guarda un instrumento musical, el rompecabezas a medio armar oculto debajo de un sofá-cama. Un reloj que dejó de funcionar. O un reloj que, de hecho, funciona a la perfección. Me engolosino realizando este mismo ejercicio con los libros de autores que leo. Si se trata de autores vivos, la dinámica es mucho más recreativa.
En El niño que fuimos (2018), de Alma Delia Murillo, el corazón podrido del relato es una escena fascinante que se desarrolla, a la mitad del libro, en un orfanato. Un niño comienza a llorar, de la nada y casi sin razón. Este llanto, destrabado e intenso, contagia a su vecino de padres ausentes. Y este contagia a otro niño y a otro y así hasta que son cientos de chamacos los que están berreando, empapando la página que tenemos en las manos. En palabras de la autora las lágrimas se propagaron como una feroz epidemia.
En efecto, perder la infancia es una feroz epidemia. Y esta es una clave de la prosa de Alma Delia Murillo, la exactitud emocional. Todo es pertinente en su forma de describir los actos y emociones que rodean a sus personajes, no hay maquillaje de más en el trabajo de la autora. Las cosas existen tal como están siendo descritas; esto no estorba, sino que nos toma de la mano, es imposible no sentir empatía por este coro de niños lloriqueando al unísono. Los adultos permanecen pasmados, con miedo de que a ellos también les tiemblen las barbillas y de una esquina del ojo les brote el infantil lamento que llevan años almacenando. Al final una de las administradoras del albergue pone en el sonido local una canción de cuna de Rita del Prado. Los niños, uno a uno, se calman atendiendo la letra, moquean, se tranquilizan, vuelven a ser los reyes sin poder de un imperio que carece de límites claros. Nuestros chiquillos duermen agotados, cuando despiertan han pasado veinte años y sus vidas son a grandes rasgos horribles y monótonas. Alma Delia Murillo se arranca contando las tramas de tres de esos niños:
Román pasó de maricón a marica, de marica a mariposita y después lo ascendieron a putito, puto y pinche puto. Sin casa, sin familia, sin dinero: fue violado y ultrajado en las calles de una ciudad salvaje. Es ahora un renombrado diseñador de zapatos harto de hacerse el tipo duro.
Óscar cocina y busca el amor sin buscarlo del todo. Para él, preparase su propia comida no es sólo una actividad relajante, es su forma de asimilar que él es su propia madre.
María, cuando se enoja desprecia su nombre, quiere desaparecer, ser otra. Eterna insatisfecha, sus malas decisiones la han llevado a un destino cruel y netamente mexicano: educar a los hijos de un imbécil.
Habrá un asesinato. Habrá juegos y lecturas. Habrá una venganza en contra de un priista. Y amistad y amor. Columpiándose en ambos tiempos con una maestría natural, Alma Delia Murillo nos mete de a poco en la intimidad de sus personajes. En sus vidas simples y comunes arrastran los dolores de la infancia como un pesado grillete. El mal del siglo. Si la infancia es la única patria, entonces es una patria devastada. Todos somos sobrevivientes del niño que fuimos.
En una película que amo, Paisaje en la niebla (1998), de Theo Angelopoulos, un personaje observa cómo sale brotando del mar la mano de dios sin el dedo que señala al hombre. Ante este delirio exclama, aterrado: ¿Quién escuchará mi llanto en medio de este coro de ángeles?
Ligero, fluido y no por eso menos potente, El niño que fuimos de Alma Delia Murillo –ahora mismo en ese núcleo del dolor que son las mesas de novedades– se lanza sin miedos a responder esta amarga pregunta.
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