El libro más reciente de Richard Ford, Entre ellos (2017, traducido al español por Jesús Zulaika para la edición que Anagrama lanzó este año) es una memoria de sus padres compuesto por dos textos escritos con treinta años de distancia entre sí. El primero, dedicado a su madre, fue escrito en los ochenta, al poco tiempo de la muerte de Edna Akin; el segundo fue escrito en 2015, el dedicado a Parker Ford; pero es con el de su padre con el que el libro inicia. ¿Por qué? Porque los hechos ahí relatados se remontan a la juventud de su padre, su trabajo durante la década de los treinta (durante la Gran Depresión), hasta alcanzar su muerte temprana, en 1960, cuando Richard Ford contaba con diecisiete años. Son hechos, sí, pero se han relatado. Como explica Ford en el epílogo del libro, se trata de una representación de su memoria (que no implica necesariamente una falsedad, como ya se sabe, pero que utiliza las herramientas de la ficción): “John Ruskin escribió que la composición es la disposición de cosas desiguales. Así, la tarea del escritor de memorias es la de componer una forma y una economía capaces de conferir una coherencia veraz y fiable, si bien a veces drástica, al conjunto de cosas desiguales que toda vida contiene”.
La vida de los padres de Ford, como admite, no fueron precisamente interesantes. Pero, por supuesto, no estamos ante una novela sino ante el examen de tres vidas: la de dos adultos y Ford, el testigo, entre ellos. Al mismo tiempo que se revisan dos vidas en paralelo de generaciones anteriores (privilegiando sus actividades antes que una exploración en la psique estoica y resignada que parece haber caracterizado tanto a Parker como a Edna), el libro permite también vislumbrar el papel que ocupa un escritor como Richard Ford en una sociedad tan insular como la norteamericana. O, mejor dicho, en observar a Ford como un escritor sintomático de los aspectos más insulares de los EEUU. Hijo único de la estricta posguerra (Ford nació en 1944, en Mississippi), muy pronto tuvo que aprender –con el ejemplo de su padre, un vendedor que dedicó gran parte de su vida a recorrer las carreteras que comunicaban a varias comunidades del sur de los EEUU, viviendo en hoteles y sumando kilometraje– a valerse por sí mismo. Blanco, de educación presbiteriana con coqueteos (especialmente, su madre) con el catolicismo, hay mucho en Ford que lo hace un observador singular de una época. En este sentido, sus novelas y relatos (especialmente las que tienen a Frank Bascombe, una especie de álter-ego, como protagonista) evocan el trabajo de otras figuras imponentes de la novela realista norteamericana, como lo fue Philip Roth. A diferencia de Roth, sin embargo, en Ford no existen las fructíferas fricciones (y arranques cómicos) provocadas por la idiosincrasia del judío americano en el crisol cultural de los EEUU.
Al margen de que esto pueda echar algo de luz sobre algunos de los aspectos más desagradables (y extra-literarios) de Ford (como su tensa relación con sus críticos, como el novelista Colson Whitehead), sí explica el lugar casi mitológico de algunos logros materiales de la clase media de posguerra: el automóvil, por ejemplo, adopta un cariz sagrado. También la vida interior compuesta por películas y libros (es decir, por entretenimiento) desplaza a los sentimientos y afectos que podrían provenir de otro tipo de tragedias que no parecen encontrarse en la vida de los Ford. Es interesante cómo escritores de generaciones posteriores, como David Foster Wallace, lograron desentrañar la tristeza que el entretenimiento supuso para gran parte de la sociedad blanca de los EEUU. Es extraño cómo Ford reconoce, con cierto orgullo, no haber llorado cuando su padre murió de un segundo ataque al corazón (y de la muerte de su madre, por cáncer, no se permite más que sugerir algo de arrepentimiento). Hay, con todo, un atractivo en los relatos elegidos por Ford (aquí y en sus novelas “americanas”): él nunca los asume como tristes, ni anacrónicos; incluso insiste que los recorre principalmente el amor. Entre ellos sugiere que una sociedad que privilegia al individuo capaz de valerse por sí mismo (una sociedad liberal) esconde alguna especie de misterio en torno a capacidades como el estoicismo, la sensatez adulta, la minusvaloración de “prejuicios” morales. Interesante, sí. ¿Pero en lo correcto?
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