lunes, 1 de julio de 2019

Tiempo que se diluye

En 2017 Quiatora Monorriel celebró sus primeros 25 años de carrera con una retrospectiva en el Palacio de Bellas Artes. La inmediata obra posterior, Danza de las cabezas, estrenada en abril de 2018 durante la muestra Un desierto para la danza, en Hermosillo, y presentada en la Ciudad de México en noviembre pasado en el Foro La Caja, es una consecuencia directa de ese trayecto (con muchos de los motivos recurrentes de la compañía dirigida por Evoé Sotelo y Benito González), pero también quiere ser un nuevo punto de partida. “Nosotros, Evoé y yo, sentimos que Quiatora Monorriel cerró su ciclo (no un ciclo, si no su ciclo) con la retrospectiva del año pasado. De hecho no queríamos promocionar este programa como colectivo, pero nos ganó la costumbre. A pesar de que puede haber muchos puntos de confluencia con lo realizado antes como ‘agrupación escénica’, creemos que nuestros nuevos trabajos se han vuelto cada vez más personales”.

¿Cuáles son esos motivos recurrentes? “La repetición constante –obsesiva, dirían algunos– del movimiento, con el fin de indagar en el tiempo como un concepto que se diluye”, explica Benito González, y puntualiza: “de esta manera, el desarrollo (entendido en un nivel más tradicional) se vuelve menos importante y el hecho escénico se convierte más en una experiencia”. Otro motivo: “la subordinación de los personajes a una entidad superior, como en A prueba de balas (2006), Alas de Madonna (2008), Hymen Vorgos (2011) o Eterno Boogaloo (2012), donde las danzas se vuelven oraciones u ofrendas a un ser divino”.

©Ricardo León

Una constante formal, la repetición, y otra temática, la apelación a una entidad externa, toma en Danza de las cabezas un cariz maquínico, por el movimiento, por la música e incluso por el vestuario. “Partimos de la fusión de los conceptos de máquina y rito. Son igual de importantes para la obra. Los participantes apelan a la mecanización del movimiento, pero partiendo de un estado espiritual de la acción, tal como lo hacen algunas religiones. De esta conjunción, surgen en la obra de manera implícita nuevas lecturas como la enajenación –tanto del trabajo como de la fe–, la ofrenda, el sacrificio, la penitencia, el goce. Hemos llegado a concluir que ellos, los intérpretes, son una especie de mártires, que sólo a través de la sumisión y el sufrimiento de los cuerpos lograrán el éxtasis”.

«La Danza de las cabezas parte de premisas simples: lo maquínico, lo ritual y lo extático, engarzados por la repetición, pero en sus ligeras derivas encuentra una singularidad impar en la danza mexicana»

La cabeza, en resumen, toma un estatuto distinto. Si, como asegura Benito, tradicionalmente ha fungido en la danza como un eje, como el punto que domina las acciones a veces virtuosas del cuerpo, “era importante revertir un poco la inercia y poner ahora a la cabeza a bailar un rato“. Bailar aquí como sinónimo de liberar la cabeza de su centralidad intelectual e internarla en una fisicalidad que, además, se mueve casi con furia: cinco intérpretes haciendo headbanging, con cadencias aparentemente uniformes y recorridos geométricos por el escenario que en realidad se están desfasando todo el tiempo, como la música misma (obra de Esplendor Geométrico). La Danza de las cabezas se construye de ostinatos tan violentos que generan cierta preocupación del espectador por la condición de los intérpretes. “Sabía desde un principio que iba a ser muy rudo para los participantes y fuimos poco a poco encontrando la manera de llegar a lo físico. Siempre será extenuante mover la cabeza de esa forma durante cuarenta minutos. Hay que estar muy conscientes de dónde parte el movimiento para no lastimarse”.

©Ricardo León

Pero acaso el elemento más original de la pieza, y por el que destaca de obras similares y termina por descolocar al espectador es la heterogeneidad de cuerpos en escena. El artista visual Inti Santamaría, por ejemplo, es parte fundamental de la obra: “Yo creo en que la danza es de quien la elige. Nunca he estado interesado en la utilización de las técnicas tradicionales como la única vía para desarrollar un discurso escénico de manera óptima. Las técnicas me hacen sentir condicionado a hablar de una manera y nada más. En mi caso, la gran parte del tiempo que dedicamos a los procesos de investigación y montaje se vuelven más un momento para ‘desaprender’, para ver el recurso técnico desde otra perspectiva, para ‘quitarle lo bailarines’ a los participantes, por decirlo coloquialmente. Inti no es un performer formado tradicionalmente, pero es alguien que conoce su cuerpo y está interesado en la expresión corporal desde hace rato. Estoy muy contento trabajando con él y su presencia ha hecho que los demás participantes asuman la obra con una visión más abierta”.

La Danza de las cabezas parte de premisas simples: lo maquínico, lo ritual y lo extático, engarzados por la repetición, pero en sus ligeras derivas (una síncopa, un cuerpo no-experto) encuentra una singularidad impar en la danza mexicana. La última imagen que tiene el espectador al abandonar el Foro La Caja es la de los cuerpos agotados, sentados a un costado del escenario, intentando recuperar el aire. Uno puede fácilmente imaginar que aunque la pieza lleva minutos terminada, esa “escena” es parte de la obra, una última instantánea de fisicalidad, ahora en su momento de mayor vulnerabilidad. Un último cauce. La obra de Benito González, todavía bajo el brazo de Quiatora Monorriel, conjuga así la experticia de su trayectoria, incluidos sus temas recurrentes, y la frescura de sus derivas, abiertas siempre a nuevos caminos.

Publicado en La Tempestad 141 (diciembre de 2018-enero de 2019)



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