Las oquedades del viento
(o mis clases con Tabucchi)
Vaho en la ventana. Desde dentro, los tejados de Siena parecen borrones de pintura al temple. La clase está a punto de comenzar. La percusión de la lluvia se funde con los pasos apresurados del profesor Antonio Tabucchi, que se acerca por el puente interno de piedra amarilla que une el Palazzo de San Galgano con el de Fieravecchia, sede de la Facultad de Letras. Soy uno de sus diez o doce estudiantes de Literatura portuguesa y brasileña, la materia que Tabucchi imparte en la Università degli studi di Siena durante el semestre de primavera. Rondo los veinte años, aún no me cierra la barba y llevo un cuaderno verde de notas donde mis apuntes se mezclan con palabras intraducibles mientras voy amueblando el idioma italiano que estudié en Madrid durante los tres años precedentes. Las últimas de la lista: inquietudine, consapevolezza, torto, sfioramento, squallore, magari, azzardo, saggio, mica.
En la puerta del aula –un umbral que atravieso tres veces a la semana después de la hora de la comida– aparece una silueta vestida de negro. La ropa un poco húmeda. Una protuberancia rectangular a la altura del pecho, bajo la tela. Tabucchi no se sienta hoy, como acostumbra, sobre la mesa reservada para el profesor, sino que se queda de pie. Posa los ojos en la ventana mientras gesticula con una sonrisa etrusca.
—Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos.
Será la primera y última vez que el profesor pronuncie esta máxima prestada –yo después me la apropiaré para convertirla en un leitmotiv–. Los estudiantes ya sabemos que Tabucchi es un amante de los aforismos, un heredero de esa tradición literaria, muy italiana, de forjar frases esenciales. Dante Alighieri y Petrarca ya la practicaban siglos atrás, acaso entre los mismos viñedos toscanos que el profesor ve cada mañana por la ventanilla del coche cuando conduce desde su minúscula casa alquilada en la campagna hasta las murallas de Siena. «Un aforismo es dar la definición de la vida, circunscribirla en una frase», nos ha dicho hace unos días.
Lo atestigua mi cuaderno verde.
La lucidez de una retahíla de filósofos y poetas visita siempre este seminario. Él jamás se cita a sí mismo como literato: en clase siempre es el profesor Tabucchi. Aquí dentro no importa que la vitrina de la librería Feltrinelli en la calle principal de Siena esté tapizada con decenas de ejemplares de su más reciente libro, la novela epistolar Si stà facendo sempre più tardi, que pronto presentará en Madrid junto al escritor Enrique Vila-Matas.
Miro de reojo a los otros estudiantes. Sospecho que también ellos se preguntan qué estará viendo Tabucchi, aún absorto en las tejas deformadas a través de los goterones que escurren por el vidrio. La conexión entre los viajeros y la ventana cerrada es un jeroglífico que nos reverbera en los oídos durante toda la primera parte de la clase: la máxima pronunciada suena profundamente suya, y lo es, en cierto modo. Es como si nos dijera que la subjetividad es inevitable, que la obra creativa, alimentada de miradas, entreabre de forma secreta una puerta hacia los lugares inexplicables que definen el proceso creativo. Sólo después del receso, cuando el hombre del eterno traje oscuro desvela que bajo la tela que lo abriga se esconde Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa, sabemos que las palabras del maestro se refieren a algo mucho más sencillo:
—Este es un libro sobre las cosas pequeñas, las más banales de la vida, que son las más importantes —dice Tabucchi con el dedo clavado en la cita de la edición subrayada: él mismo, uno de los máximos estudiosos de Pessoa, la ha traducido del portugués al italiano con el título Libro dell’inquietudine. Con él aprenderemos que el mundo sólo existe desde la mirada. Que es nuestra mirada la que se imprime en las cosas y así parece que las cosas nos miran. Que la literatura está adentro.
* * *
Ciò che vediamo non è ciò che vediamo ma ciò che siamo.
* * *
Tabucchi lamenta que en el título que ha elegido para la edición en italiano, la palabra inquietudine (inquietud), se aproxima de forma imprecisa al significado del vocablo «desasosiego». El profesor ha recalcado en varias clases esta imperfección de la portada –traduttore traditore, traductor traidor–, quizá para incitarnos a explorar el interior del texto inacabado, fragmentado y reconstruido a partir de las hojas que Pessoa escribió entre 1913 y 1935, halladas en completo desorden en un baúl de su casa y publicadas en los años ochenta. Sólo con sensibilidad hacia las cosas pequeñas (le cose piccole) podríamos descubrir –o soñar que descubrimos– la hondura de este «desasosiego», que para los compañeros italianos supone una palabra rara, «con muchas eses», mientras a mí me resulta transparente porque en español, mi lengua materna, el concepto se dice igual que en portugués. Cosas pequeñas que importan mucho.
Tabucchi nos enseña a no fiarnos sólo del idioma y dar alas a la mirada a contrapelo, que él considera como el germen de la literatura y de la vida.
El profesor vive fascinado con su objeto de estudio, ese imperio literario que dejó Pessoa: la heteronimia. Despertar el deseo en los estudiantes ha sido hasta hoy parte de la estrategia de sus clases. Creo que fue esa primera lección sobre Pessoa la que nos contagió la curiosidad por un enigma al que él había dedicado años de investigación, depositados en su libro Un baúl lleno de gente, ensayo de Tabucchi sobre la literatura de Pessoa publicado en 1990. A sorbos, como si fuera un café muy concentrado, nos explicará clase tras clase que durante toda su vida, y hasta la muerte, Pessoa se acompañó de sus tres heterónimos, Ricardo Reis, Alvaro de Campos y Alberto Caeiro: los otros del escritor, dotados de personalidad, voz y estilo propios. Además Pessoa, el poeta, se consideraba a sí mismo un ortónimo, es decir, una voz que competía con sus otros personajes. Luego está el semiheterónimo, como el propio Pessoa llamó a Bernardo Soares, que era el otro del autor, el que más se le parecía; «un yo sin esto y sin esto otro», como lo define Tabucchi. Todavía sin cambiar de posición, de pie ante el atardecer de afuera, nos habla del libro que sujeta con una sola mano:
—Desde su ventana Pessoa pinta Lisboa a través de las palabras. Es por ello un libro de paisajes. Es un texto de confesiones que contiene los secretos de Bernardo Soares, y a través de su mirada Pessoa escribió el Libro del desasosiego. Podemos entenderlo como un falso diario, una puerta abierta a la vida desencantada de Pessoa. Contiene esa saudade, esa melancolía privada suya, pero que también se respiraba en el ambiente de decadencia del Portugal de entreguerras. Así debe de haberlo dicho. Está escrito en mi cuaderno de pasta color savia.
* * *
Otra clase con Tabucchi. Llueve de nuevo, con docilidad. Es marzo y las pelusas de polen que flotan en el aire empiezan a sonar como pan mojado que se estrella. Es una percusión distinta para acompañar el acento toscano de Tabucchi. Ayer pasé toda la tarde en la Piazza del Campo leyendo La polvere del Messico (El polvo de México) de Pino Cacucci. Tengo el libro en mi mochila y Tabucchi lo ve y me hace un gesto, como si lo conociera, como si lo hubiera leído ya. Afuera empieza a oscurecer. El profesor nos propone leer este otro pasaje del libro de Pessoa, primero en portugués, que yo entiendo a medias por su similitud con el español, y luego en italiano: «Estoy durmiendo despierto, de pie contra la ventana, en la que me recuesto como en todo. Busco en mí qué sensaciones son las que experimento ante este caer deshilachado de agua sombríamente luminosa que se destaca en las fachadas sucias y más aún en las ventanas abiertas. Y no sé lo que siento, no sé lo que quiero sentir, no sé lo que pienso ni lo que soy».
—¿Cómo creen que sea posible hacer una autobiografía desde la voz de otro, a la vez ficticia y no, a partir de las pequeñas percepciones del mundo? —nos pregunta.
Para el maestro, esta transfiguración de voces (la heteronimia) no es un camerino metafórico donde el actor Pessoa se esconde para asumir sus disfraces literarios y estilísticos. Tabucchi ve esta operación como una zona franca, un terreno vago, una línea esotérica que Pessoa cruzaba para convertirse en otro sin dejar de ser él mismo. Lejos de dictar monólogos, el maestro construye siempre clases abiertas: da la impresión de que edificamos algo junto con él, como si cuando analizamos un pasaje, o un poema, o una cita, todos pudiéramos asomarnos a la solución de un secreto infinito del que sólo vamos recuperando indicios: la heteronimia de Pessoa consiste en la capacidad de vivir la esencia de un juego: no se trata de habitar en una ficción, sino de comprender la metafísica de una ficción, una especie de lugar sagrado de la ficción. Una buena metáfora es una percepción intuitiva de la semejanza entre cosas que no son similares.
—Pero también la metáfora, como ya dijo Aristóteles, es lo único que no se puede aprender de los demás. Es la impronta del genio.
* * *
Evocadas década y media después en la Ciudad de México desde la memoria con la ayuda de mis apuntes, creo que aquellas clases vespertinas con Tabucchi, donde todos deveníamos detectives o arqueólogos ante las páginas del Libro del desasosiego, entornaban la puerta del mundo interior de un escritor para quien la felicidad no está en la cosa en sí, sino en el acto de aguardar. Lo leo en alto:
—La felicidad es el deseo, y está, por lo tanto, en la vigilia.
Ahora que ya me cierra la barba desde hace varios años reviso el pensamiento 63 del Libro del desasosiego, uno de los pocos textos que siempre encuentro en el desorden de mi pequeña biblioteca, un minicaos que todavía no termino de resolver a causa de mis varias mudanzas. Encuentro una frase con doble subrayado que corresponde a alguna de las lecciones con Tabucchi: «Somos algo que sucede en el entreacto de un espectáculo; a veces, a través de ciertas puertas, entrevemos lo que quizás no sea sino un decorado. Todo es confuso, como voces en la noche». Este aforismo nos define como seres que habitamos en un intersticio, en una frontera donde no siempre está claro qué hay de uno y otro lado. Esa confusión, ese no saber, puede conducir hacia la angustia; o hacia el deseo con su promesa de goce.
Tengo un gusto particular por los umbrales, los confines y las lindes. Quizá tiene raíz en mi infancia en el Madrid de los años ochenta, nutrida en la inercia de una capital que aún despertaba del aletargamiento del régimen franquista, que ya no me tocó. Cuando un 6 de diciembre se aprobó la nueva constitución, mi madre tenía casi seis meses de embarazo. En un país que llevaba menos de tres meses de democracia, me han contado una y otra vez que fui parido ante una comitiva de estudiantes de medicina que asistían por primera vez al espectáculo de un parto largo. Las enfermeras estaban en huelga para luchar por mejores condiciones laborales y se negaron a limpiarme. Por la causa. La imagen de mi abuela enjuagándome la sangre del parto en un lavabo del hospital contiene la esencia de lo que se vivía en aquella época.
Si estudié periodismo mucho tiempo después en la Universidad Complutense de Madrid (y justo eso es lo que estaba haciendo de intercambio en Italia en mis clases con Tabucchi) fue probablemente para aprender a encontrar resquicios de vida en los detalles. O por curioso. O porque me gusta buscar el sentido secreto de las vidas de los demás. O porque creo, como nos explicó Tabucchi, que es posible hacer un memoir desde la voz del otro a partir de las pequeñas percepciones del mundo.
O porque creo en el misterio de las casualidades. En una clase Tabucchi nos contó cómo él descubrió a Pessoa cuando paseaba por París y era un estudiante universitario. Un día halló en la calle el poema Tabaquería, de aliento nihilista. Aquello que uno ve no es lo que ve, sino lo que uno es. Tabucchi tuvo que encontrar una parcela de sí mismo en aquel escrito que lo incitó a dedicar su vida al estudio de la literatura portuguesa, y que comienza así: «No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada. / Aparte de eso tengo en mí todos los sueños del mundo». Tabucchi se lo sabía de memoria.
En sus clases, él siempre interpretaba la vida a través de la apropiación íntima de ciertos aforismos de Pessoa hasta encontrar genealogías y resonancias con Leopardi, Unamuno, Paz, Pirandello, Kafka o Rilke. A veces comparaba los ambientes del Libro del desasosiego con el cigarro humeante que Italo Svevo describe en La conciencia de Zeno –la primera novela moderna italiana—, y yo me imaginaba que la voz de Tabucchi era la de otro heterónimo de Pessoa creado a partir del influjo de Bernardo Soares, acaso la voz con la que más se identificaba. Años después, de vacaciones en Sicilia, me encontré con el libro Los últimos tres días de Fernando Pessoa. Un delirio, de 1994, en el que Tabucchi puso a dialogar al escritor nacido en 1888 entre alucinaciones con los fantasmas de los heterónimos que lo acompañaron en la vida, además de Soares. En esa biografía ficticia, Tabucchi logró imitar la personalidad y el estilo de cada uno como si los hubiera escrito el propio Pessoa. Al leer la forma en que fluía este juego literario, me pareció que la voz de mi viejo maestro durante aquel semestre herético se transfiguraba de forma metafísica para convertirse en un post-heterónimo de Pessoa.
Tabucchi creía en el poeta como un fingidor que, como diría Pessoa, «llega a fingir que es dolor y es dolor lo que de veras siente». Si trato de apropiarme esta máxima en mi trabajo, que es la escritura de no ficción –la crónica, el periodismo, el ensayo–, quizá tiene que ver con meterse en el pellejo del otro; en sentir por él; en lograr una transmutación de su experiencia en el propio cuerpo.
Tabucchi no heredó, a mi parecer, la saudade de su padre literario. Más que hurgar en la llaga, el profesor italiano irradiaba vida cuando daba clase, cuando charlaba con sus colegas, cuando se sentaba en la Piazza del campo sobre los ladrillos tallados a mano y se confundía voluntariamente entre los turistas, o cuando aguardaba que la máquina de café destilara un espresso en el bar Compagnia delle Muse.
Durante la parte del año que dedicaba a la enseñanza –de febrero a julio–, Tabucchi pasaba cuatro días de la semana en una casa pequeña muy cerca de Certosa di Pontignano, a unos cinco kilómetros de Siena, donde sólo se escuchaban los cantos de los grillos y el viento silbando entre los olivos. Todos los viernes regresaba a Florencia para encontrarse con su esposa María José de Lancastre, que trabajaba en Pisa. Los alrededores de Siena le parecían especialmente bellos. Una vez me dijo que allí sentía como si viviera en una pintura del Quattrocento.
Solía levantarse muy temprano y dedicaba la mañana a escuchar las noticias que después le servían para sus artículos políticos, a revisar el correo, a hacer funcionar el Instituto de Estudios Portugueses creado por él mismo en el seno de la Università degli Studi di Siena, y a recibir estudiantes en su despacho. A la hora de la comida era fácil encontrarlo leyendo los periódicos en alguna cafetería e intercambiando opiniones con sus colegas, siempre amenizadas con un café oscuro. Después de las clases, disfrutaba una pizza o cualquier comida a base de pan recién hecho en algún local de Via Roma. Solía estar acompañado de otros académicos, pero si hacía buen tiempo, se iba solo y se fundía con la ciudad, como un ser anónimo. Al caer la noche, caminaba hacia las murallas de la ciudad para recoger el coche que había dejado por la mañana afuera de la puerta de Roma e iniciaba su trayecto de un cuarto de hora hacia la mitad del campo toscano.
Allí, a cinco kilómetros de Siena, en la quietud del viento rozando los cipreses, enclaustrado en pocos metros habitables, en medio de un paisaje inmenso, mítico, dejaba de ser profesor para ser escritor. La música baja, muy baja.
La vitalidad de Tabucchi estaba también empapada de lo que él llamaba «sentido del infinito», es decir, siempre reconocía su pequeñez, la derrota del pensamiento ante el cosmos. Sabía que era imposible conocerlo todo, un sentimiento que Leopardi llamó «naufragio» y que Pessoa, según Tabucchi, también habría heredado. Tabucchi se me figuró aquel semestre como un alquimista que activaba con sus clases, y con su prosa, aquellos elementos imposibles de revelar, pero no desde el desasosiego, sino a través de una mirada vitalista donde la creatividad renace de los fragmentos del pasado con los que convivió cotidianamente por el hecho de nacer en Pisa, de pasear cada día sobre las piedras centenarias de Siena, de volver una y otra vez a las claves de los clásicos como La divina comedia y de escudriñar las letras de Pessoa.
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