lunes, 8 de abril de 2019

El país de Lorelle Meets the Obsolete

Para el 24 de mayo de 2011 la Guerra contra el Narcotráfico detonada por Felipe Calderón, e iniciada a finales del 2006, ya había cobrado más de 150 mil vidas en todo el país. A la casi asumida potencia del narcoestado ahora se sumaba la crudeza de una violencia sin precedente. Era ya el país de las fosas, de los desaparecidos, del feminicidio y del horror; un país sumamente parecido al que tenemos ahora. A la par dos jóvenes de Guadalajara, Lorena Quintanilla y Alberto González, o simplemente Lorena y Beto, concluían su primer álbum: On Welfare (2011) o del erario público, en español. El álbum de Lorelle Meets the Obsolete, nombre del dúo, fue lanzado por el sello californiano Captcha Records, es decir, fuera de nuestras fronteras.

También en aquellos años (los periodos de Calderón y Peña), el panorama musical mexicano se fragmentó de una forma irresoluble, aunque benéfica. Molotov hacía honor a su nombre volando todas las posibilidades de escribir otro disco interesante y eligiendo hacer más comerciales que composiciones; ni Café Tacvba ni ninguna otra banda de aquel entonces o ahora, intentarían de nuevo otra proeza como la de Revés / Yo soy (1999); lo de Zoé y Porter se confirmaba como el mito que siempre fue y Natalia Lafourcade reculaba sobre su propio estilo, maravillosamente ejecutado en Hu Hu Hu (2008), para resguardarse en la nostalgia de corta imaginación que impregnaría sus siguientes proyectos. El paisaje parecía condenado al aburrimiento y la repetición, como una larga carretera que sólo muestra la misma escena duplicada: mismos cactos secos, mismas piedras, mismo horizonte. Nada nuevo. Al día de hoy, no es tan diferente: las bandas que hace 20 años eran las headliners de nuestros prematuros festivales, lo siguen siendo hoy día, no porque su trabajo sea relevante para el público más joven, sino porque han creado un sistema de autojustificación digno del más enervante priísmo; si a esto sumamos la pobreza de autocrítica, una curaduría tan repetitiva como mediocre o la inclinación enfermiza al totemismo, descubriremos un ecosistema tan cerrado que sólo podía degenerar en la glorificación de sí mismo, y desde luego, en la búsqueda de espacios más plurales, más pequeños, más, por lo tanto, afortunadamente, significativos.

Para 2013 el PRI había vuelto al poder, Panteón Rococó y Los Fabulosos Cadillacs encabezaban la armada hispana del Vive Latino, y Lorena y Beto tenían listo su segundo álbum, uno de los lanzamientos nacionales más importantes desde que Murcof inmortalizó el segundo día de la semana. Corruptible Faces (2013) titulado así en referencia a todas aquellas personas que, en aras de pertenecer a la diminuta burbuja de la escena local defeña, dieron la espalda a los ideales que originalmente los habían llevado ahí, es un álbum que surge del cansancio de crear en un país enloquecido de violencia. En aquel entonces, y tal como ahora, vivíamos sitiados. Beto dice que aquello “estuvo rodeado de un éxodo de amigxs provenientes de Monterrey que tuvieron que abandonar la ciudad si querían seguir creando”.

Es el primer documento verdaderamente colaborativo del dueto, ya que On Welfare contiene sólo composiciones de Lorena. Pero la colaboración de ambos no puede reducirse a la partitura. En ese tiempo el grupo vivió en la Ciudad de México y experimentó, a ratos con desobediencia, a ratos con sana necedad, las frustraciones y las anomalías de una escena musical centralista y canónica, carente de ambición y prácticamente comoditizada con sus tres o cuatro hallazgos importantes. Una vez en la gran y gris brillante enferma ciudad, el dúo fue bombardeado por la idea de un crecimiento y actuar definidos, “como si hubiera un manual estipulado para ser una banda o –peor aún– como si todos deseáramos lo mismo”. Un manual que no estaba escrito, pero cuya claridad permitía escalar y hacerse de las relaciones adecuadas para “ser una banda en México”; en sí, un manual de relaciones públicas, ese concepto del capitalismo tardío tan enfatizado por las empresas que ya nadie se imagina una iniciativa hecha sin RP.

Lo de Lorena y Beto no ha sido jamás una búsqueda por agradar o acaparar reconocimiento, están muy lejos de cualquier meritocracia. En su lugar han hecho todo lo contrario, una averiguación tan profunda como la del caminante que ha perdido la brújula pero avanza con gran determinación

Corruptible Faces fue construido sobre este vacío y la frustración de mirarlo en toda su gloria, ensayado sobre las ruinas de una nación moribunda y creado a contraluz de los rituales que una banda supuestamente debía afrontar para formar parte de su escena. En dicho contexto es comprensible que el álbum inicie con un grito de batalla. Un grito que también es un gesto de un amor y solidaridad imposibles. En “Tales from the Highline”, Lorena nos recuerda que el miedo no tendría por qué frenarnos, que aún en la masacre y la indiferencia estamos juntos. “And wake up / Now our days will fall / Please wake up / Now you are not alone”. El momento sigue siendo uno de los puntos más álgidos no sólo de la carrera de LMTO sino de la producción nacional de música de los últimos diez años.

La Ciudad de México de Corruptible Faces no era muy diferente a la nuestra. La herida profunda que causó el movimiento de “Rock en tu idioma” estaba tan presente como hoy, y para cualquier agrupación con ánimos de una búsqueda diferente, los caminos se revelaban estrechos y muy transitados. Y sin embargo, esos caminos se exploran. Lorena ha declarado que lo que más disfruta de hacer música en un país como el nuestro es que no sólo hay mucho por construir, sino también mucho por destruir. Ese podría ser el sello personal de su música. Sus discos no parecen sumar ningún ladrillo a lo previamente hecho, se mueven como maquinaría pesada, cuyo trabajo consiste en derribar las paredes para mostrarnos el paisaje detrás de ellas. Visto así, Chambers (2014) podría ser el álbum más sintomático de la banda. Un conjunto de canciones escritas con espuma en la boca, furiosas, necesarias, al mismo tiempo agresivas y llenas de compasión. Es un álbum plagado de resoluciones, casi un manifiesto. “We’ll run / Far from noise and word”, exclama Lorena durante “Dead Leaves”; “We don’t need your help / We will find our ways / Outside / Outside / Outside /Outside”, remata después en “Music for Dozens”. De todas esas resoluciones conviene recordar la última de todas: una vez terminado el álbum, Lorena y Beto tomarían la carretera de nuevo y se alejarían de la Ciudad de México para vivir en Ensenada. No volverían. No hay señal de que vayan a hacerlo.

“Lo que más queríamos hacer en ese momento era tocar en vivo, queríamos hacer giras largas. Nos mudamos a Ensenada por la cercanía con Estados Unidos, vendimos todo lo que teníamos y compramos una minivan”, me explicó Lorena a través de un correo electrónico. El movimiento puede ser leído como una alejamiento por despecho o desinterés, pero en realidad tiene un matiz mucho más personal. Sus intenciones nunca fueron alejarse de la escena, lo que realmente buscaban era estar más cerca el uno del otro; componer, salir de gira, repetir.

Balance (2016) fue el producto de esta forma de vida. “El periodo donde algunos se refirieron a nosotros como una banda inactiva”, comenta Beto. Fue una época donde pertenecían única y finalmente a sí mismos. Las cosas estaban en orden. Ningún manual tenía que ser cumplido, la única regla consistía en seguirse el uno al otro. Quizá por eso el sonido de Balance está tan bien diseñado, prolifera en tranquilidad, es menos efectista, todos sus sonidos apuntan hacia ese estado de la canción que tanto fascina a Lorena, “ese momento en que tu sonido ya no es tuyo”.

La banda ha dicho anteriormente que “hacer un álbum es congelar el momento que estamos viviendo”. Esta afirmación cae fuera del plano personal. Acá todo se cruza con lo político, las circunstancias se miden con las emociones y la música se agarra a golpes con los hechos. Todo va más allá de sí. Puede que esa conciencia sea lo que aleja a LMTO de cualquier masividad. Nunca tuvieron demasiado interés en curar sus redes sociales o hacer networking; son pésimos representantes de nuestra generación. Para la mayoría de la gente es mucho más sencillo hablar desde sí, porque eso no requiere ningún esfuerzo. La atención y la observación son artes de la paciencia y, sobre todo, de la humildad. Hacerse a un lado es algo que muy pocos están dispuestos a hacer, pues el precio a pagar es alto. No obstante, lo hacen. Platicar con ellos, aun cuando la pregunta sea de índole personal, siempre deriva en una charla sobre los foros regiomontanos, los sellos independientes más arriesgados del país o la vitalidad de agrupaciones provenientes de Ensenada, Mérida, Guadalajara y, claro, la Ciudad de México. Su lenguaje, su música, aunque privada, no se entiende sin los aspectos públicos que la circundan. No consideran que no-pertenecer sea un riesgo, porque de entrada nunca pertenecieron a ningún lugar. Son desplazados de la violencia en Monterrey; exiliados de la voracidad de la escena defeña; hijos de una nación con la columna rota y los oídos tapados. Para ellos, la idea de carrera es un mito, todo es susceptible a la destrucción, aunque se trate de una pequeña piedra en el zapato de las grandes investiduras musicales. Tienen razón. ¿A quién realmente le competen conceptos como carrera o crecimiento profesional?, ¿quién invierte su tiempo en formar una identidad acorde a las simpáticas expectativas de sus conocidos? Fuck it.

Y todo este devenir está presente en su música. Aparece en De Facto (2019), y todos sus predecesores. Suenan así. Ahí está el tráfico ruidoso de una ciudad maltrecha, están las pláticas nocturnas afuera de un bar, apenas perceptibles entre la música que escapa de sus paredes; ahí están las intermitencias de la carretera, el solitario personal de una gasolinera, el miedo a ser secuestrado, torturado y asesinado; el sonido de una cerveza que se abre en un balcón cuando el after no da para más, una planta de interior, la distorsión, los amigos con los cuales ya no tenemos nada de qué hablar, el amor, el horror, la injusticia, el amor, el horror, la injusticia. Cosas que en los primeros álbumes del grupo tenían una forma difusa pero que con el tiempo, dice Lorena, “hemos aprendido a reconocer mejor y –sobre todo– a nombrar”.

Una alarma amplificada y retorcida agresivamente encumbra la penúltima pista en De Facto, “El derrumbe” nos orilla a franquear lo que entendemos por Lorelle Meets the Obsolete. Es el sonido que más se parece a ellos, distante a cualquier influencia, mentalizado y recreado sobre sí mismo, pero al mismo tiempo fuera de sí, tan profundo que uno casi puede sumergirse en él y hablar desde dentro, tan honesto que resulta imposible no escucharlo, tan abierto que se hace uno con el lugar donde se encuentre. El sonido desciende para dar paso a “La Maga”, una de las canciones más extensas en la discografía del grupo y, también, una pista que los muestra en plenitud absoluta, en armonía que disuelve y transforma su personalidad y sus preocupaciones. La canción no parece apuntar hacia ningún lugar nuevo, muy por el contrario, subraya con pluma lo que había sido escrito con lápiz. Simone Weil decía que el conocimiento no se obtiene por la acumulación de lo disperso, sino por la profundización continua de lo mismo. Porque lo de Lorena y Beto no ha sido jamás una búsqueda por agradar o acaparar reconocimiento, están muy lejos de cualquier meritocracia. En su lugar han hecho todo lo contrario, una averiguación tan profunda como la del caminante que ha perdido la brújula pero avanza con gran determinación, llevando un mapa que sólo él conoce, un mapa que señala a todos los lugares posibles, pero que inevitablemente lo lleva de nuevo a sí mismo.

Fiel a su estilo a contracorriente, el 27 de abril Lorelle Meets the Obsolete dará un concierto en Casa del Lago.



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