miércoles, 24 de abril de 2019

Infiernos literarios

Un amigo me dice: “Leí que la literatura en Latinoamérica bien se puede tantear por dos de sus extremos: el paraíso de Lezama Lima y el infierno de Lowry”. Yo guardo silencio un par de segundos, le doy un trago a mi licuado y exclamo abotagado: “…y el purgatorio de Rulfo”.

En efecto, Bajo el Volcán (no es error que la considere yo una novela latinoamericana; mexicana incluso) tiene aspecto de infierno. Apesta, se lee y se vislumbra como tal. Hay un momento en la abusiva peda del cónsul en que se trepa a un tiovivo de feria y dicho mecanismo desempeña el papel de un demonio. Viene a mi memoria aquel sueño recurrente de mi infancia en el que la vecindad y el barrio donde yo vivía se transformaban en un parque de diversiones de Satanás. Espero jamás reaparezca. Retomo: la odisea dipsomaniaca de Geoffrey Firmin me resulta más un vía crucis que un descenso al abismo. No puedo mencionar esto último sin que se me ponga la piel de gallina.

Puedo afirmar que el infierno literario más famoso es el de Dante, protagonista a la par de videojuegos e ilustraciones de Doré. Borges lo explica de forma exactísima: “Obra del divino poder, de la suma sabiduría y, curiosamente, del primer amor, el infierno de Dante es un establecimiento penal en forma de pirámide inversa, poblado por fantasmas de Italia y por inolvidables endecasílabos.” Da la impresión de que en esta opinión, Borges le arrebata al infierno el miedo que desde pequeños nos han inculcado a tenerle. No por nada la Biblioteca Borges editada por Alianza utilizaba detalles de El jardín de las delicias y otros cuadros de el Bosco para adornar sus portadas.

¿Hay que temerle al infierno o no? Cada quien que lo decida. Yo quiero mencionar tres novelas que a lo largo de mi fútil vida de lector me han resarcido el saludable y refrescante miedo a las llamas del antro. Tres novelas infernales: El corazón de las tinieblas, La vorágine y Caballería roja. Son, evidentemente, sólo tres ejemplos.

Un par más: Pienso en el héroe de Los de abajo, Demetrio Macías, disparándole a la nada, misma de la que entró y salió a lo largo de todo el tomo. Invoco al chivo con cara de ser humano que nos augura malos presagios casi al inicio de Gran sertón: Veredas. ¡Demoníaco! O que tal los terribles vagabundos cuyos lamentos moran todo el primer capítulo de la primera parte de El señor presidente. Imposible olvidar a las viejas que pueblan la casa de la encarnación de la chimba en ese maldito libro llamado El obsceno pájaro de la noche. Todo lo que he leído de Curzio Malaparte se desarrolla en un lote del infierno. Mi estómago se vuelve un puño de piedra cuando rememoro la masacre de ¿Por quién doblan las campanas?

Doblan por ti.

Quizá el examen que te hacen llegando a la otra vida y para determinar si te unes o no al censo celestial sea: ¿cuál fue el último libro que leíste en vida? No estoy seguro con qué autores o libros se va uno al infierno. En cambio estoy seguro de que, de tratarse de Joseph Conrad o Rivera o Isaak Bábel, uno asegura el paraíso. Es prácticamente un hecho.

Cité ya a Borges. Es turno de Alfonso Reyes. Imaginémoslo portando su capote: “Dante esquematiza lo real y parece por instantes tener ante sus ojos al universo como un modelo reducido, en vez de sentirse como un infinitamente pequeño ante un infinitamente grande, es el universo el que se empequeñece para prestarse a la contemplación del poeta”. Y luego ejemplifica con una metáfora tan infantil como sabia: “El Sol, en su marcha en espiral por toda la eclíptica, enreda su trayectoria en torno a la Tierra, como una cuerda enreda el trompo.”

Escribir es justo eso. Justo eso. Ver al mundo y sus totalidades como algo manipulable y reducido. Opino que escribir es arar la parcela de infierno que a todos nos corresponde por ley humana. Los ejemplos que he citado son justamente eso también: terrenos infernales delicadamente cuidados, sus propietarios ahora mismo nos miran desde el cielo.

De vez en cuando nos escupen desde allá.



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