martes, 30 de abril de 2019

Lo invisible, de nuevo

El próximo 2 de mayo, a las 19 horas, vuelve a presentarse Lo invisible, la obra más reciente de Federico Sánchez, como parte del ciclo Atonal, organizado por la Ibero y el Centro de Exploración y Pensamiento Crítico (la dirección: Av. Revolución 1291, Col. Los Alpes). La pieza coral se estrenó hace un año en el museo Ex Teresa; esta crónica se publicó originalmente en el número 134 de la edición impresa de La Tempestad (mayo de 2018).

El 28 de marzo de 2018, Federico Sánchez estrenó su EP más reciente: Lo invisible, en el museo Ex Teresa del Centro Histórico de la Ciudad de México, como parte del ciclo Conciertos Arquitectónicos XT. La fecha (un miércoles de Semana Santa) y el proyecto de un músico joven, con una obra interesante pero aún en desarrollo, hacían difícil prever la cantidad de gente que terminó por asistir al museo, al punto de que muchas personas debieron escuchar el recital desde afuera.

Más allá del éxito de asistencia se respiraba en el aire la sensación de estar acudiendo a una especie de evento histórico: no por su escala, mucho menos por su resonancia mediática, sino por sus virtudes estéticas. Primero, por el viraje estilístico de Federico Sánchez: desde los terrenos del jazz y el rock a los de la experimentación vocal y el noise (si bien una obra como The Damaged Love the Damaged, de finales de 2017, anticipaba algo de esa transformación, no alcanza las cimas de Lo invisible), lo que representaba un salto poco común en el escenario musical mexicano. Después, por la peculiar estructura de la obra, construida en esta ocasión con once cantantes: Iraida Noriega, Jenny Beaujean, Ingrid Beaujean, Eugénie Jobin, Roxana Solano, Luz Varela, Laura Velasco, Thea Zmijewska, Leika Mochán, Georgina Equihua y Gabrielle Harnois Blouin –un abanico de varias generaciones y estilos, con exponentes de una trayectoria de largo aliento, otras nóveles, pero todas en tejido común. Por último, por el diálogo entre obra y lugar, con connotaciones, casi por inercia, religiosas. Como si en la resonancia física de las paredes altas del convento, amplificando las voces y ocupando hasta el último metro del recinto, cupiera también una resonancia conceptual: si hay un grupo de mujeres cantando al unísono, debe tratarse de una pieza con intenciones, al menos, espirituales.

Así lo explica Federico Sánchez: “Lo había pensado pero no de forma tan clara. La obra se llama Lo invisible porque creo que la voz es lo primero que te transporta hacia aspectos intangibles. Quería que se produjera algo muy primitivo, muy crudo. De alguna forma ahí cabe una concepción de lo religioso, al religarte con cuestiones existenciales, por ejemplo”. Las reacciones de las audiencias también apuntaban hacia ese terreno: los escuchas involuntarios de los ensayos –es decir, los turistas que visitaban el Ex Teresa a mediodía y terminaban por encontrarse con un coro– pasaban, se detenían un momento, se tomaban una selfie y se iban: como esto era una iglesia, parecían pensar, este coro es hasta cierto punto normal, no una extravagancia. En otro ensayo incluso irrumpió una monja. “¿Qué habrá pensado?”, me pregunta Federico, “¿que esto era música sacra o que era una herejía? Hay pasajes disonantes, que remiten a aquello del diabolus in musica”. Sucedía lo mismo con los escuchas voluntarios, es decir, los asistentes al concierto: sentados y con los ojos cerrados, parecían meditar, buscar con la ayuda del sonido un pasaje hacia su interioridad más íntima. Las propias cantantes, como Thea Zmijewska, me describían la experiencia como mística.

Todos estos factores juntos terminaban por trazar la singularidad del evento. Si la obra grabada ya era de por sí destacada, su traslado a un espacio físico, a ese espacio físico, podía convertirla en una ocasión irrepetible. “Pienso el disco como una especie de statement, pero no me gustaría que se quedara ahí. Mi ideal es que cada concierto sea especial por las condiciones acústicas del lugar donde se desarrolle”. Esa sensación, en resumen, se respiraba en el aire.

Realicé las siguientes preguntas tras el segundo ensayo en el Ex Teresa. Un ensayo al que sólo acudieron cuatro cantantes, muestra de la dificultad para gestionar una pieza de estas características sin mayores apoyos materiales. El siguiente ensayo, realizado un domingo en casa de una de las participantes, contó con el ensamble completo pero a pocos días del estreno. Todas las intérpretes conocían y practicaban la pieza por su cuenta desde hacía tiempo, pero el proceso entero de ensayos debió desarrollarse de este modo: en medio de un terreno un tanto inestable pero también con una latencia especial, con la frescura de lo que no está perfectamente ensamblado. Y es que Lo invisible contiene pasajes que requieren de una sincronización puntual, y otros de mayor libertad interpretativa, donde cada cantante desarrolla técnicas vocales propias en recorridos autónomos por el espacio. A Sánchez, de cualquier forma, lo veía muy tranquilo, comprensivo con la dificultad de una u otra intérprete para acudir a tal o cual ensayo pero, al mismo tiempo, con la expectativa de lo que aquella latencia terminaría por otorgar.

“Estoy en una posición muy privilegiada”, apuntó cuando le comenté que gran parte de su tarea en el desarrollo de la pieza parece limitarse a la del escucha. “Hay una pieza en específico [el segundo corte del EP] que emula un delay, una especie de delay humano; hacerlo implica un reto técnico: lograr generar un desfase natural. Mientras ellas buscan la manera de lograrlo, yo simplemente estoy en medio, gozando de la multifonía”.

¿Cómo fue el proceso de conformación del ensamble?

Muchas de ellas son amigas mías. Algunas provienen de la escena del jazz, como Luz Varela. Todas convergen en proyectos de música creativa. Al inicio pedí ayuda a Iraida Noriega y Leika Mochán, les pedí que me hicieran una especie de coaching para los registros, para no pasarme de lanza con mis ideas, porque al inicio eran más extremas, pero había cosas que literalmente no se podían hacer. También me ayudaron a maquetar las grabaciones y a conseguir el resto de las cantantes. Me gusta que la diversidad de sus campos de trabajo converja aquí.

¿Qué cambió en tu desarrollo musical para comenzar a plantearte el viraje estilístico de Lo invisible?

Aún lo estoy descifrando, pero creo que desde siempre me vi más haciendo este tipo de cosas que con una banda. Desde que quise aprender música, quise ser compositor; pero, de algún modo, tocar en una banda fue la vía más sencilla para mí para hacer música, tanto a nivel conceptual como de gestión. Empecé a tocar desde que tenía 15 años, en Tulancingo, y en un punto se había convertido en una zona cómoda, había encontrado mañas. Ahora me tomé la libertad de salirme de ese estado de confort. Me tomé la libertad de darme un año sabático de las bandas. Me siento raro, pero muy bien.

¿Y cómo te has sentido en el nivel estético? Intuyo que en tus proyectos anteriores podías procurarte una satisfacción estética directa, por el vínculo más inmediato con tu instrumento. Esto es más abierto, complejo, multiforme.

Todavía es muy incómodo. Digo muy incómodo porque al momento de la ejecución en realidad no hago nada, tú lo viste en los ensayos. Hay unas partes donde hago electrónica, pero tampoco representa una gran demanda física; estoy acostumbrado a lo otro, que un instrumento me demande un nivel interpretativo más o menos grande. Entonces me siento raro, porque todo suena increíble, pero yo no estoy participando, aunque de algún modo son mis composiciones. Me costó mucho trabajo a la hora de los créditos poner que yo hice la música. Hay una pieza [el tercer corte del EP] con cierta dirección, pero donde ellas terminan improvisando. Hay una parte de mí que se siente muy extraña al atribuirse cosas en donde el ensamble es esencial. Por otro lado me siento muy satisfecho por hacer música que refleje mis necesidades estéticas reales. Tenía una espina porque creo que reflejaba sólo mis necesidades como guitarrista, que es muy diferente.

El concierto se desarrolla no sin dificultades: en los ensayos incluso las voces de cuatro intérpretes bastaban para llenar el espacio; ahora, con cientos de personas codo a codo, el sonido se asfixia rápidamente. Decirlo parece una obviedad pero el problema es real y el ensamble debe ajustar pronto la intensidad de su canto. También, y esto es una mera opinión personal, los pasajes electrónicos y de ruido que en el EP son un contrapunto discreto y elegante al desarrollo de la principal sustancia sonora, en el concierto son demasiado extendidos. Hay una razón práctica: de ceñirse estrictamente al desarrollo de la grabación, el concierto habría durado menos de media hora (aunque creo que eso no es necesariamente un problema). Y finalmente: la gran cantidad de gente limita irremediablemente el recorrido libre de las intérpretes, ahora también preocupadas por no pisar las manos de la audiencia, mayormente sentada.

La primera presentación en vivo de Lo invisible, de cualquier forma, entrega momentos únicos: el difícil balance entre la visión compositiva de un músico y la libertad interpretativa de un gran ensamble –aunque también podría decirse: el difícil balance de la singularidad (no sólo la de Federico Sánchez, sino la de cada una de las cantantes) y lo colectivo (aquí no sólo representado por el ensamble, sino por una audiencia que terminaría por reconfigurar las características mismas del concierto). La confirmación, pero al mismo tiempo la complejización, de aquellos conceptos de lo espiritual y de lo religioso: y es que no sólo habría que preguntarse por lo que pasaba por la cabeza y la psique de una monja, un extremo casi caricaturesco del problema, sino por lo que sucedía en cada individuo presente en el convento. Y la pregunta por la propia invisibilidad –en un concierto que además se desarrolló casi en penumbras–, representada por un par de ciegos que a mitad del concierto se pararon, caminaron entre los asistentes y dieron un difícil rodeo por el lugar, como tratando de asir esa sustancia material que a todos se nos escapaba entre las manos.



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