El pasado 9 de septiembre, en el espacio cultural independiente Casa Tomada de la Ciudad de México, tuvo lugar la conversación que reproducimos aquí. El Goethe-Institut Mexiko me invitó a charlar en público con el filósofo alemán Wolfram Eilenberger, autor del notable Tiempo de magos. La gran década de la filosofía, 1919-1929 (Taurus), que por esos días comenzó a circular en el país. Aunque el autor habla un castellano más que decoroso, prefirió realizar sus intervenciones en alemán, que luego fueron traducidas para el público asistente por Anne Sieberer. Colaborador de los diarios Die Zeit y Der Spiegel, Eilenberger (Friburgo, 1972) fundó la revista Philosophie en 2011. Sobre Tiempo de magos, Rüdiger Safranski ha escrito: “Bellamente narrado. Una asombrosa constelación espiritual, cuatro estilos de vida y cuatro respuestas a la pregunta ‘¿Qué es el hombre?’ en un gran momento de la filosofía”.
Si bien en América Latina, al menos en el campo literario, no nos son extraños los textos híbridos, capaces de desdibujar los límites entre los géneros, en el territorio del pensamiento no es frecuente encontrar libros como Tiempo de magos, con su mezcla de narración, biografía e historia de las ideas. Se trata de Martin Heidegger, Ernst Cassirer, Ludwig Wittgenstein y Walter Benjamin enfrentados a la filosofía y los dilemas de su tiempo. Es un volumen sobre teorías y circunstancias que puede leerse como una novela, o al menos así pueden hacerlo quienes están interesados en la encrucijada que significó la década de los veinte, específicamente en la cultura germánica. El libro tiene una característica infrecuente: es una lectura provechosa para quien desea acercarse al pensamiento de esos cuatro filósofos –arduo en su mayor parte, pero detonador de diversas corrientes contemporáneas–, pero quien está familiarizado con ellos encontrará interpretaciones provocadoras. Tiempo de magos permite apreciar el modo en que las circunstancias biográficas e históricas de cuatro grandes filósofos marcaron el curso de su pensamiento. ¿Dirías que la biografía determina las ideas, las vuelve en última instancia subjetivas, o más bien permite a mentes especialmente preparadas operar como “antenas”, como aquellos capaces de postular tesis sobre su época?
Efectivamente es un libro distinto sobre la idea de la filosofía. Por un lado, tiende un puente entre las cuestiones existenciales y las teorías y, por el otro, entre las experiencias y la innovación espiritual. Se trata de la interrelación del espíritu de la época [Zeitgeist], a lo largo de una década, y cuatro personajes excepcionales que venían de la experiencia de la Primera Guerra. La idea filosófica que está detrás es bastante sencilla: una crisis es buena, siempre y cuando seas un filósofo. Los años que se abordan fueron de crisis total en el área de habla alemana. En 1919 se acababa de perder la guerra, dos imperios habían caído: el de los Habsburgo y el de Guillermo II. Era el derrumbe total, una crisis existencial, económica y también cultural, pues todas las metas que la cultura se había marcado perdieron credibilidad debido a la guerra. La filosofía, como disciplina crítica, tenía el problema de no saber cómo actuar, cómo definirse, cómo entenderse ante las ciencias empíricas.
Esto nos lleva a la cuestión que acabas de formular, la relación entre pensamiento y biografía. Creo que en la historia de la filosofía no existe otra constelación en la que veamos a cuatro personajes ante el desafío de entender y redefinir su biografía, su cultura y la disciplina filosófica. La crisis que acabo de mencionar tuvo múltiples capas y ellos, traumatizados por la guerra, pudieron pensarla gracias a su gran capacidad intelectual. Me resultó imposible abordar a cada uno por su lado, tenía que hacer esta relación. Habría sido distinto con Kant, Hegel o Habermas, pero en el caso de estos cuatro personajes no hubiera podido tener otro enfoque.
La década que estudiaste no sólo fue crucial para el desarrollo del pensamiento de los cuatro “magos”: su trasfondo es el ascenso del nazismo, el elefante en la habitación, que se desplaza debajo del relato de un modo muy sutil. Es perturbador no sólo porque Wittgenstein, Cassirer y Benjamin eran judíos, sino porque Heidegger, el único que no lo era, se afilió al partido nacionalsocialista.
Efectivamente es el elefante en la habitación. Uno, al ser alemán, siempre lo tiene presente y debe tenerlo presente. Para mí es muy importante reconocer la sombra del nacionalsocialismo, forma parte de nuestra realidad y de nuestra cultura, pero debo decir con claridad que no estoy de acuerdo con las visiones que plantean que el camino al nazismo era inevitable, como si la mera condición de alemanes nos hubiera llevado ahí. Por eso quise abordar los años veinte como un espacio donde coexistían las posiciones de esos pensadores. De ahí que no me refiera a la literatura o la cultura alemanas sino al espacio del habla alemana.
En los años veinte ese espacio cultural vivió una verdadera explosión del pensamiento en muchos sentidos; no sólo se reinventó la filosofía, también el diseño y la arquitectura –estamos celebrando el centenario de la Bauhaus, por ejemplo–, la física con Einstein, Born o Heisenberg, la economía con la escuela austriaca, la literatura con Döblin, Thomas Mann o Hesse. Por eso creo que sería una lástima dejar de ver las oportunidades que se generaron en los años veinte por la visión de lo que se produjo después con la llegada del nazismo. Ese período termina en 1929, por un lado, con la disputa entre Heidegger y Cassirer, que en sí misma podría integrar una novela, pero también con el crash de la bolsa de 1929 que produjo una crisis económica a nivel mundial cuyas consecuencias fueron especialmente nefastas para Alemania. Para hablar del antisemitismo, en efecto existía en la gente una predisposición, pero estoy escribiendo un libro sobre Francia y la situación en esos años no era muy distinta allá; no es verdad que solamente en Alemania existiera esa raíz antisemita.
Los lectores del libro no pueden dejar de reparar en el caso de Heidegger. Su vinculación al partido nacionalsocialista no ha significado la pérdida de relevancia de su pensamiento entre los teóricos contemporáneos. En Respiración artificial, la novela del escritor argentino Ricardo Piglia, hay una discusión entre personajes en la que uno de ellos argumenta que sus ideas eran perfectamente asimilables al nazismo, no se trataba de mera ingenuidad política. ¿Qué opinión tienes sobre este punto?
Estoy totalmente de acuerdo, yo también lo diría. El Heidegger joven de 1929 se sintió atraído por el nacionalsocialismo como persona y como pensador, no cabe duda. En una carta de 1946 Hannah Arendt lo formula de una manera muy precisa: el problema de Heidegger no fue que tuviera mal carácter, sino que no tenía carácter. En los años veinte en Alemania hubo la búsqueda profunda de una tercera vía, más allá del comunismo soviético y del capitalismo estadounidense –lo que hoy llamaríamos neoliberalismo pero que entonces se conocía como civilización americana. Heidegger estaba en esa búsqueda, como otros pensadores de su tiempo. Siempre hubo una idea muy arraigada, fomentada sobre todo por poetas, de que la lengua y la cultura alemanas tenían la misión de salvar al mundo; Heidegger se concebía parte de esa misión.
El momento crítico fue 1932, cuando el nacionalsocialismo se consolidó como un movimiento político dinámico. Heidegger sintió que él podía darle una base filosófica; como bien dijo Habermas mucho después, creía que podía liderar al líder, al Führer. Para la filosofía de los años veinte es un gran enigma y a la vez una gran tragedia que el filósofo más talentoso del siglo se haya convertido en nazi, y eso nos habla de los peligros de la filosofía y del pensamiento, de que estamos expuestos a esas susceptibilidades. Por profunda y brillante que fuera la mente de Heidegger, fue también un pequeño ser humano, una persona común y corriente con anhelos de poder, que quería ser reconocido. Eso lo convirtió en presa fácil para el nacionalsocialismo, y durante dos o tres años se entregó conscientemente a ello.
En el reparto de Tiempo de magos hay personajes que tienen un relieve especial. Por ejemplo, la ya mencionada Hannah Arendt, que célebremente tuvo una relación sentimental con Heidegger, siendo su estudiante. Por otro lado está la figura de Aby Warburg, cuya impresionante biblioteca permitió a Cassirer desarrollar sus investigaciones sobre las formas simbólicas. Sus textos tuvieron también impacto en Benjamin. Se trata de pensadores influyentes por méritos propios, que forman parte de la constelación de la que has hablado, un momento de gran intensidad de ideas y propuestas en el mundo de habla alemana. Desde el punto de vista de la composición del libro, ¿qué papel juegan estas figuras?
Puedo dar diferentes respuestas, pero daré mi punto de vista como escritor. Inicialmente había decidido que el proyecto sería una novela sobre estos pensadores, y en ese caso pensé que se necesitaban personajes de referencia: cada filósofo tiene un amor y un mejor amigo. Para los jóvenes que se interesan en la filosofía es muy importante tener un amigo a quién acudir o a quién pedir consejo; probablemente se tratará de alguien mayor, más avanzado. En el caso de Cassirer se trató de Warburg; en el de Benjamin, de Scholem; Russel y Keynes para Wittgenstein; Jaspers para Heidegger. Esos son sus amigos de referencia, y a través de ellos se convirtieron en filósofos.
Acabas de decir algo muy importante: Warburg fue leído por Benjamin, y probablemente por Heidegger. Si imaginamos esa explosión de pensamiento en los veinte y lo comparamos con lo que está pasando hoy en la filosofía veremos que la gran diferencia es la creación de diferentes escuelas: la corriente analítica, la teoría crítica, la hermenéutica, todas ellas separadas y ajenas a lo que hacen las otras. Lo que a mi juicio fue tan especial de los años veinte fue el espíritu despierto, el interés por lo que hacía el otro. Cassirer y Heidegger estaban en contacto; Wittgenstein probablemente leía a Heidegger.
La gran disputa filosófica de los veinte, al menos en el mundo académico, ocurría entre neokantianos y el resto, que consideraban superada esa escuela. Por un lado Cassirer, por el otro Heidegger. Lo que llama la atención es que figuras fundamentales en las décadas siguientes, concretamente Marx o Nietzsche, no parecían estar en el centro de la discusión. Heidegger estudió a Nietzsche más adelante, en los treinta; Benjamin, en cambio, citó El origen de la tragedia en pasajes de El origen del ‘Trauerspiel’ alemán. Es cuando menos paradójico que esos pensadores del siglo XIX se hayan vuelto tan importantes en la segunda mitad del siglo XX.
Es cierto que Nietzsche se convirtió en la figura grande que es hoy en día después de la Segunda Guerra. Lo que puede sorprender de la estructura de mi libro es que demuestra que estos cuatro filósofos de alguna manera cofundaron todas las escuelas filosóficas que hasta la fecha trabaja segunda mitad del siglo a partir de una pregunta básica, finalmente kantiana: ¿Qué es el hombre? Cada uno responde a su manera, pero coinciden en que el lenguaje es la base, el fundamento de la vida humana.
Lo que me parece más importante es lo siguiente: los cuatro se interesaban en la política pero eran pensadores metafísicos. Para ellos la cuestión era el lenguaje, no en el sentido empírico o lingüístico sino metafísico, no como medio de comunicación sino como vehículo para descubrir el ser. Es algo que hoy vemos como conservador, como “antimoderno”, pero ellos eran “antimodernos”, salvo acaso Cassirer, que era muy particular. Mi esperanza es que la filosofía contemporánea retome la dimensión metafísica del lenguaje; Cassirer, Benjamin, Wittgenstein y Heidegger servirían de guía.
En América Latina Benjamin ha sido leído como un autor marxista, pero tu libro muestra que hasta mediados de los años veinte no tenía mayor relación con esa tradición, ni política ni filosóficamente. Sólo cuando viajó a Capri para trabajar en su ensayo sobre el drama barroco alemán, y se enamoró de Asja Lācis –ella sí formada en el marxismo–, comenzó a cambiar la orientación de sus ideas. Luego está la relación con Brecht. ¿Te parece que esa lectura proviene de la asociación con la Escuela de Fráncfort?
Lo veo de la misma manera, pero debo tener cuidado con mi diagnóstico sobre la recepción de Benjamin en América Latina y específicamente en México. Clasificar a Benjamin como marxista es una banalización tremenda de su pensamiento, por más que sea un referente de la teoría crítica desarrollada en los sesenta y los setenta. Fue un puente con la filosofía de lenguaje, casi un teólogo del lenguaje. A finales de los años veinte, cuando tuvo acercamientos al comunismo, vio claramente que aquello no podía funcionar y que sus intuiciones filosóficas no tenían que ver con esa vía. El estilo de Benjamin, la forma de sus escritos, es antisistemático; es un pensamiento lleno de imágenes ambivalentes, casi posmoderno. Toda su obra se opone completamente a ser incrustada en un sistema.
El texto que cargaba en su maleta poco antes de suicidarse, las Tesis sobre la historia, ha sido tan estudiado como el Tractatus de Wittgenstein. Las ambigüedades de ambos propician relecturas constantes desde distintas posiciones. Tal vez Cassirer fue un pensador más clásico, pero los demás, incluyendo a Heidegger, tendieron a abrir el pensamiento, los significados.
Y por eso son magos, porque cambian nuestra perspectiva en cada frase.
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