¿Un John Berger político? ¿Podría separarse, a la luz de la lectura de sus Panorámicas, una faceta de forma tan definitiva del resto del decurso de su pensamiento, que no sólo incluye la escritura de libros sino la medialidad entendida en un contexto amplio? La respuesta es ambigua: por un lado, podría hacerse efectivamente, separar su carácter categóricamente político en aras de una distinción conceptual que ayudara a evidenciar la militancia que no abandonó en ninguno de sus proyectos (“Sí, entre muchas otras cosas, siego siendo marxista”, anota en el ensayo “Diez comunicados relativos al lugar”, publicado en una fecha tan tardía de su vida como 2008 y habiendo sido testigo de la implementación real de, por lo menos, ciertas intuiciones marxistas y de su fracaso práctico estrepitoso, aunque no de la verdad más potente de sus enunciados). Pero, por otro lado, mantener esa separación tácita implicaría traicionar la naturaleza lo que podríamos llamar su artefacto de la mirada. Un artefacto que implica la entreveración de momentos estéticos, políticos, filosóficos y –lo que resulta muy importante en el volumen que nos ocupa– biográficos.
En otro ensayo como “Coger un papel y dibujar” (la traducción es española) incluso hay espacio para aseveraciones de carácter, digamos, mítico: si nos olvidamos de los medios técnicos, asegura en el ensayo publicado en 2007, “el acto de mirar con concentración, de cuestionar la apariencia del objeto que uno tiene delante, ha variado muy poco a lo largo de los milenios”. Berger lo ejemplifica comparando “la mirada de los antiguos egipcios” con la mirada “de los bizantinos del Bósforo o de Henri Matisse en el Mediterráneo”, pero no ofrece mayor explicación de semejante arrebato intelectual. Aquí, sin embargo, no es tan importante: basta ofrecer la imagen, dibujar sus elementos y poner en tensión diversas épocas para, en este caso, proponer una primacía casi ahistórica de la mirada. Esta no es, entonces, tanto una frase teórica como un esbozo sobre papel. Por ello, John Berger, muerto hace tan poco tiempo, en 2017, ha podido dispersarse sobre el siglo: entrar en sus acontecimientos sin fijarse a una escuela o etapa en específico. Si alguien preguntara por lo que el escritor representa, sería difícil decirlo con certeza. Berger está como apareciendo y desapareciendo entre los vericuetos de la historia. Creo que por eso su lectura genera una simpatía de carácter amistoso; no es una figura, como Lenin, que genere fascinación, esto es, una atracción parecida al temor. ¿Es Berger, por ello, una figura poco peligrosa? Honestamente, no sabría decirlo, pero creo que el peligro por sí mismo no es un una categoría de valor. El artefacto de Berger sirve, en todo caso, para procurarse otro tipo de ciclos temporales: cuanto menos se fija a los símbolos de un momento, sin por ello desprenderse de su politicidad mundana, más dúctiles resultan sus recorridos. Así, los ensayos recogidos en Panorámicas (el más antiguo, de 1953; el más reciente, de 2015) pueden leerse de forma coherente y sus temas, desde las disertaciones sobre el fin del retrato hasta un bello homenaje a Rosa Luxemburgo, por la fertilidad de su imaginario, pueden entremezclarse con libertad. De la misma forma que sus personajes: Max Raphael, Walter Benjamin, Roland Barthes, James Joyce o Gabriel García Márquez. Todo, todos, están contenidos en un “mientras tanto” [meanwhile], título del último ensayo recogido en Panorámicas. ¿No deberíamos usar esa fórmula como acompañante de todas nuestras enunciaciones políticas? Parece un recordatorio menor, pero es notable que sigamos concibiendo de manera definitiva cualesquiera que sean nuestras formulaciones sobre el mundo, incluidas las apocalípticas (no hay fin del mundo, podríamos decir siguiendo a Berger, sino fin del mundo mientras tanto…).
Las visiones de nuestro escritor sortean los escollos del tiempo –también los de su propia muerte– porque son posiciones políticas menos su sistemas (por lo menos los ya nombrados), porque son posiciones históricas menos sus episodios (por lo menos los ya legitimados). “Para el verdadero estratega hasta los datos más pequeños pueden tener importancia”, dice en un momento respecto a Frederick Antal. Recoge una intuición de Max Raphael cuando afirma que “la mente creativa disuelve aquellas cosas que parecen sólidas”; afirmación similar a la que hace, naturalmente, sobre la obra de Joyce. Propone, en 2006, que los museos terminarán por otorgar mayor relevancia al proceso de producción que a la obra (“se verán obligados a reconocer su siglo”). Entrevé, en 1992, que la marginalización de lo espiritual, frente al materialismo duro de los sistemas políticos modernos, terminará por reclamar su sitio. Y pide “otras medidas, no codificadas, pero precisas, para calcular las cosas”, como las que operan cuando reconocemos inmediatamente una voz al teléfono. Se trata, en fin, de la mirada de un hombre que vio, desde su nacimiento en 1926, la sacudida de todos y cada uno de los órdenes sociales, políticos y técnicos de la historia, y que en el cambio de siglo, pedía tan sólo “una imagen figurativa que sirviera como baliza”. Mientras tanto.
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