jueves, 4 de julio de 2019

Julián Rodríguez, un recuerdo

Abrí Cultivos (2008) y leí: “A mediados de los ochenta, Samuel Beckett era mi dios, y Thomas Bernhard y Peter Handke sus apóstoles”. Más adelante, unas líneas sobre Zama y El silenciero, de Antonio Di Benedetto. Por eso fui tan feliz el día en que, años más tarde, Julián Rodríguez (1968-2019) me escribió para decirme que publicaría mis libros. Me lo decía un escritor que admiraba (que admiro), con el que sentía una afinidad infrecuente (aún la siento), y que había fundado junto a Paca Flores una de las editoriales más sugerentes de la lengua, Periférica.

Vuelvo, ahora que se ha ido, a sus Piezas de resistencia, un par de libros singulares. El primero, publicado en 2004, toma su título de una pieza de Daniel Guzmán, Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás. El segundo es el ya mencionado Cultivos. Se trata de volúmenes fragmentarios, que amalgaman pasajes autobiográficos, reflexiones sobre arte, escenas de lectura (y de escritura), momentos políticos, apuntes de viaje, imágenes. El perfil de Julián emerge sutilmente: cocinero, escritor, editor, galerista, hijo, hermano, tío, amigo. Un agitador cultural, con una sofisticación extrema. Esa sensibilidad particular se expresaba en todos sus proyectos.

Las Piezas de resistencia pueden entenderse como una extraña novela de formación, intelectual y sentimental. Hijo de campesinos, le interesaba el concepto de “cultivo”, vinculado etimológicamente al de “cultura”. Algo que se practica, que se honra. De algún modo, aunque supo pronto que trabajar la tierra no era lo suyo, Julián siguió el magisterio de su familia y fue paciente en lecturas, en observaciones, en indagaciones. De ahí surgieron poemas, relatos, ensayos, novelas. La revista Sub Rosa. El bar La Torre de Babel. La galería Casa Sin Fin. La editorial Periférica (cuyos libros, además, diseñaba). Como escribió Iván de la Nuez: “Una faceta separada de Julián Rodríguez basta para dar por satisfecha cualquier vida”.

Separados por el Atlántico, amistados por correspondencia, nos vimos sólo dos veces. Una en la Ciudad de México, donde se detuvo rumbo a la FIL de Guadalajara. (Cenamos, firmé contrato, hablamos de autores mexicanos, argentinos y españoles, disfruté de su acento extremeño.) La otra en Madrid, junto a Laura Pardo y Paca Flores. (Una tarde de larga conversación, de caminata, cervezas y tapas.) El tiempo se dilataba, a su lado. Como en su prosa, contenida y puntual. Sus cartas, sin embargo, estaban escritas en verso.



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