jueves, 1 de agosto de 2019

Lo siniestro está en lo familiar

Amparo Dávila (Pinos, Zacatecas, 1928) es una escritora de lo ambiguo, de lo indeterminado. Una narradora cuyos protagonistas se enfrentan a situaciones que casi siempre son producto de su percepción, de la aprehensión de sus sentidos, especialmente la vista y el oído. Por su naturaleza extraña y subjetiva, sus experiencias suelen ser puestas en tela de juicio por otros personajes y por el lector mismo: ¿lo que ve y escucha el protagonista es real o sólo un producto de su imaginación? Es esa incertidumbre de la que habla Todorov en su Introducción a la literatura fantástica, y que en el caso de la autora zacatecana nace del terror que se instala en las esferas de lo doméstico y de lo cotidiano, de aquello que nos es familiar.

Así se puede ver en El huésped y otros relatos siniestros (Fondo de Cultura Económica, 2018), una antología de esta nonagenaria escritora ilustrada por el argentino Santiago Caruso (Quilmes, 1982). Conformada por 13 relatos y un poema, y dirigida a lectores jóvenes, se trata de una edición que da cuenta de las obsesiones presentes en los cuatro libros de cuentos de Dávila: Tiempo destrozado (1959), Música concreta (1964), Árboles petrificados (1977) y Con los ojos abiertos (2009). El desquiciamiento de sus personajes debido a presiones sociales es una de esas obsesiones.

“La señorita Julia”, “Música concreta” y “El último verano” son cuentos en los que es posible apreciar la cuestión de la percepción, si se quiere paranoide, en los personajes de Dávila. En “La señorita Julia”, la “vida sana, metódica y tranquila” de una secretaria solterona se ve trastornada luego de que empieza a oír por las noches el ruido de lo que imagina son ratas. Las habladurías en la oficina provocadas por el descuido que ha traído su falta de sueño y descanso, así como su frustrado plan de matrimonio, debido también a su alteración, intensifican, conforme avanza el relato, su obsesión por las ratas, que luego de oírlas, empieza a creer ver y tocar. “Música concreta” tiene como protagonistas a un par de amigos perturbados por el adulterio del que ella es víctima, y que la lleva a identificar a la amante de su marido con un sapo amenazante que escucha croar todas las noches en su jardín. Mientras que en “El último verano”, la estabilidad física y emocional de un ama de casa en edad madura se ve alterada luego de que descubre que espera un séptimo hijo. El aborto que tiene una noche en su huerto le trae sólo una paz momentánea, pues después verá en los gusanos hallados entre jitomates el renacer de los coágulos de sangre enterrados ahí.

Los tres cuentos tienen como protagonistas a mujeres que de alguna u otra manera buscan cumplir con las expectativas generadas por la sociedad, y las cuales van desde la eficiencia en el trabajo hasta la consecución y la conservación del matrimonio, así como el ejercicio de una maternidad sacrificada. En todos, la intriga es causada por un cambio que sufre la protagonista, un cambio físico: desaliño, distracción, que no es más que un reflejo de su caos interior. En los tres relatos, asimismo, es en la noche y durante el insomnio que los monstruos de las hasta entonces ordenadas vidas de estas mujeres cobran forma, a través de animales que podrían existir sólo en su imaginación.

Lo indeterminado, lo enrarecido, propio de la ficción fantástica, también lo expresa Dávila a través de personajes que se hallan a medio camino entre lo animal y lo humano. “El huésped”, uno de sus cuentos más conocidos, y el cual da título al libro, es el mejor ejemplo de ello. Un día, el marido de la narradora lleva a casa a un ser violento e indefinido que trastorna la vida de ella y de sus hijos. La compañía de esta criatura significa para esta ama de casa una tortura impuesta por su marido, para el que ella representa “algo así como un mueble”. La mujer describe a su temido e indeseado huésped: “Era lúgubre, siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo” (p. 37), pero nunca lo nombra; lo designa con un artículo determinado: “Mi marido lo trajo…”, “No pude reprimir un grito de horror cuando lo vi…”, y, no obstante, nunca lo acaba de definir. “Guadalupe y yo nunca lo nombrábamos, nos parecía que al hacerlo cobraba realidad aquel ser tenebroso. Siempre decíamos: ‘Allí está, ya salió, está durmiendo, él, él, él…’” (p. 38), dice en algún momento.

“Alta cocina” es otro cuento habitado por seres no identificados. En sólo dos páginas, un hombre recuerda cómo en su infancia unos inquietos seres gritaban de manera desgarradora mientras eran cocinados, en un platillo que era considerado un banquete para su familia y los invitados. “No había misericordia en aquella casa. Nadie se conmovía ante esa crueldad”, comenta en alguna parte.

En El huésped y otros relatos siniestros, como ocurre en general en la narrativa de terror, la acción transcurre casi siempre al interior de una casa, en un espacio cerrado. Una finca, un departamento, incluso una cocina o una recámara se pueden convertir en la cuentística de Dávila en lugares oscuros, sombríos, a causa de la complicada relación que tienen los protagonistas ya sea con su esposo, hijos, padres o hermanos. Lo siniestro, parece proponernos la autora, está en lo familiar, en lo cercano, en aquello que nos es conocido.


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