jueves, 6 de febrero de 2020

Cine mexicano en Sundance 2020

Este año el circuito de festivales comenzó con fuerza para el cine mexicano. En la reciente edición del Festival de Cine de Sundance, que se llevó a cabo del 23 de enero al 2 de febrero en Utah, Estados Unidos, la presencia mexicana fue contundente, las películas proyectadas mostraron una cierta unidad en cuanto a búsquedas y, también, desarrollos estéticos y narrativos tan específicos como maduros. Aquí, una serie de reflexiones alrededor de estas propuestas que sin duda discutiremos a lo largo del año, se trata de filmes cuyos rostros nos miran fijamente a los ojos.

Como todo arte, el cine responde a su tiempo. Más allá de su vertiente –siempre debatible– como ficción o documental, existe algo en el modo de mirar y narrar las historias que da cuenta de aquello que sucede más allá de la pantalla. La imagen en movimiento sublima dolores, inquietudes y anhelos convirtiéndose en una suerte de documento histórico. De esta forma, los festivales se vuelven un archivo revelador que responde a perfiles e intereses de las entidades que los organizan. ¿Por qué son estas las historias que se cuentan? ¿Por qué son estas y no otras las películas que vemos en este lugar?

Durante Sundance, la intención de las miradas mexicanas fue clara. Se proyectó un cine que continúa asomándose –tanto a los microcosmos como a gran escala– a los dolores insoportables, las ausencias y la rabia; el amor como única posibilidad de encarar el horror, como estrategia de supervivencia, también distingue a estas películas. Entre historias de madres e hijos, amantes, reencuentros, sueños, desesperanza, indignación y búsqueda de justicia, el cine mexicano proyectado en Sundance encuentra maneras de poetizar el desasosiego y la violencia, destacando destellos de luz posibles y haciendo que el espectador se vea envuelto en un ejercicio tanto mágico como catártico. 

A través del énfasis en los rostros, la cámara captura relieves, pliegues y colores que condensan el dolor y el aislamiento causados por la desesperación en Sin señas particulares (Fernanda Valadez, 2020). Esta cinta, especie de micropaisaje expresivo, sigue la historia de Magdalena (Mercedes Hernández), cuya búsqueda de su hijo desaparecido la hace emprender un camino que se cruza con los de otras personas alcanzadas por la misma angustia, cada una de ellas viviéndola desde sus respectivas trincheras. El filme nos obliga, sin tregua alguna, a mirar de frente el calvario inimaginable que viven tantas familias en México. Otra madre que ha reconocido el cadáver de su hijo le dice a Magdalena “a lo mejor el tuyo está vivo”. Frente a un dolor común, la esperanza individual se convierte en esperanza compartida. La película resonó en los espectadores y el jurado de tal manera que obtuvo el premio del público a mejor película extranjera de ficción y el premio a mejor guion para la directora y Astrid Rondero.

Vivos (Ai Weiwei, 2020), en cambio, apuesta por alejarse un poco y enmarcar a los familiares de los desaparecidos en México dentro de sus espacios cotidianos en un constante recordatorio de la ausencia que habita sus hogares. La vida sigue, sugieren estas imágenes, pero el dolor, la injusticia, la incertidumbre y la indignación permanecen. El documental (de producción alemana) genera la sensación de mirar a seres estancados en el tiempo, idea aterradora ya que las cifras van a la alza, cada día son más los que lidian con la ausencia de sus desaparecidos y buscan justicia.

Los espacios son igualmente cruciales en la puesta en cámara de Te llevo conmigo (2020), una fábula amorosa protagonizada por dos dreamers: Iván (Armando Espitia) y Gerardo (Christian Vázquez). Esta cinta, dirigida por Heidi Ewing, cuenta con elenco y productores mexicanos. Si bien la cinta (fotografiada por Juan Pablo Ramírez) cae en algunas trampas sentimentales, es tremendamente entrañable gracias al desarrollo de la relación de los protagonistas. Desde las miradas de seducción en sus primeros encuentros y la ternura de sus primeros besos hasta la angustia que viven al cruzar la frontera y la completa desesperación de saberse confinados, la fuerza del filme recae en los extremos emotivos que alcanzan los actores. Es una historia de distancias –que se manifiestan visualmente desde el inicio en cuadros con divisiones que separan a los personajes–, cristalizando aquello que quiere ser alcanzado pero que siempre permanece un poquito lejos: distancias que van más allá de la frontera, hay algo que está siempre a la vista pero fuera de alcance, una utopía.

El caso de Blanco de verano (Rodrigo Ruiz Patterson, 2020) es sin duda el que más se separa de las posturas políticas para explorar un periodo de cambio dentro de un microuniverso habitado por una madre y su hijo. Rodrigo (Adrián Ross), a sus 13 años, se enfrenta a su primera gran pérdida cuando la burbuja afectiva que comparte con su madre es reventada por un invasor; el chico no sabe dónde colocar los sentimientos que lo rebasan. El trabajo de Ruiz Patterson, de una madurez sorprendente –se trata de su primer largometraje de ficción–, encuentra su fuerza en la relación entre los espacios, las personas y los objetos que lo habitan. Por ejemplo la secuencia en la que Valeria (Sophie Alexander Katz) y Rodrigo platican con las bocas llenas de espuma mientras se lavan los dientes –y se entienden–; o aquella en donde el niño decora su pequeña guarida. Blanco de verano es una cinta sobre el crecimiento, el desamor y la posibilidad de reencuentro a partir de las grietas que existen en las relaciones. Es, además, un gran relato adolescente que lejos de ridiculizar o juzgar los arrebatos de su protagonista, los dimensiona en función de su mirada, la mirada de alguien cuyo mundo se está derrumbando.

Al revisar en conjunto estas visiones mexicanas queda la sensación de haber presenciado una especie de grito: intentos de sublimar el dolor cotidiano de maneras que nos permitan, en la medida de lo posible, escapar al adormecimiento. En un país que parece por momentos estar habitado por fantasmas, las historias se vuelven armas cruciales contra el silencio y el olvido. Aunque diversas, el hilo conductor de estos trabajos es la imagen en movimiento como estrategia de resistencia, como recordatorio de la esperanza.



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via IFTTT Fuente: Revista La Tempestad

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