Quienes no lo sepan, tienen aquí la primera noticia: «todos» los escritores somos invitados «todo» el tiempo por «todas» las personas a responder a la pregunta acerca de si la literatura de ficción puede cambiar la realidad, una pregunta que, con diferentes acentos y en formulaciones diversas, recorre la historia de la relación entre ciertos libros y ciertos lectores; ante nuestra incapacidad para responder de forma taxativa, nos refugiamos a veces en la salvedad de que antes de hacerlo debemos definir a qué literatura de ficción nos referimos (y, desde luego, a qué realidad, aunque éste es un tema considerablemente más arduo) y damos la cuestión por zanjada: se trata, para decirlo de algún modo, de la alfombra debajo de la cual los escritores barremos ciertas preguntas incómodas. Vamos a levantar esa alfombra.
Un modo viable de responder a la pregunta de si la ficción puede cambiar la realidad quizás consista en preguntarnos si existe algún tipo de literatura de ficción que NO pueda hacerlo; de existir, pienso que podemos encontrarla en, por ejemplo, aquellos textos que abordan hechos trágicos del pasado reciente a la manera de la novela policial o policiaca: articulados a partir de convenciones que podemos reconocer con facilidad, incluso aunque a menudo nos resulte difícil formularlas de manera explícita, esos textos dejan en el lector la impresión de que las injusticias y los crímenes a los que asiste durante la lectura tan sólo tienen lugar en ella; esto es, que el lector emerge tras la lectura del libro a un mundo más justo o más bueno y que no merece ser cuestionado; son textos ineficaces desde el punto de vista político, en la medida en que invitan a no hacer en vez de a hacer y ofrecen la tranquilidad de una mentira antes que la inquietud de una mentira (literaria) que permita vislumbrar una realidad mayor y menos agradable.
Digamos algunas palabras más sobre este tipo de textos: son el resultado de una cierta forma de concebir la literatura para la cual aquello que puede ser comercializado es mucho más importante que lo que exige ser creado para enriquecer la discusión en torno al arte y la sociedad. La literatura escrita con buenas intenciones, la que se atiene al sentido común, la que apela a nuestros instintos más básicos en torno a lo que puede y debe decirse, la que sólo cree «ser» si se habla de ella y se vende, la que exige cuotas y aborda los temas serios con seriedad y habla de los desastres desastrosamente es el tipo de literatura que no contribuye en absoluto a la ampliación del repertorio de posibilidades y es, por lo tanto, ineficaz para cambiar la realidad.
(No deja de ser literatura política, por supuesto, y lo es a pesar y quizás sin el consentimiento de sus autores, quienes, creyendo ser apolíticos, se manifiestan implícitamente a favor del mercado y a favor de las desigualdades que éste provoca: la disponibilidad absoluta para su consumo por parte de cierta literatura sólo pone de manifiesto su absoluta falta de disponibilidad a plantearse los grandes temas del presente, en particular los que tienen que ver con el dinero.)
Pero existe otro tipo de literatura, minoritaria aunque bastante relevante pese a todo, en la cual los autores se preguntan cómo narrar hechos trágicos de una forma en que la respuesta del lector contribuya a un esfuerzo colectivo por acabar con ellos. Este tipo de literatura, que me interesa particularmente como lector y como autor, es aquella que, siendo consciente de los límites que impone al arte su condición de hecho social, trabaja «sobre» esos límites.
Esta literatura a la que me refiero tiene muy poco o nada que ver con las simpatías políticas de su autor, y absolutamente nada con las buenas intenciones: es un tipo de literatura que establece una disociación muy concreta entre la conducta personal y la obra de arte (excepto que pensemos en la existencia social del escritor como el resultado de la confusión natural entre vida personal y obra; o, mejor aún, que digamos que el escritor es básicamente lo que hace, que no es una mala manera de verlo en todo caso) y presta tanta atención a lo que cuenta como a la forma en que lo cuenta.
Puesto que las convenciones narrativas (no sólo las que afectan a la literatura, sino al mundo de la cinematografía, a la circulación del arte contemporáneo y a otros) son la expresión de prácticas y convenciones que presiden nuestra sociedad (en la medida también en que el pacto con el lector que se establece en los textos es el resultado del pacto que establecemos todos nosotros en tanto ciudadanos con el Estado, un pacto de representatividad), parece necesario reivindicar un tipo de literatura que tiende a establecer nuevos contratos con el lector y busca nuevas formas para contar las cosas. Al hacerlo, desde luego, esa literatura tropieza con un límite, que es el del gusto de las masas y el del sentido común con el que tan a menudo se censura a ciertos artistas y escritores y se les invita a que regresen por sus fueros, olvidando que esos artistas tienen por fuerza que abandonar esos fueros para expandir los límites de lo posible, de lo decible y de lo mostrable en nuestra sociedad. Las ideas de orden y de corrección literarios son cárceles en las que se recluye a escritores y a lectores, lo cual no es en absoluto sorprendente; lo sorprendente es que tantos de ellos se encierren voluntariamente en esas cárceles y arrojen la llave lejos de su vista.
Existe la percepción de que la literatura es ineficaz como herramienta política, y, desde luego, lo es en un sentido lato. Pero la literatura también opera en el ámbito de la historia de las mentalidades, un ámbito que está en permanente transformación y que sufre procesos de cambio que a menudo se extienden en un período mayor que el puramente electoral (y, por tanto, resultan a veces imperceptibles), pero en el que los cambios y las transformaciones que se producen son duraderos. Para dar un ejemplo de esto, diría que nuestro mundo debe más a El amante de lady Chatterley del inglés D. H. Lawrence que a los censores que en su momento quisieron hacer inaccesible esa obra a los lectores y retirarla de la discusión sobre los libros y la sociedad.
La razón por la que nuestro mundo y la libertad sexual de la que disfrutamos en este momento deben mucho más a ese texto que a sus censores (que sostenían una imagen de la sociedad monolítica vinculada con una supuesta supremacía de los hombres sobre la mujeres, por ejemplo) es que Lawrence se atrevió a cruzar un límite que se le había impuesto y que otros autores se habían impuesto a sí mismos, que era el límite de lo que se podía decir o de lo que se podía mostrar en la sociedad inglesa de comienzos del siglo XX. Al hacerlo amplió el repertorio de posibilidades, enriqueció la discusión y transformó el mundo de una manera mucho más profunda y permanente de la que lo hicieron sus enemigos.
Con esto quiero decir que la ficción puede cambiar la realidad, para lo cual se requiere que sea buena ficción (es el caso del libro de Lawrence) y sea ficción valiente, y de que sus autores asumamos la responsabilidad de intervenir en el marco de los discursos que nos resultan más significativos sin abandonar la ambición de que nuestros textos sean mejores y más relevantes que aquellos que los han precedido; es decir, en la medida en que (de manera intuitiva, a veces cometiendo errores, pero también con la percepción de que la literatura y el arte en general tienen mucho que decir sobre nuestras relaciones con el mundo que nos rodea) busquemos enriquecer el ámbito de los discursos en vez de empobrecerlos y que, aun teniendo empatía para con las víctimas, asumamos que la tarea de darles una voz de manera de obtener una respuesta concreta y política de nuestros interlocutores debe por fuerza resultar en una voz nueva y que en eso radica el poder del arte. Le resultó posible a D. H. Lawrence allí y entonces y no parece haber ninguna razón por la que no sea posible aquí y ahora.
2017
La entrada Debajo de la alfombra de los escritores se publicó primero en La Tempestad.
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