La historia de la relación entre literatura y tribunales es la historia de un encubrimiento. Detrás de las acusaciones de obscenidad y ofensas a la moral se ha ocultado siempre la imposibilidad jurídica de perseguir el verdadero delito: la infracción de la sintaxis burguesa. Existen lecturas que permiten documentarlo, de El origen del narrador. Actas completas de los juicios a Flaubert y Baudelaire (Mardulce) a El exterminador hizo bien su trabajo. Juicio contra William Burroughs (La Felguera), pasando por El libro más peligroso. James Joyce y la batalla por ‘Ulises’ (Es Pop). Como explica Damián Tabarovsky en el prólogo al primero de estos títulos, los argumentos “apuntan a la relación tensa entre literatura y sociedad, a la pregunta por la autonomía del arte, a la interrogación por las condiciones sociales de recepción de un texto y, sobre todo, a la posibilidad de que la literatura roce la novedad, mantenga cierta intimidad con la ruptura, con lo nuevo, con aquello que viene a cambiar el estado de las cosas”.
Aunque actualmente, en buena parte de los países occidentales, es bastante improbable que un autor sea llevado al banquillo de los acusados por atentar contra la moral por el contenido de un libro, los tribunales han cambiado de lugar: sin la excusa jurídica, los actores de las redes sociales (y su posterior amplificación en los medios) son perfectamente capaces de condenar un texto que se revela indócil ante las normas establecidas por un grupo de opinión. En ese espacio la distinción entre el autor y el narrador se emborrona, como antes del juicio a Flaubert, e incluso se exige a los escritores que se hagan cargo de las acciones y los dichos de sus personajes. Un amplio sector social tiene la Advertencia Miranda en la punta de la lengua: “Cualquier cosa que diga puede y será usada en su contra en un tribunal de justicia”.
Los grupos editoriales anglosajones han tomado nota de este ambiente, con lo que una nueva figura comienza a normalizarse en la industria del libro, el sensitivity reader, encargado de rastrear en los manuscritos las infracciones a las normas de corrección política, anticipándose a futuros escándalos y tormentas de ira por cuestión de género, raza o nacionalidad. Y aquí, en este punto, se juega algo crucial para la literatura contemporánea: en el paso de las sociedades disciplinarias a las sociedades de control (diagnosticado por Deleuze a partir de Burroughs) ya no es necesario llevar a los escritores ante el tribunal; basta con que evalúen voluntariamente las consecuencias de ejercer su libertad artística frente a la llamada opinión pública, cuyo dictamen podría determinar su viabilidad como autor en el mercado editorial.
Dos novelas de 2019 permiten pensar esta situación desde sus estrategias de escritura, desde su cálculo. Son paradigmáticas por el modo en que incorporan al relato maneras de entender la relación entre literatura y moral de época. Desierto sonoro (Sexto Piso), de Valeria Luiselli, y Degenerado (Anagrama), de Ariana Harwicz, pueden leerse además a la luz de las posiciones que ambas autoras han decidido transparentar en los medios, lo mismo en columnas de opinión que en entrevistas.
Para todos los efectos, Luiselli es una autora global. Radicada en los Estados Unidos, la mexicana escribió su novela más reciente en inglés, con el título Lost Children Archive (Archivo de los niños perdidos), finalista del premio Booker y traducida a numerosos idiomas (entre ellos el español, donde se convirtió en Desierto sonoro). El relato –que sostiene su carácter contemporáneo en el mal de archivo y la intertextualidad– narra a través de distintas voces el viaje en auto de una familia (ella, él, la hija de ella, el hijo de él) de Nueva York a los territorios de la Apachería. La road novel alterna el testimonio de la madre (trasunto evidente de la autora) con el del niño de 10 años de edad, así como fragmentos de un libro apócrifo, para contar en planos paralelos la separación de una pareja (el marido es, aquí, un espectro informe: carece de voz propia) y la tragedia de los niños migrantes, cuyas vicisitudes son incorporadas en fragmentos informativos que nos recuerdan de manera constante de qué lado está el corazón de la narradora en tiempos de Trump. Al promediar la novela, en las últimas páginas de la primera parte (la perspectiva de la madre), el lector encuentra una escena que revela el núcleo moral (que no político) del libro. La mujer, documentalista sonora que trabaja en un proyecto sobre la migración infantil a los Estados Unidos, hace viajar a su familia hasta un aeropuerto del que, según le han informado, despegan aviones con niños deportados. Al constatarlo a la distancia, la narradora actúa su indignación: “Desde algún oscuro y desconocido rincón de mí misma se desata una rabia súbita, volcánica, indomable. Le doy una patada a la malla de la reja con todas mis fuerzas, grito, pateo de nuevo y lanzo mi cuerpo contra el metal, aúllo insultos a los oficiales. No pueden oírme por las turbinas del avión. Pero sigo gritando y pateando hasta que siento los brazos de mi esposo rodeándome desde atrás, sosteniéndome con firmeza. Más que un abrazo, una contención”.
Desierto sonoro contiene logrados –a veces conmovedores– pasajes sobre la intimidad y lo cotidiano, sobre los pequeños gestos y la ternura que circula entre los miembros de una familia que pronto se desmembrará, pero no problematiza su sintaxis. “Sueña caballos” contiene las 25 páginas más osadas del libro, una frase-paralaje que engarza los puntos de vista de los hijos de la pareja y los niños migrantes a través de un ave que surca el cielo; como la autora revela en sus notas finales –más explicativas que bibliográficas–, el recurso proviene de La señora Dalloway: antes que una invención producto de la novedad en los materiales narrativos, se trata de un homenaje a la vanguardia. En una columna que Luiselli escribió para el periódico español El País (29/7/2016), comprensiblemente preocupada por las actitudes del trumpismo hacia los inmigrantes, escribió: “En tanto usuarios de un lenguaje, nuestra responsabilidad es custodiarlo y renovarlo. Y, por supuesto, corregirlo, cuando ese lenguaje se agota y se demuestra insuficiente para describir la creciente complejidad de nuestro mundo común. La corrección política es un compromiso con las palabras, con la tarea cotidiana de corregir el lenguaje público para poder estar siempre reimaginando el mundo en el que queremos vivir”. ¿Y si la tarea de los escritores no fuera custodiar sino desestabilizar la frase, para evitar que adopte la gramática del poder? Compárese esa idea correctiva del lenguaje con lo que sigue: “En distintas épocas hubo castigos externos: podían colgarte, matarte, prohibirte, someterte por distintos motivos. Con la corrección política ocurre algo mucho más eficaz: la autocensura”. Habla Harwicz en una entrevista con el diario argentino Clarín (8/9/2019), donde agrega: “Y la censura no sólo es temática. Abarca al lenguaje, a la palabra que voy a escribir. ¿Se entenderá, será rara, le caerá bien al lector? Cuando entra eso en tu escritura está todo arruinado, es como la lepra, aunque publiques y vendas y te traduzcan a veinte idiomas”.
Nominada al Booker por la traducción inglesa de su primera novela, Matate, amor (2012) –recientemente publicada en México por Dharma–, Ariana Harwicz ha hecho del desafío a la moral de la época una poética. ¿Qué le pasa a la frase cuando es el vehículo de ciertos discursos?, se pregunta. Luego de desnaturalizar la relación entre madres e hijos en sus tres libros anteriores, la autora argentina radicada en Francia publicó, en pleno affaire Matzneff, el monólogo de un pedófilo: Degenerado. No es casual que el narrador de la novela se dirija a un jurado (vienen a la mente El extranjero, Lolita, El libro de las pruebas) para acusar a la sociedad, contradiciéndose, celebrando a Stalin y a Videla, defendiéndose de lo que se le acusa pero también defendiendo sus apetitos: “El deseo es el deseo, cómo va a ser legislado”. Degenerado no nos reserva ninguna lección moral, pero desde la primera frase nos coloca en una posición fascinante, como si leyéramos un móvil en el que las palabras se desplazan, giran, cambian de significado, se revelan cómplices en la justificación de lo peor. “La mente es como un trineo inmundo que nos arrastra por malos caminos dejando huellas para que nos atrapen, callate y decí por qué la manoseaste, por qué la infiltraste en tu casa para enseñarle sobre las aves y las abejas”: así nos recibe Degenerado. Practicar la suspensión estética de la moral implica riesgos: dar voz a lo abyecto, sin juzgarlo, quiebra la coherencia discursiva, obliga al relato a asumir lo informe y, con ello, a dejar que el lector saque sus conclusiones sin actuar la indignación en su nombre.
Carta de Flaubert a Baudelaire (llevado a juicio por Las flores del mal), viernes 14 de agosto de 1857: “¿Contra qué ha atentado usted? ¿Se trata de la religión? ¿De las costumbres?”. No tenemos la respuesta, pero sabemos que, como el autor de Madame Bovary, como después Joyce o Burroughs, había atentado contra el realismo y su sintaxis. Se había negado, en suma, a reproducir la retórica y el imaginario del Estado.
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