Rodrigo Fresán dice que se inventa recordando hacia adelante, como si el futuro fuera un refugio, el campo para la resistencia. La frase tiene casi demasiado sentido y podría imaginársela como dicha por Cocteau a Man Ray ese atardecer de noviembre de 1922, en el preciso instante en que le pide que fotografíe a Proust, que acaba de morir. Inventar hacia adelante es aumentar la memoria, correrla del presente, quizás porque la realidad está sobrevalorada, como decía Nabokov. Proust y Nabokov, entonces, ya no como escritores sino, como los entiende Fresán, vueltos un sistema de hábitos de lectura. La trilogía que viene a completar La parte recordada (2019) es un prospecto de daños y beneficios colaterales: ¿qué efectos secundarios puede producir el intento de hacer pasar toda la vida a través de la literatura?
Nabokov (la forma del libro confundiéndose con su trama) y Proust (escribir como una grafomanía nocturna a medio camino entre el soñar y el recordar) son los pasos de un aprendizaje, casi un comportamiento adquirido a fuerza de entender la literatura lejos de toda didáctica. El disfrute de la trilogía de Fresán es casi primitivo. Uno puede imaginarlo reventando una palabra contra otra para ver qué tiene adentro cada una. Para esta época en la que la literatura tiene problemas para diferenciarse de la realidad, la ciencia del caos fresaniana requiere de una conciencia inactual, el tipo de actitud incontaminada por el presente digital que se ponderaba en La parte inventada. El cierre de la trilogía es una novela-cortocircuito, un objeto que se apaga y se enciende con cada parpadeo producido en la lectura.
Contar una historia es siempre ponderar un nivel de percepción por sobre otro; pero darle una trama a la memoria es otra cosa. La memoria está siempre llena de ruido; pescar imágenes, fantasías y sueños en ese lugar es peligroso. Nunca se sabe lo que puede aparecer cuando se tira de determinadas cuerdas. La trilogía de Fresán tiene algo de monstruoso; parece el intento de crear una categoría donde pueda entrar absolutamente todo, un poco a la manera en que Borges pensaba el insomnio. Sólo el recuerdo entendido como una variante de la obsesión, pero diseñado como un método para preservar el asombro, puede alumbrar una ¿novela? total como esta. Si Barthes trató a Proust de “embalsamador”, esa línea de dementes que no deja de entender la literatura como un pozo en el cosmos capaz de tragarlo absolutamente todo merece otra etiqueta forense que pueda reflejar la extraña obsesión por las palabras que respira en todas y cada una de las páginas de esta novela hipnagógica.
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