lunes, 10 de febrero de 2020

Visita a Margo Glantz

Con la generosidad y el sentido del humor que la caracterizan, Margo Glantz abrió a La Tempestad las puertas de su casa y de su estudio. Ahí, la escritora mexicana habló del modo en que compone sus libros, así como de la naturaleza viajera de su vida y de su obra. 

 

Ordenar el caos 

Margo Glantz encarna, cuando abre la puerta, lo que uno entiende por serenidad. Toma las cosas con calma. Su casa se encuentra al sur de la ciudad de México, cerca de la plaza de Coyoacán. A pesar de que la vivienda, de tres pisos, está en una zona residencial medianamente frecuentada (caótica los fines de semana), tengo la impresión de que adentro cunde el silencio. La sigo hacia su estudio, subimos por unas escaleras. Intercambiamos impresiones sobre el tráfico y, muy pronto, advierto que la escritora es capaz de conversar sobre temas como el clima o el caos vial sin caer en lugares comunes. 

Cruzamos un pasillo flanqueado, a la derecha y hacia abajo, por un patio y un pequeño jardín y, a la izquierda, por una habitación cuyos muros están cubiertos de libros. En esta habitación, una pequeña cama, no para dormir -al menos no lo parece- sino para leer recostado. Al final del pasillo, otra habitación, un pequeño sofá, un escritorio, más libreros y más libros. Pero no hemos llegado aún a su lugar de trabajo. En la esquina de este espacio, una escalera de caracol. Finalmente, arriba, en la parte más alta de la casa, el estudio. 

Pasan de las siete de la tarde, pero el sol de verano aún ilumina el lugar. Es un espacio amplio, de techos altos. Los ventanales dan a una terraza con un pequeño jardín, desde donde puede verse la calle. Los libreros son de madera oscura y, como los de los pisos inferiores, también de piso a techo, están repletos. Sobre ellos, artesanías mexicanas, recuerdos de viajes, cuadros, fotografías, objetos ordenados siguiendo un patrón oculto. Puedo distinguir debajo de libros dedicados a la historia del arte, en el centro de la habitación, clásicos de la literatura encuadernados, descansando sobre un librero detrás de un sillón. Glantz se sienta en él. “¿Quieres algo de tomar?”. Dudo. Enseguida: “Ay, mejor no, ya me senté, tendríamos que bajar de nuevo”. Imposible tomarlo a mal. 

En el librero más cercano, sobre el muro que da al patio, algunos títulos de cine y artes visuales. Al final de la habitación, su escritorio. Cuadernos, más libros, un teléfono que sonará en un par de ocasiones mientras conversamos. Una pequeña impresora y una computadora están ocultos debajo de una especie de chal o rebozo negro. “Parece que tengo ahí un funeral. Si quieres lo quito para que puedas ver la computadora”, dice, antes de levantarse para retirar la tela y descubrir las máquinas. Por un momento considero ahondar en esto, la palabra precisa que ha elegido para referirse a su espacio de trabajo, una imagen que recorre algunas de sus obras, por ejemplo El rastro (2002), pero mejor iniciar por otro lado. 

Platicamos, primero, sobre su rutina: se levanta temprano y escribe hasta el mediodía, o bien contesta correos electrónicos y llamadas o revisa textos. Su labor académica, algún tiempo dedicada especialmente a la docencia, y particularmente a la obra de Sor Juana (lo atestiguan títulos como Sor Juana: La comparación y la hipérbole, de 2000, o Sor Juana y sus contemporáneos, de 1995, entre otros), ha disminuido. Se concentra ahora en la narrativa. Por las tardes, generalmente, sale de casa. Sin embargo, pronto aclara que su disciplina depende del día a día, del ritmo que le imponen los fragmentos que elige ordenar. 

No sólo trabaja en la computadora. Lleva cuadernos, el primer cauce que reúne sus impresiones sobre lo cotidiano. Fragmentos es una palabra importante: gran parte de la obra de Glantz consiste, precisamente, en deducir cómo articular las imágenes o las palabras que la obsesionan. A menudo la asaltan frases que escucha en la calle, que lee en un anuncio de Palacio de Hierro o en retazos de textos que ha leído o trabajado tiempo atrás, retomándolos para tratarlos bajo una luz distinta. Las mil y una calorías (1978), su primera obra narrativa, está formada por aforismos o epigramas (o “fábulas”, como los llama ella); recurso al que regresó en Saña (2008), donde distintas líneas narrativas convergen: retratos de pintores como Spencer, Bacon y Freud (conversamos a unos días de la muerte de Lucian Freud, Glantz se demora digresivamente en “ese pintor de la carne, el pintor de la biología”) o textos recabados de sus diarios de viaje, que registran sus recorridos por museos de París o Nueva York. 

Este tipo de ficción, “más fragmentaria, más irónica, con un gran sentido del humor”, también se encuentra en otro par de libros gemelos: Doscientas ballenas azules (1979) y Síndrome de naufragios (1984), obras hermanadas por lecturas marítimas: Moby Dick de Melville, Llámame Ismael de Olson o las distintas apariciones de naufragios en la literatura universal, desde el Diluvio bíblico hasta las banales historias amorosas que son tempestades en un vaso de agua. Apariciones, otra palabra importante, le da título a su novela de 1996. Si El rastro se vincula a la música , la anatomía y las aflicciones del alma, Apariciones también presenta lazos con la música y la pintura, y otros de sus temas recurrentes, el cuerpo humano, sus límites y la cercanía entre mística y erotismo. Con el paso del tiempo Glantz ha conseguido amaestrar “la eliminación automática del material de desecho” que producen sus múltiples intereses. 

“Continúo mi labor detectivesca, no consiste en encontrar una voz perfecta, sino en reencontrar la voz que antes me ha conmovido”, leo en El rastro, una de las pocas novelas suyas no regidas por la fragmentación. En ella reaparece uno de los personajes que han ayudado a cohesionar parte de su narrativa: Nora García, alter ego que apareció antes en Zona de derrumbe (2001) y después en su versión expandida, Historia de una mujer que caminó por la vida con zapatos de diseñador (2005). Nora García no funciona como una máscara que permite vaciar experiencias; antes que un escondite, el personaje un hilo conductor. Glantz informa: ha escuchado hablar de otras Noras García. Está la Nora García locutora, por ejemplo, y está la Nora García que desempeña como secretaria del médico de un conocido suyo. Las posibilidades que esto abre dan pie a introducir, una vez más, el caos, el fragmento. En El rastro, sin embargo, se reconoce un cuidado extremo en la cadencia y el ritmo. Se logra, a través de la repetición de motivos, la ilación de una serie de elementos caóticos que, como si se tratara un hecho biológico, encuentran su propio orden. Es un proceso lento: el origen de El rastro puede rastrearse en la década de los ochenta. 

No es casualidad que en esa novela se hable de El malogrado, de Thomas Bernhard (uno de los autores con los que, junto con W.G. Sebald, Glantz encuentra afinidades metódicas). El malogrado, publicada cinco años antes de la muerte del austriaco, ficcionaliza pasajes de la vida de distintos músicos, entre ellos Glenn Gould, uno de los vértices de El rastro. Tampoco es casualidad que otro de los ejes de esta novela sea el corazón y sus aflicciones físicas o espirituales (términos clínicos como angioplastia o coronografía conviven con reflexiones sobre la imaginería del corazón utilizada para representar el estado del alma): el corazón, el órgano que entre su sístole y su diástole marca, como un metrónomo, la pauta de nuestras vidas. 

En la esquina del estudio en la que conversamos, por encima de las escaleras de caracol por la que subimos, un cuadro representa a un corazón (con precisión anatómica), levitando sobre un paisaje yermo. “La hizo mi sobrino Ariel”, explica Glantz. Se trata de Ariel Guzik, a quien está dedicado El rastro: “Además de artista visual es músico, se dedica a la electrónica y la investigación médica”. Es fácil comprender por qué le tiene tanto aprecio, independientemente de los llamados de la sangre: Guzik es un crisol de intereses, como su tía, a quien le interesan, y mucho, “muchas cosas al mismo tiempo”. Entiendo mejor ahora las capacidades de Glantz para la conversación: sus múltiples digresiones me obligan a prestar atención, reúnen varios intereses en una sola charla. Cuando, más tarde, terminemos de platicar, me preguntará cómo haré para ordenar lo que hemos hablado. 

Junto al cuadro de Guzik cuelga otra pieza del artista puertorriqueño Antonio Martorell, retrato familiar con el que ilustró la portada de Las genealogías (1981), libro que reúne textos aparecidos en el periódico Unomásuno, un panorama de la historia familiar de Glantz, que se remonta a la infancia de sus padres, y al momento en que emigraron a México desde Rusia; libro conformado, también, por “fotos, fragmentos de poemas, citas de libros, cartas, proverbios, chistes, recetas y memorias falsas, para inyectar la realidad y dar solidez a los recuerdos”. 

-Me sorprende- le digo- que hable tanto de caos y fragmentación. En contraste, su casa y su estudio parecen lugares tranquilos, organizados. 

Antes de contestar, sonríe. 

-Si vieras mis closets… 

Viajes

Pregunto por los textos en los que está trabajando. Tiene dos libros en puerta. No puede decirme el título de uno de ellos, pues aún está indecisa y lo sigue revisando. Sin embargo, me adelanta que Sexto Piso publicará un libro de viajes, otro de los ejes de su obra. Enlista sucintamente algunos de los lugares que ha visitado: Australia, Nueva Zelandia, Egipto, Medio Oriente, gran parte de América Latina, aunque siente una predilección por ciudades como Madrid, Barcelona, Berlín… 

“Conozco muy bien París, la he caminado toda. Y procuro visitar todos los años Nueva York”. Su próximo libro, Coronada de moscas, girará en torno a la India, que ha visitado en dos ocasiones. “Tomé el título de un poema de Blanca Varela, ‘Ternera acosada por tábanos’”. Los últimos versos dicen: “ah señor / qué horrible dolor en los ojos / qué agua amarga en la boca / de aquel intolerable mediodía / en que más rápida más lenta / más antigua y oscura que la muerte / a mi lado / coronada de moscas / pasó la vida”. La vida, con un halo de sucia luz. 

Pero, ¿cómo es la vida de Margo Glantz? Al parecer, es un continuo vaivén entre la actividad frenética y la tranquilidad hogareña. Cargas y descargas. Si en casa puede regresar una y otra vez a lecturas que exigen atención (Proust, Borges o Dostoievski), de viaje lleva consigo libros que permiten lecturas pausadas, especialmente de género negro (con predilección por Patricia Highsmith, de quien recuerda, sobre todo, Ese dulce mal, de 1961, sobre un hombre que lleva, para decirlo pronto, una doble vida). “También leo de acuerdo a lo que me interesa y al lugar al que viajo. Para este libro de viajes leí a diaristas y a escritores de viaje, pero también a V.S Naipaul, a Nayer Masud, Calasso, Winkler y Pasolini, varias guías de la India, a J.R Ackerley; el Nocturno hindú de Antonio Tabucchi”. Libros que permiten, en suma, incrementar el “color local” desde la ventana de un hotel. Ordenar el caos a partir de coordenadas fijas e intereses definidos. Así como viajar impone un modo de leer, supone también una forma particular de escritura, “la de las notas, la del diario, que tendrían luego que estructurarse”. 

La vida creativa de Glantz exige salir de lo habitual, movilizándose: “Por lo general soy una persona muy activa, ávida. Veo a montones de amigos, camino mucho, me gusta ir a museos, a conciertos, al cine, en fin, procuro una actividad cultural importante”. Lo que busca es “alentar esos períodos de movilidad, los viajes, con tranquilidad de mi casa. Aunque siempre que estoy en México trato de ver a mucha gente, hacer cenas o ir a cenas, ir al cine o al teatro, pero no con la misma fruición con la que lo hago estando de viaje, porque como está al alcance, a la mano, las cosas son de un día para otro y a veces las pierdo. No importa. En cambio, de viaje trato de verlo todo o siento que la vida se me va. Aunque últimamente me he vuelto un poco más resignada: una excursión menos, una persona menos. No importa”. Al término, sin embargo, debe regresar a la escritura: “una pasividad maravillosa nos obliga a dejar de vivir para escribir pensando que se vive”. Sus palabras me recuerdan las de William Hazlitt en Ir de viaje, donde recomienda a los melancólicos ausentarse constantemente para olvidar los objetos y obligaciones que remiten a los momentos dolorosos, con la advertencia de que es en nuestro lugar de nacimiento donde realizaremos nuestro destino: “Me gustaría emplear toda mi vida en viajar, si alguien me pudiera prestar una segunda vida para pasarla en casa”. Margo Glantz (México DF, 1930) ha vivido 41 años en esta casa. 

Hemos terminado de hablar. La luz amenaza con irse. Me conduce afuera, a la terraza, donde se encuentra un busto de mirada severa. Es su padre, Jacobo Osherovich Glantz (1899-1982). Es verdad lo que escribe Glantz en Las genealogías, el rostro es similar al de León Trotski (lo que casi le costó la vida). Me muestra algunas de sus plantas y una serie de esculturas realizadas por su padre, que también descansan en la terraza. Pintadas de negro, son pedacería de metal soldada. Quizá convenga ahorrarme la hipótesis que podría vincular el método del collage con la obra de Glantz. Cuando lo sugiero, descarta la idea. Nos entretenemos intentando ver, asomándonos desde la terraza y las ventanas del estudio, No es arca de Noé, otra de las esculturas de su padre, que descansa oculta en el patio de abajo. Tardamos en encontrarla (han crecido plantas en derredor). 

Creo advertir que un aire de cansancio la atraviesa, momentáneamente. Pero cuando me acompaña a la puerta para despedirnos se le ve, como quien dice, de una sola pieza. 

Publicado en La Tempestad no. 80 (septiembre-octubre de 2011)


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