Un cuestionario de seis preguntas, las respuestas de seis voces autorizadas: la idea es producir una imagen de la escena artística mexicana, de sus fortalezas y sus tareas pendientes. Es momento de hacer una pausa para reflexionar desde las distintas trincheras que han hecho de la Ciudad de México uno de los principales territorios de la creación contemporánea. Se trata de esbozar un mapa atendiendo a la historia, para saber en dónde estamos parados.
Desde 1989 Melanie Smith (Poole, Reino Unido, 1965) vive y trabaja en la Ciudad de México. En 2011 fue la artista elegida para representar al país en la Bienal de Venecia, donde exhibió el proyecto Cuadrado rojo, imposible rosa. Ha expuesto su trabajo, individual y colectivamente, en museos como el Hammer (Los Ángeles), el de Arte de Lima, el Tamayo (Ciudad de México), el MoMA (Nueva York) o la Tate Modern (Londres). Algunos de sus libros de artista son Ciudad espiral y otros placeres vicarios (2006) o Fordlandia (2014).
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Buena parte del arte producido en los noventa (sobre todo el exhibido en sedes como Temístocles 44 o La Panadería) puede incluirse en el capítulo de las búsquedas posmodernas mexicanas. A más de dos décadas de aquel momento casi míticos, ¿existen discursos equiparables en su carácter renovador, en la actualidad?
Creo que no hay grandes discursos, y no lo veo mal. Lo que pasa ahora en México no es equiparable porque estamos en un momento histórico distinto, son otros los parámetros. Es normal que los esfuerzos estéticos se fracturen después de una época tan explosiva. Hoy el reto más difícil para los artistas es trabajar la idea de lo local sin territorio; aquel nomadismo, la distinción entre periferia y centro, desapareció a principios de siglo. Fue el momento justo de la introducción de Internet, cuando lo “local” todavía era posible y hablábamos de la conectividad del superhighway, pero la mayoría se comunicaba a través de cartas y de teléfonos en la calle. Ahora que México está claramente en el mapa del arte contemporáneo y la información fluye de forma distinta, la producción artística tiene más que ver con las formas de violencia del neoliberalismo, la raza, la migración, la desigualdad, etc. Al mismo tiempo hay más pluralidad en estas manifestaciones.
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La entrada del nuevo milenio estuvo marcada por la inserción del arte mexicano contemporáneo en la globalidad, acentuada por el surgimiento del mercado correspondiente (pensemos en la apertura de Kurimanzutto en 1999). El país cuenta hoy con decenas de galerías de arte contemporáneo (con presencia nacional e internacional) y tres ferias anuales (Zsona Maco, Salón Acme y Material Art Fair). La consolidación de este mercado ¿se refleja en la producción y la circulación del arte en México? ¿Qué tipo de balance existe entre ambas fuerzas? En el mismo sentido: ¿a qué acuerdos han llegado el capital privado y los museos y espacios públicos?
Es evidente que el sector privado puede invertir más dinero en la producción artística que el público. Esa inversión ha resultado en iniciativas positivas, sin duda: muchas veces los museos públicos recurren al apoyo privado para sostener sus programas. Sin embargo, diría que algunos espacios, por ejemplo la Sala de Arte Público Siqueiros o el Laboratorio Arte Alameda, exponen proyectos de muy buena calidad con muy pocos recursos, es decir, no creo que la inyección de dinero resulte siempre en algo más interesante. En la medida en que haya menos inversión pública en las artes habrá más intervención privada, pero eso invariablemente dará más poder a la especulación del mercado y a intereses dudosos. Como artista tienes que vender para sobrevivir, pero en mi opinión ese dinero sólo es un instrumento para producir más proyectos experimentales. Cuando la balanza se inclina en la otra dirección, estás perdido.
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Hoy es posible encontrar distintas memorias o relatos (el curatorial, el artístico, el social, el institucional o el mercantil, por ejemplo) sobre el desarrollo del arte contemporáneo mexicano a partir de 1989. Sin embargo, el trabajo crítico se antoja insuficiente. Se extinguieron Curare y Poliester, desaparecieron ciertas columnas periódicas y las reseñas en revistas suelen ser inconsistentes. La aparente “muerte de la crítica de arte en México” ¿se debe a los espacios para la discusión estética (las publicaciones), a sus agentes (los críticos e historiadores) o a otros factores?
La crítica de arte padece inconsistencias en todo el mundo, no sólo en México. Las lógicas de hibridación de la producción artística se replican en ella. Hay cada vez más espacios para analizar y discutir el arte, incluyendo los sitios virtuales, los blogs, etc. Creo que no faltan espacios, sino que la forma de diseminación es diferente: ya no estamos todos viendo la misma información en el mismo lugar. Hay una generación de historiadores y académicos que incluso no viven en México pero lo estudian desde afuera, que están construyendo plataformas en la web como e-flux o similares. Quizá la figura del crítico tiene que desaparecer para que surjan nuevas formas de análisis. Tengo más fe en esa área que en la producción artística actual.
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Luego de la generación de los grupos (No Grupo, Proceso Pentágono, Suma o Peyote y la Compañía, en los setenta) y de los colectivos surgidos en los noventa (el Taller de los Viernes, SEMEFO, Temístocles 44 o La Panadería), actualmente encontramos más iniciativas independientes de las instituciones, pero ligadas al mercado, y algunos proyectos que conservan el espíritu autónomo de fin de siglo, como Cráter Invertido y Biquini Wax en la CDMX, o Proyectos Impala en Ciudad Juárez. En paralelo, la infraestructura cultural parece adaptarse a las exigencias del turismo. ¿De qué manera se complementan los foros del estado, las sedes privadas y los proyectos autónomos o independientes?
Es vital que existan los espacios independientes (aunque el término sea en sí una paradoja, porque es prácticamente imposible que lo sean). Independiente puede significar la capacidad de implementar pensamiento libre, una productividad diferente a la de generaciones anteriores. En cualquier escena artística es necesario que haya conflicto y diferencias entre esos cuerpos. Los espacios “independientes” siempre resultan de un vacío que no está siendo llenado por los sectores privado u “oficial”, dan voz a algo que no estaba sucediendo.
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En “Genealogía de una exposición” (Olivier Debroise y Cuauhtémoc Medina), uno de los textos introductorios del catálogo La era de la discrepancia (2007), se lee:
Como muchos de los artistas en los primeros años noventa, queríamos marcar la mayor distancia posible frente al caudillismo cultural local, y empleábamos referencias de una historia del arte internacional para comprender la creación del momento: Marcel Duchamp y Joseph Beuys, Yves Klein, Robert Smithson o Robert Morris y, muy ocasionalmente, artistas latinoamericanos como Lygia Clark o Hélio Oiticica. Nunca, en ese momento por lo menos, se aludía a los territorios abiertos desde principios de los años sesenta por Mathias Goeritz, Felipe Ehrenberg, Helen Escobedo, Alejandro Jodorowsky, Marcos Kurtycz o Ulises Carrión, aun cuando varios de estos artistas seguían produciendo, o eran maestros en escuelas de arte o talleres independientes. El vacío en la historia cultural reciente, del que éramos en cierta medida víctimas y cómplices, era un rasgo característico de la situación. Por un lado, señalaba un quiebre en la filiación de los participantes del nuevo circuito cultural. Por otro lado, se manifestaba ahí la ausencia de referentes públicos sobre el proceso artístico local, la ausencia de colecciones y/o publicaciones panorámicas, que dieran sentido a una narrativa.
¿Es posible distinguir una evolución en las referencias estéticas de los discursos curatoriales actuales? En otras palabras, ¿cuáles son las distancias y las aproximaciones, y de qué tipo, entre las referencias locales y las internacionales en los ejercicios curatoriales contemporáneos? (Pensemos en las participaciones mexicanas en la Bienal de Venecia, en las exposiciones blockbuster, en los espacios (públicos o privados) que privilegian la experimentación, o en las muestras que elaboran una versión de ciertos segmentos de la historia del arte mexicano, dentro y fuera de México).
México tiene un papel importante en la plataforma de los discursos internacionales. Es un lugar donde, a pesar de los conflictos internos, hay un debate político sobre la producción estética. Es un lugar donde la precariedad de la producción perturba el aparato de Estado. Este factor caracterizó hasta el dos mil y pico a muchas exposiciones internacionales, donde la complejidad de vivir el desbordamiento moderno se explotó al máximo. Curatorial y artísticamente, los retos son ahora distintos. ¿Como crear lazos con el Sur? ¿Cómo entender, hoy, la alteridad? ¿Qué hacer con la violencia producida por la globalización y la inmigración? En este sentido, la Bienal de Venecia, donde la soberanía y el nacionalismo aparecen en primer plano, sigue siendo un reto enorme para un artista. Es como si se tratara del ejemplo de cómo no actuar como artista, y en ese sentido vale la pena insistir en contra de esos principios.
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¿Cómo describirías el panorama editorial reciente del país? Más allá de los catálogos de exposiciones, ¿encuentras libros escritos por autores mexicanos que se sumen a la discusión acerca de la contemporaneidad de las artes?
Es más común encontrar textos insertos en antologías o ediciones colectivas. Hay libros, pero son pocos, y esto inevitablemente regresa al estira y afloja entre tiempo y economía. Muchos autores, curadores o historiadores se encuentran con la necesidad de curar, escribir, dirigir y ser burócratas al mismo tiempo. Diría que, mientras que ha habido oportunidades para los artistas, ha sido poco el dinero invertido en los escritores que hacen la crónica de este momento. Los que lo logran tienen habitualmente el respaldo de una institución académica, que les da la posibilidad de publicar.
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