Cada tanto, en alguna presentación de libro, con un tono entre la queja y la elegía, o en alguna nota de suplemento cultural, se escucha que el cuento (pero también el ensayo o la poesía) no goza de tanta popularidad como otros géneros –se culpa, en contraste, a la novela y su gran rendimiento comercial. Tal vez haya algo de cierto en esto, pero la aparición reciente de nuevos libros de cuentos nos obliga a darle un vistazo, aunque sea panorámico, al momento actual del relato mexicano. Para mayor referencia, en la edición de marzo (120) de La Tempestad dimos cuenta de tres libros de relatos breves publicados en meses pasados: La superficie más honda (Literatura Random House), de Emiliano Monge; Madres y perros (Sexto Piso), de Fabio Morábito; y Los niños están locos (Era), de Héctor Manjarrez. También circula La vaga ambición (Páginas de Espuma), de Antonio Ortuño (aquí, una entrevista con el autor).
Pero pongamos atención a lo que se ha repetido: el cuento en México no goza de tanta popularidad como la novela. Antonio Jiménez Morato, autor, entre otros, del libro de ensayos sobre literatura latinoamericana La piedra que se escribe (2016), aventura el siguiente diagnóstico: “Aunque siempre se dice que Juan Rulfo pasó a la historia de la literatura por apenas 300 páginas, pareciera que fueron sólo las 150 de Pedro Páramo las que han germinado en la literatura mexicana. Hay, sí, muchos libros de cuentos, en algunos casos excelentes, pero, salvo la presencia tutelar de Arreola, al que cada vez se cita menos, no ha sido la mexicana una literatura de cuentistas. Frente a otras tradiciones, la novohispana parece haberse decantado por la novela. Basta con repasar los libros de referencia de la literatura mexicana del siglo XX y lo que llevamos andado del XXI para encontrar novelas. Muchas novelas. Incluso novelas escritas por mexicanos de adopción como Bolaño. Pero tras la publicación de El Llano en llamas no ha habido una colección de cuentos que, de modo recurrente, se nombre como un libro de referencia”.
El diagnóstico, por supuesto, no es compartido por todos los lectores mexicanos. Editoriales como Paraíso Perdido (fundada en Guadalajara en 1998), sin descuidar otros géneros, han hecho del cuento o la narrativa breve una importante parte de su catálogo (en este caso, a través de la colección Taller del Amanuense). Destaca, también, el caso de Ficticia, que desde 1999 ha publicado tanto a cuentistas noveles como a consolidados, o bien, que han creado una obra cuentística a lo largo de los años, a través de la editorial. Su editor, Marcial Fernández, explica que la editorial “se ha especializado en cuento porque es el género que más me gusta y el que mejor manejo”. Considera que “después de la poesía, el cuento es el género que más se escribe en México. Que la novela es la que más se vende es una idea en que las grandes editoriales imponen en el ambiente para vender sus productos, pero si hablamos de novelistas importantes, todos, al menos, tienen un libro de cuentos muy superior a su novela, y muchos cuentistas, algunos con libros excepcionales, nunca escribieron novela. En lo que respecta al cuento actual mexicano puedo decir que su calidad y cantidad es inversamente proporcional a las pocas ventas que genera. Esto, claro, es paradójico, pero ¿cómo no va a ser paradójico si los entendidos del género sólo hablan de los libros de cuentistas que, por uno u otro motivo –no siempre literario–, se convierten en autores oficiales del sistema por el mero hecho de publicar en sellos transnacionales? Así, el poco público que hay en México se ha acostumbrado a cuentistas comerciales, y es difícil que llegue a otro tipo de autores”.
Es cierto que muchos cuentistas mexicanos se adhieren a la tradición más conocida, ortodoxa, del cuento (interesada en los personajes y las atmósferas, un poco en la estela de Chéjov). El tema, que a menudo sigue al hecho y la coyuntura, sigue siendo el punto neurálgico de la narrativa breve mexicana (con todo, debe decirse que en el caso de Morábito, Manjarrez y Ortuño la historia, personal o no, ocupa el centro de sus relatos recientes). Pero lo cierto es que algunos también han explorado otras sendas. Destacan algunos casos, como la inventiva colección de relatos Las moradas (Periférica), de Nicolás Cabral, aparecido este año, un libro donde la forma cobra protagonismo. También llama la atención el trabajo de Gabriel Wolfson, que en 2015 publicó las arriesgadas colecciones de relatos Profesores (Conaculta) y Be y Pies (Tumbona). No deben dejar de mencionarse las prosas breves, también de ese año, de Gabriela Jáuregui, La memoria de las cosas (Sexto Piso), y el libro híbrido Óptica sanguínea (Tumbona), de Daniela Bojórquez. Pero es cierto: apenas es un puñado de libros. Parece que la atención de las grandes editoriales sigue estando en otro lado.
Volvamos a Jiménez Morato: “La pregunta, obvia, es ¿por qué es así? ¿Se debe a que el cuento es un género más acotado, más sofisticado o menos interesante? ¿Es en eso México diferente a otras literaturas? Acaso la búsqueda en pos de la ‘gran novela mexicana’ ha focalizado en torno al género la atención crítica y mediática despreciando a textos fundamentales. O quizás no sea así y México sea, ante todo, una tierra de novelas. Intensas y breves unas, como el mejor relato breve, o abrumadoras otras, como los cuentos completos de Chéjov. Puede ser que el cuento, tan obsesionado con su ortodoxia –nadie ha escrito un solo decálogo de la novela, por ejemplo– no le encaje a la literatura de un país desbordado y desbordante. O quizás sea que El Llano en llamas es más perfecto que Pedro Páramo y por eso los escritores se atreven a medirse con el libro menos bueno de Rulfo”.
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