Vale la pena leer el arranque de Temporada de huracanes (Random House, 2017), la novela más reciente de Fernanda Melchor, como preámbulo de La ley del monte, la exposición de Mauricio Palos (San Luis Potosí, 1981) que abre hoy en el Centro de la Imagen:
Llegaron al canal por la brecha que sube del río, con las hondas prestas para la batalla y los ojos entornados, cosidos casi en el fulgor del mediodía. Eran cinco, y su líder, el único que llevaba traje de baño: una trusa colorada que ardía entre las matas sedientas del cañaveral enano de principios de mayo. El resto de la tropa lo seguía en calzoncillos, los cuatro calzados en botines de fango, los cuatro cargando por turnos el balde de piedras menudas que aquella misma mañana sacaron del río; los cuatro ceñudos y eros y tan dispuestos a inmolarse que ni siquiera el más pequeño de ellos se hubiera atrevido a confesar que sentía miedo, al avanzar con sigilo a la zaga de sus compañeros, la liga de la resortera tensa en sus manos, el guijarro apretado en la badana de cuero, listo para descalabrar lo primero que le saliera al paso si la señal de la emboscada se hacía presente, en el chillido del bienteveo, reclutado como vigía en los árboles a sus espaldas, o en el cascabeleo de las hojas al ser apartadas con violencia, o el zumbido de las piedras al partir el aire frente a sus caras, la brisa caliente, cargada de zopilotes etéreos contra el cielo casi blanco y de una peste que era peor que un puño de arena en la cara, un hedor que daban ganas de escupir para que no bajara a las tripas, que quitaba las ganas de seguir avanzando. Pero el líder señaló el borde de la cañada y los cinco a gatas sobre la yerba seca, los cinco apiñados en un solo cuerpo, los cinco rodeados de moscas verdes, reconocieron al n lo que asomaba sobre la espuma amarilla del agua: el rostro podrido de un muerto entre los juncos y las bolsas de plástico que el viento empujaba desde la carretera, la máscara prieta que bullía en una miríada de culebras negras, y sonreía.
Palos, documentalista del México posrevolucionario, colonizado por el crimen organizado (organizado lo mismo por políticos que por empresarios, traficantes y extorsionadores), se ha dedicado a fotografiar escenas del nuevo folclor mexicano: hombres y niños armados, paisajes rurales en el abandono, vidas de lujo, vidas organizadas en torno a la política, vidas organizadas en torno al narcotráfico y el interminable desmadre conocido como “guerra contra el narco”: el colapso del Estado. Tema ya sobadísimo que adquiere nuevas dimensiones a través del ojo de Palos, lo mismo que mediante la escritura de Melchor, ambos nacidos a principios de los ochenta.
“Veo mi obra como un proceso de reflexión al visitar y revisitar áreas históricamente cargadas y aquellas que actualmente desarrollan su propia historia; mi intención es abordar todas las pistas que constituyen lo que hoy conocemos como la guerra contra las drogas”, comenta Palos. En La ley del monte, muestra curada por Iván Ruiz, nos asomamos a distintos territorios sin ley, o territorios bajo una ley distinta a la judicial: la ley del más fuerte. El fotógrafo se convierte en el único testigo de las formas de vida (de hombres, árboles, animales y objetos) que se desarrollan en estos páramos con condiciones de vida extremas. La ley del monte (lo mismo que su exposición anterior, Postbarbarie, en el Museo de Arte Contemporáneo de San Luis Potosí) vuelve público lo que sucede en el interior del país, en casas y senderos que nunca pisaremos, pero también hace visible para todos lo infraleve cotidiano: un crudo estudio fotográfico del México contemporáneo.
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