Con cinco destacadas novelas, de El buscador de cabezas (2006) a Méjico (2015), Antonio Ortuño se ha convertido en un referente de la narrativa mexicana contemporánea. Si bien se le reconoce ante todo como novelista, su trabajo como cuentista es de consideración. El ejemplo más reciente, La vaga ambición (Páginas de Espuma, 2017), cobra importancia no sólo por buscar un punto intermedio entre el relato y el desarrollo de personajes propio de la novela –se trata de una colección de cuentos que tienen en su centro a un solo protagonista, el escritor Arturo Murray–, si no por tratarse de la primera ocasión en que Ortuño aborda un tema que le había sido esquivo hasta ahora: el escritor como personaje. “No quería hacer una novela en rebanadas”, explica, “tenía muy clara la estructura de los relatos relacionados. Fue lo primero que tuve, la estructura narrativa, y la empaté con un apetito antiguo: escribir sobre literatura, desde mi experiencia como escritor, sin hacer metaliteratura ni autoficción. El resultado de esos bocetos, casi anotaciones de lo que uno quiere, terminó siendo el libro”.
Las distintas estaciones por las que La vaga ambición explora la vida de Murray están marcadas por guiños reincidentes a un subgénero literario: la fantasía (el primer cuento que, de niño, escribe Murray es sobre un dragón y un caballero; más tarde, en su madurez, forma parte de un equipo de guionistas de una serie de fantasía). En este sentido, el libro parece hacer eco de la popularidad que ha recobrado el género, y refleja la importancia que tuvo para Ortuño: “No sé si exista en general una afición por la fantasía, si la hubiera tal vez se deba al éxito de series como Juego de tronos. Yo sí leí fantasía heroica, entre los ocho y los catorce años, tal vez. Buena parte de lo que leí entonces se constriñó a ese género, hasta donde la distribución en México permitía (no es que hubiera una cantidad infinita de opciones, de haber sido así probablemente me hubiera quedado escribiendo fantasía heroica hasta el fin de los tiempos). Derivé de ella a la historia pues en algún momento llegué a la conclusión de que lo que me interesaba era el elemento épico, más que la fantasía. Terminé leyendo crónicas históricas y posteriormente a Shakespeare, que hacía dramatizaciones de episodios históricos británicos. De eso brinqué a Borges, el punto de no retorno a Conan el bárbaro. Si no fue formativa, al menos la fantasía heroica fue muy divertida. Sigue siendo una referencia”.
En el centro de La vaga ambición dos relatos funcionan como bisagra, “Quinta temporada” y “Provocación repugnante”. Ambos ponen en escena dos distintos tipos de regímenes, el contemporáneo (Murray cede al yugo del espectáculo cuando se une a un equipo internacional de guionistas) y el de las fuerzas políticas del siglo pasado (inspirado en el Diario de Moscú de Walter Benjamin, se relata el momento en que el pensador alemán asistió a una obra de teatro de Mijaíl Bulgákov). “La idea específica de esos dos cuentos fue que funcionaran en conjunto, aunque no se parecen en nada”, explica Ortuño. “Me interesaba discutir, desde la ficción, la cuestión de la autoría. La tradición narrativa tiene mucho que ver con la autoría individual. Incluso con la creación del escritor como personaje. Ese éxito de la novela decimonónica, que teóricamente resucita en el éxito de las series de televisión, también tenía que ver con personajes como Dumas, Flaubert, Zolá, Balzac, Dostoievski o Tolstói, los titanes de la narrativa incluidos en esas colecciones que compran los abogados por metro, empastadas todas de la misma forma, y que son el antecedente de la narrativa como forma dominante del entretenimiento, aunque la mayor parte de la gente fuera analfabeta y no hubiera educación universal; al menos se cree en esa especie de edad dorada de la narrativa. Las series televisivas retoman de alguna forma la estructura episódica, el desarrollo profundo de la psicología de los personajes, y esas claves de la novela decimonónica, pero los medios de producción son completamente distintos. Los equipos de escritura con supervisión que aterrizan la idea de alguien más, como una adaptación coordinada por su autor, o guiones de ideas originales de un tipo que funge como productor pero que no escribe la serie. Esa figura es cada vez más rara: el autor en las series se ha ido perdiendo a favor de equipos enormes que escriben series como Mad Men o Juego de tronos. Es una forma de creación muy diferente. La idea, insisto, es preguntarse qué ocurre con alguien que proviene de la tradición de la autoría individual cuando termina siendo parte de un equipo de escritores. Lo único que lo ha salvado de todos esos naufragios que narra el libro, su identidad como escritor, se ve erosionada y finalmente desaparecida. Esa es la función del siguiente relato, ante el callejón sin salida al que llega Murray: intenta volver a las fuentes de su propia escritura. Retrata entonces el momento en que encuentra a otros escritores que admira –Benjamin y Bulgákov– a punto de entrar a sus propios callejones sin salida. Son escritores no sólo relevantes sino cardinales en lo que él escribe y, por lo tanto, en lo que él es. Por eso explora ese pequeño episodio. En realidad no hay manera de ir más allá de ese intento por embonar con lo que lo hizo escribir, con ese concepto tan complicado que es el narrador y escritor literario”.
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