Los detectives y policías ineptos, los criminales brutales, las mentes y los paisajes provincianos, los enredos de comedia de pastelazo y el horror parecen estar de vuelta en Twin Peaks (2017), de David Lynch y Mark Frost, que ahora se transmite en Netflix.
A estas alturas los televidentes reincidentes –siempre en espera de que algo aparezca en la caja de cristal, como el personaje que monitorea con una disciplina espartana en el enigmático primer capítulo de esta “nueva temporada”– ya se habrán dado cuenta de que este Twin Peaks, a pesar de los parecidos de familia, es un animal muy distinto al de sus iteraciones anteriores, más perturbador y ambicioso. Tras veinticinco años algo, finalmente, está pasando en la televisión.
Diseñada para durar 18 capítulos, ahora mismo la serie se encuentra a medio camino (la novena parte se lanzó en Netflix el domingo pasado, 9 de julio, tras un breve hiato de una semana). El final de su media temporada sui géneris, la “Parte 8”, culminó con un vistazo a lo que parece ser la compleja mitología de Twin Peaks, y que va más allá de los elementos siniestros que caracterizaron a la serie de los noventa. Si entonces (como ocurre en varios filmes de Lynch, incluyendo Terciopelo azul, Salvaje de corazón, Por el lado oscuro del camino y Sueños, misterios y secretos) el tono general de la serie se lograba al introducir vetas noir (burdeles, pillos de poca monta, el asesinato de una rubia…) a un entorno que evocaba la supuesta inocencia de los cincuenta (que soñaba con la era atómica), ahora todo parece estar de cabeza: son los momentos inocentes los que escasean, incluso la virtud moral de Dale Cooper (Kyle MacLachlan) se presenta en un registro chusco (como si la iluminación de lo que se encuentra “en el otro lugar” fuera tan traumática que sólo puede expresarse en una especie de traba mental…). Aún más, ahora Cooper tiene una versión oscura, un döppelganger que también proviene del “otro lugar”, donde los miembros sin cabeza son sabios y donde se habla al revés.
La tentación, se sabe ya, es interpretar y dar con explicaciones. Pero desde la primera introducción que tuvimos a esta serie en los noventa, los espectadores sabemos que los múltiples misterios que se engarzan capítulo a capítulo en Twin Peaks sólo son distractores, una resistencia continua a saber “lo que realmente está pasando”. Algo, sin embargo, puede decirse: ese pequeño poblado del norte de los Estados Unidos, irremediablemente identificado con la hipnótica música de Angelo Badalamenti, ya no parece contener a la maldad y al absurdo (en parte la serie también se desarrolla en Nueva York, Las Vegas, Filadelfia y Dakota del Sur). Además, ahora se nos ofrecen vistazos más amplios al mito (nunca aclaratorio) del universo de Twin Peaks, que parece tener su origen en las pesadillas de la era atómica, en su cruce con la admiración por el glamour del cine (como se sugiere en la “Parte 8”).
Con su retorno, Twin Peaks se enfrenta a la sabiduría popular de que ante la falta de imaginación la industria de Hollywood necesariamente recurre a parodias, pastiches, secuelas, precuelas, re-boots y otras expresiones de la explotación de “franquicias”. Sí, es un evento televisivo que regresemos al pequeño pueblo de Twin Peaks, pues así se prueba que puede volverse a las obsesiones de una obra sin agotarlas.
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