La obra fílmica de George A. Romero (1940-2017), que siempre trabajó en las afueras de los circuitos de Hollywood, será recordada por haber popularizado la figura del zombi, uno de los “monstruos capitalistas” que se han vuelto figuras familiares en la cultura contemporánea. Despedimos al cineasta neoyorquino resucitando un texto de nuestros archivos, tomado del dossier “Héroes de nuestro tiempo”, publicado originalmente en nuestra edición 69 (noviembre-diciembre de 2009). Entonces nos detuvimos en seis “héroes” que materializaban las ansiedades del presente: el clon, el alienígena, el vampiro, el ciborg, el mutante y, por supuesto, el zombi. Queda preguntarse qué figuras ocuparán nuestra imaginación el día de mañana.
Las narrativas sobre muertos vivientes no contribuyen con ideas de valor práctico pero ayudan a reimaginar algo que sabemos: nuestra vida no fue concebida para existencias desprovistas de libertad. Anoto rápidamente esta tímida apología, la única, me temo, que puede hacerse del género, porque me cuesta trabajo encontrar la pertinencia de un texto sobre zombis, especialmente cuando se ha escrito tanto sobre el tema y cuando se trata, finalmente, de un monstruo que en las últimas décadas del siglo pasado fue representado ocasionalmente en películas, cómics, videojuegos o libros inteligentes pero, con mayor frecuencia, en películas de serie B que han pasado con más pena que gloria. Markman Ellis, en su libro The History of Gothic Fiction (2000), nos recuerda la olvidada historia del cine zombi, con la que el subgénero se ganó a pulso su estatuto en la cultura popular. Entre ellas Zombis del terror (1959), Extrañas criaturas (1964), Astro-Zombis (1969), Hard Rock Zombies (1985), Los zombis paletos (1987) o Zombie Ninja Gangbangers (1997). Curiosamente, esta veta menos “inteligente” del subgénero ha sido revisitada en producciones como Zombie Strippers! (2008; noten el redundante e irónico signo de admiración) o la noruega Død snø (2009; una película sobre zombis nazis). De acuerdo con Ellis, la proliferación de historias de muertos vivientes que se regodean en su estatuto de cultura popular “aspiran al desdén de la crítica, al mismo tiempo que apuntan a su propio estado desechable, y promocionan su linaje pulp”.
Annalee Newitz, en su libro Pretend We’re Dead (2006), también realiza una interpretación de varias películas comerciales, algunas francamente malas, donde encuentra una coda de la siguiente premisa: “el capitalismo crea monstruos que quieren matarte”. Un subtexto que “debe ser contenido, cifrado, leído entre líneas, reprimido. Las historias donde las preocupaciones económicas se elevan a la superficie para volverse obvias generalmente son marginales, sólo aceptadas por audiencias altamente educadas o por fanáticos de línea dura”. Sorprendentemente, Newitz evita hablar en extenso sobre zombis en su capítulo dedicado a las narrativas del muerto viviente y lo menciona con mayor prominencia en su último capítulo, el quinto, dedicado a los monstruos producidos por los medios masivos, “una de las fuerzas socioeconómicas más espeluznantes del siglo XX y XXI”. La representación del zombi ya no sirve sólo para denunciar las tensiones de una sociedad marcada por el fantasma del colonialismo (como en Caminé con un zombi, 1943, de Jacques Tourneur; o La noche de los muertos vivientes, 1968, de George A. Romero) o la alienación producida por el consumismo (El amanecer de los muertos, 1978; El desesperar de los muertos, 2004; La tierra de los muertos, 2005; Mi mascota es un zombie, 2006, y un largo etcétera). Hoy, el zombi es un monstruo mediático.
No es casualidad que la película que revitalizara el género, Exterminio (Danny Boyle, 2002), presentara por primera vez a zombis veloces (una afrenta al canon establecido por Romero), capaces de propagar como fuego una infección cuyos orígenes se encontraban en un experimento que consistía en bombardear a un simio con imágenes violentas tomadas de los medios. La presencia mediática volvió a retomarse por Stephen King en su novela Cell (2006), por Romero en El diario de los muertos (2007) y en [Rec] (2007), de Jaume Balagueró y Paco Plaza. El zombi es el monstruo ideal para representar una fuerza sin rostro que se disemina a pesar de nuestros esfuerzos por contenerla: la misma representación avanza como un ejército de la muerte, en la vida diaria. Ellis aventuraba que, a pesar de la proliferación del género zombi, el monstruo “no deja de significar aunque predica un tipo de agotamiento ontológico. En décadas recientes, el término zombi ha sido desprovisto de todo excepto del glamour de la cultura popular”. El zombi permanece vivo gracias a los medios, ese virus.
Algunos ejemplos de la proliferación del término zombi [en 2009]: en una editorial escrita para el diario Reforma por Juan. E. Pardinas, el 4 de octubre, se describió a Luz y Fuerza del Centro como “una empresa zombi, un muerto viviente que requiere recursos adicionales para existir”; Juan Villoro, el 28 de agosto, escribió para el mismo diario en un texto titulado “El recluso”: “‘Voy a ver al zombi’, dijo un amigo al despedirse. Se refería a su hijo de 17 años con el que ya no cruza palabras”. Dos días antes, en el New York Times, John Markoff escribió sobre un virus electrónico que tenía “más de cinco millones de computadoras zombis bajo su control”. De nuevo Villoro para Reforma, el 22 de mayo: “En La conciencia viviente, el psicobiólogo José Luis Díaz arroja una pregunta fascinante: ‘¿Por qué no somos zombis todos los seres humanos?’”. El lunes 10 de agosto, Jesús Silva-Herzog Márquez afirmó en su “El calabozo temporal” lo siguiente: “Desde las elecciones de julio pasado, el presidente encabeza una administración zombi”. El 14 de junio, Rodrigo Fresán, para el semanario cultural español ABC: “Si hay algo más interesante que la recopilación de papeles póstumos, ese algo es aquello que el escritor decidió ‘matar’ en vida y condenar a una existencia casi zombi”. El 24 de abril, la National Geographic publicó un texto sobre la araña lobo, o Pardosa lugubris, que “como zombis, revivieron horas después de que se ‘ahogaran’”. Escribo esto un 18 de octubre, día en el que Alberto Cuenca, para el diario El Universal, reportó que durante la marcha zombi (un contingente de 300 personas disfrazadas y maquilladas) que se llevó a cabo en el Centro Histórico de la Ciudad de México, el líder de la misma afirmó: “la marcha zombi es una crítica de la realidad actual, donde el zombi refleja la deshumanización de la sociedad, la falta de valores y la masa consumidora en la que nos hemos convertido”.
Tanto el uso del término zombi en el habla cotidiana como las narraciones de redivivos o muertos vivientes, representan varias ansiedades (algunas compartidas por muchos de los “monstruos capitalistas” de los que habla Newitz en su libro). Pero si el zombi representa distintivamente un temor es que puede significar, en realidad, cualquier cosa. Es costumbre, incidentalmente, que en las narraciones de muertos vivientes sus orígenes se mantengan ambiguos (un virus, un experimento militar, un meteorito, magia negra…). Incluso cuando el término fue introducido a Occidente por Lafcadio Hearn en su Dos años en las Antillas francesas (una serie de viñetas sobre la vida en la isla Martinica, escritas por encargo para Harper’s Magazine entre 1887 y 1889) ya se notaba la ambigüedad permisiva que encerraba el término. No sólo representaba a las víctimas de magia negra, sino a los ritos de vudú y todo lo que les rodeaba, sin distinción. “¡Zombi! Quizá la palabra está llena de misterio”, escribió Hearn, “incluso para aquellos que la crearon. Las explicaciones de aquellos que la pronuncian rara vez son lúcidas”.
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