La publicación de Experiencia curiara, el primer álbum del baterista venezolano Orestes Gómez, trae aparejada una gramática de la que, en primera instancia, nos encontramos lejanos. Una gramática que incluye instrumentos, como el cumaco, el culo’e puya o el quitiplá, que con frecuencia se transforman en ritmos específicos, muestra de su vínculo indisoluble; de influencias, como las de Aldemaro Romero o Huguette Contramaestre, puntales de la música en Venezuela, pero prácticamente anónimos en nuestro país; e incluso de palabras, como «cultores», esto es, artistas populares que cultivan las tradiciones de sus respectivas regiones, o la misma «curiara»: una balsa. Es decir, Experiencia curiara trae consigo un mundo particular, sintetizado en la obra de un músico muy joven: Orestes nació en 1993, en San Cristóbal, una ciudad al oeste de Venezuela, en la zona andina del país sudamericano.
La carrera del percusionista no es, sin embargo, improvisada: se asienta en genealogías sólidas: la de su padre, con quien aprendió los fundamentos de la percusión afrovenezolana, incluida la de la salsa; y la del Sistema de Orquestas Juveniles de Venezuela, famosa a nivel mundial por su capacidad de integración social, donde aprendió teoría y escritura musical. «A los cuatro o cinco años comencé con la percusión y un par de años después me integré a la Orquesta Infantil de Táchira. Mi infancia osciló entre la música latina y la sinfónica. A los dieciséis empecé a estudiar batería y a relacionarme con el jazz. En ese período me mudé a Caracas y poco después mi papá falleció. Él siempre quiso hacer un disco de música regional venezolana; le gustaba investigar los ritmos de los pueblos que conocía y, además, mantenía relaciones de amistad con los cultores, que trascendían lo musical. Mi hermana me dio la idea de que una forma de homenajearlo era retomar ese proyecto. Así nació Experiencia curiara», cuenta en entrevista con La Tempestad, días antes de su presentación (9 de julio) en el Foro del Tejedor, en la Ciudad de México. «Todos los elementos de esa trayectoria», resume, «se pueden ver reflejados en el álbum».
Las sorpresas al acercarse a su música son múltiples: a pesar de que los elementos de Experiencia curiara podrían desgranarse, la visión integral de su sonido se vería comprometida. Podría analizarse la forma en que los cantos, de fuerte influencia africana, son internados en un nuevo contexto de percusiones más preocupada por generar texturas (¡y silencios!) que de servir de mero soporte rítmico; o cómo los bajos idiomáticos del jazz, de la mano de Freddy Adrián y Rotnesh Medina, se relacionan con discretos acentos electrónicos, más funcionales que ostentosos. Pero algo de la entidad del álbum se resquebrajaría. «A los cultores los buscan mucho para hacer fusiones, con reggae o con rock, fusiones que nunca terminan de asentarse y que terminan por sonar feo. Yo les comenté: aquí ustedes son los artistas. Después de los primeros ensayos todos conectaron con la propuesta. Un maestro como Mario Díaz, muy reconocido en el género del joropo, nunca había grabado con batería; la odiaba porque la relacionaba con un sonido escandaloso, pero cuando escuchó que podía matizarse, que podía tocarse más suave, le gustó».
Sobrevuela en todo el disco ese respeto, tanto por las tradiciones musicales de Venezuela como por la expresividad de los instrumentos e, incluso, podríamos decir, por la idea del sonido integral a alcanzar. «Con la batería quería crear espacios, me interesaba que su presencia no sobresaliera, y que en general no lo hiciera ningún instrumento. Con la electrónica, de igual forma, sólo quisimos usar texturas. No usar sonidos envolventes ni contundentes. Quería que no se percibiera, que fuera casi subliminal, que se escuchara pero que no terminara de descifrarse. Juan Berbín me ayudó mucho al respecto».
La exploración de la rica tradición musical de su país siempre está presente: «Me inspiré mucho en gente como Aldemaro Romero, quien en los setenta creó en Venezuela un género llamado la onda nueva, que mezclaba el joropo con el jazz o la bosa nova». Pero en Experiencia curiara también hay miras más amplias, por ejemplo una versión de “Giant Steps”, el standard de John Coltrane. Un tema de un peso histórico enorme que, por lo tanto, se vuelve un arma de doble filo. «Los estándares son parte del aprendizaje de cualquier músico y solemos interpretar todos los que podamos para hacer lenguaje; “Giant Steps”, efectivamente, es uno de los más complicados desde su construcción armónica». La solución de Orestes fue osada, por decir lo menos: «Aproveché que tenía conmigo a monstruos de la improvisación como Freddy y Rotnesh, e hicimos el tema de Coltrane desde la rítmica del merengue venezolano, a 5/4, tratando de fusionarlo realmente, desde el sonido mismo, con el jazz. Es decir, tratamos de que el fraseo y las improvisaciones mismas sonaran venezolanas». Una estrategia que ya había ensayado con un tema como “Butterfly y Andrés Eloy”, no incluido en Experiencia curiara, que usa la base de “Butterfly” de Herbie Hancock para después incorporar el poema “Angelitos negros” de otro venezolano, Andrés Eloy Blanco, y así producir un tercer espacio, suma de las sonoridades del jazzista y el poeta. La solución de “Giant Steps”, no obstante, es mucho más efectiva, por ser más profunda. El baterista parece percibir el agotamiento, tan manido en la música folclórica de Latinoamérica y el Sur Global en general, del concepto blando de fusión, que deja intacto el referente occidental y caricaturiza el folclórico.
Por ello, también, Experiencia curiara es esperanzador: tal vez anuncie otra forma de aproximarse y pensar las tradiciones musicales de la región. «Con este disco pasa algo muy especial», apunta Orestes, «suelo subir a internet videos donde toco muy rápido, de forma saturada o compleja. Y todos los que me conocían esperaban que reprodujera eso en el álbum. Pero yo siento que el primer disco es el más sentimental, no es el disco masivo o para hacerse famoso, es el que habla por ti». La curiara, podríamos decir, en sus pequeñas dimensiones y su manufactura artesanal, como el culo’e puya o el quitiplá, puede representar mejor los afectos más hondos de un músico o de un pueblo. Esa es su potencia particular. Se trata de una embarcación pequeña pero que abre las aguas.
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