Muerte melancólica por partida doble: la del hombre, uruguayo, 78 años cumplidos. Y la muerte, gradual, cada vez más cerca de ser absoluta, de la canción latinoamericanista, de la canción-protesta. Murió Daniel Viglietti (1939-2017).
Ni el compositor más prolífico, ni el letrista más original, ni el cantante más expresivo; la obra de Viglietti es, como el título de su álbum en vivo de 1984, aquel que grabó al regreso de su exilio en Francia: Trabajo de hormiga. Un trabajador, entonces −guitarra en mano. Parte de un horizonte de sentido que pudo imaginar un continente cultural, Latinoamérica, contra toda probabilidad, por primera vez desde la música. Un horizonte ahora tan poco visible que parece anacrónico. Para darse una idea, Víctor Jara nació apenas siete años antes que Viglietti, aunque parezca que el chileno, el hombre de la muerte injusta, murió hace siglos. Los 44 años que han pasado desde su asesinato han roto en pedazos ese imaginario, lo han alejado tanto de nosotros que, efectivamente, la distancia hasta sus proclamas parece inconmensurable. Es el abismo de una época.
¿No era Viglietti el que cantaba, en 1968, «Dale tu mano al indio / dale que te hará bien»? ¿Quién podría escribir versos tan condescendientes actualmente sin avergonzarse? Y, sin embargo, trabajo de hormiga, esas ideas materializaban, colocaban un ladrillo más en la casa del imaginario latinoamericanista. Es decir, eran perfectamente coherentes con su horizonte, es decir, ayudaban. Viglietti: compositor orgánico.
Fue el propio Jara el que extendió la obra de Viglietti más allá de las fronteras uruguayas: en el excelente Pongo en tus manos abiertas (1969) interpretó “Camilo Torres” (también llamada “Cruz de luz”), el homenaje al sacerdote-guerrillero colombiano, y “A desalambrar”, que desde entonces se convertiría en un himno de las izquierdas latinoamericanas. Su letra, comunista de raigambre campesina, resume perfectamente el ethos la obra de Viglietti: ceder en ambigüedad poética para ganar en concreción programática. Con Jara, las canciones de Viglietti, además de internarse en un territorio más complejo (un territorio donde cabía una sensibilidad, ahora sí, poética como la de “Te recuerdo Amanda”), ganaban en expresividad y en emotividad. Por eso, y no sólo por el trágico final de Jara, esas versiones han perdurado.
Mal haríamos, sin embargo, en estrechar tanto la consideración de la obra de Viglietti: su primer disco, Canciones folklóricas y seis impresiones para canto y guitarra (1963), es un interesante intento de explorar los campos del folklore desde un terreno de formalidad clásica, producto de su educación más temprana (hay que escuchar un tema como “Cantaliso en un bar”, del disco de 1971 Canciones chuecas, para notar que ese cruce folclórico-clásico sobrevuela varias etapas de su carrera).
Dicha exploración, no obstante, carece de la vitalidad que apenas un lustro más adelante −ya en un pleno proceso de politización tras su participación en el Primer Encuentro Internacional de la Canción Protesta, celebrado en La Habana, en 1967− mostraría en sus dos álbumes más célebres, tal vez los mejores: Canciones para mi América y Canciones para el hombre nuevo, ambos publicados en 1968. En este último, además de adoptar enteramente la noción del hombre nuevo, proveniente en este contexto, naturalmente, del Che Guevara («lo nuevo se conquista», afirma en “Anaclara”, tema de Por ellos canto, su álbum de 1984), articulaba un potente mosaico de poemas de Nicolás Guillén, Líber Falco, Rafael Alberti, Federico García Lorca y César Vallejo (además de interpretar “Duerme negrito”, como tantos en aquella época), junto a varias de sus canciones más conocidas.
Es una excelente manera de recordarlo, en su amplitud más deseante, en su politización más fértil. Hombre nuevo −subjetividad de época−, ahora muerto, en 2017. Se muere, decíamos, un poco más, una perspectiva del tiempo.
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