¿Es ocioso preguntarse si hay algo nuevo en la televisión? Cuando lo hacemos, me parece, es porque estamos preguntando si “están pasando” algo que valga la pena verse, incluso si no es nuevo en un sentido estrictamente cronológico (como cuando vuelven a retransmitir programas o películas que, nos parece, son interesantes o merecen ser revisadas); o bien, incluso si no es nuevo formalmente pero porque logran reconfigurar hallazgos probados para entregar un nuevo capítulo en la entrega de un autor. ¿No son a esos conocidos territorios a los que volvemos cuando hablamos de gustos personales? Si nos gustó La red social (2010), el filme dirigido por David Fincher, ¿no podría interesarnos también una serie como Mr. Robot (2015-), creada por Sam Esmail? Tienen afinidades temáticas y son tantas las formales que Mr. Robot podría parecer derivativa, cosa que a muchos televidentes parece importarles poco. ¿Por qué? Porque estos productos cumplen con las convenciones del entretenimiento: la televisión y sus contenidos también existen, sencillamente, para matar el tiempo. Si distintos servicios en línea ofrecen, tal cual, sus productos a distintos televidentes (“Si te gustó y, tal vez te guste x”), se debe a que el gusto personal opera a partir de afinidades familiares: distinguimos el tipo de género al que pertenece una obra, sus tonos, incluso sus estrategias narrativas. Y muchas veces queremos más de lo mismo.
Pensaba en esa zona ambigua del entretenimiento y el consumo repetitivo o familiar a propósito de Homecoming, la nueva serie de Sam Esmail (creador de Mr. Robot). Los diez primeros capítulos de esta serie –de media hora cada uno– se soltaron de golpe el pasado noviembre a través de Amazon Prime. Además de Esmail, fue creada por Micah Bloomber y Eli Horowitz (uno de los editores de McSweeney’s que ha incursionado, como Dave Eggers, en otros medios narrativos; a veces de forma inventiva –como lo hizo con aplicaciones como The Silent History o The Pickle Index–, o ahora de manera más convencional, a través del serial televisivo). Como Mr. Robot, Homecoming vuelve al terreno del thriller político, si bien en su centro temático se encuentra una figura que ha sido parte del imaginario popular desde hace algunas décadas: el soldado amnésico, un claro descendiente del doble agente. Se trata de una figura más peligrosa porque, a diferencia del doble agente, el soldado amnésico representa no sólo un peligro volátil sino una representación del fracaso del ejército como institución. Valdría la pena aquí revisar las dos versiones que existen de El candidato de la Manchuria o El embajador del miedo (The Manchurian Candidate, de 1962 y de 2004), en la que parecen desdibujarse ambas figuras (el doble agente parece serlo de manera involuntaria, a través de un disparatado coco wash, trasunto de las distintas sendas que puede tomar la ideología). Como sea, normalmente el drama del soldado amnésico consiste en que ha olvidado quién es y está haciendo lo posible por recordarlo (como se ha visto en relatos clásicos como La Odisea, pero también en películas de acción como la serie de Bourne –de 2002 a 2016– o churros noventeros como Memoria letal que al menos en su título original, The Long Kiss Goodnight, tenían la gracia de hacer alusión a una novela de Raymond Chandler).
Dentro de lo que cabe, Homecoming al menos temáticamente se preguntó cómo esquivar las convenciones de los subgéneros de los que proviene: no se trata tanto de cómo un soldado o un guerrero logrará retomar su identidad recordando lo que ha olvidado, sino de cómo podrá superar los traumas de la guerra. ¿Y si existiera un fármaco que permitiera olvidar esos traumas? ¿Podría un fármaco así interesar al complejo militar industrial de los EEUU? Y de ser el caso, ¿cómo se le administraría a los soldados? ¿Qué tipo de personas estarían encargadas de esa tarea? ¿Qué otras aplicaciones podrían tener tecnologías de ese tipo? Son preguntas como esas las que le dan forma a Homecoming, una oportunidad también para soltar comentarios ocasionales sobre la industria del bienestar y, más puntualmente, de la perversa alineación entre intereses privados y gubernamentales. El tema, en una sociedad como la nuestra –obsesionada con la permanencia y la producción constante de información–, tiene cierta urgencia: desde hace algunos años ya se habla, también, del derecho al olvido.
Pero más interesante aún es que Homecoming se niega a dejarnos olvidar su lugar en la cultura popular. Esta estética, claro, tiene un nombre (y lo acuñó Fredric Jameson), pero hay algo aquí que opera en sentido inverso al tema del olvido: el subrayado insistente de referencias. Como ocurrió en la primera temporada de The Sinner (2017- ) o en algunas escenas de Déjame salir (2017), la relación de aspecto de Homecoming cambia de acuerdo no sólo a los típicos saltos cronológicos, sino también a la percepción de sus personajes. Pero más interesante es la banda sonora utilizada a lo largo de la serie: la mayor parte proviene de momentos más o menos icónicos del cine y están allí para recordarnos el tipo de escena que vemos (cuando un burócrata cumple con su misión, una victoria pírrica, se escucha un fragmento de la conocida banda sonora de Los hombres del presidente; cuando el enemigo persuade a la heroína de ser un amigo, escuchamos las tonadas paranoicas de Halloween III: el día de la bruja…). Se trata de uno de los golpes maestros de esta serie: al margen de su buena factura, de su “reparto estelar”, su cuidado tono humorístico y de suspenso, Homecoming nos recuerda constantemente que ya hemos pasado por aquí, pero que estamos dispuestos a olvidarlo con tal de cumplir con el ritual de ver algo, lo que sea entretenido, en la tele.
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