Un anzuelo para bibliófilos, La casa de los veinte mil libros (2014) de Sasha Abramsky triunfa en las descripciones de los perversos placeres que esconde el coleccionismo y la bibliomanía. En una pequeña casa londinense ubicada en una urbanización cercana a Hampstead Heath, durante varias décadas se acumularon miles de volúmenes que habrían de darle forma a la colección personal de libros sobre judaísmo y la historia de la izquierda, todos pertenecientes a Chimen Abramsky (abuelo de Sasha Abramsky). “Casi tan importantes como las palabras”, provoca Abramsky, el nieto, “eran el tacto y el olor de los libros. Al pasar las gruesas páginas de los libros antiguos, con sus pesadas y agrietadas encuadernaciones de cartón o de vitela, o las crujientes y ásperas páginas de otros volúmenes, se podía imaginar lo que Marx debió de sentir cuando sostenía un determinado tomo en sus manos mientras se documentaba para sus grandes tratados en la sala de lectura del Museo Británico. En los densos olores que se desprendían al abrir aquellos antiguos volúmenes se podía percibir el rastro de técnicas de impresión y métodos de fabricación de papel ya olvidados; de tintas fabricadas siglos atrás”.
Pero el libro de Abramsky supera con creces la mera pornografía bibliófila. Aunque no deja de darle espacio a los placeres descriptivos detonados por la imagen de una casa inundada por libros (que no deja de ser, también, abrumadora), lo cierto es que La casa de los veinte mil libros también funciona como una memoria personal y una biografía intelectual de Chimen Abramsky. Organizado arquitectónicamente, este libro evoca las distintas pasiones que arrebataron la atención de Abramsky en distintos momentos de su vida: los libros atesorados en el dormitorio principal; los libros que detonaban discusiones y conversaciones, lógicamente, se encontraban en el recibidor; los encuentros en la cocina pero también en el comedor; el salón, la habitación grande del piso superior, etcétera.
Sasha Abramsky no sólo pone el escenario sino que lo puebla de personajes para dar cuenta de la intrincada trayectoria de su abuelo: se repasan las múltiples tertulias y discusiones intelectuales que se desarrollaron, durante décadas, en la pequeña casa de Hillway. Además de haber regentado una librería con su mujer, Abramsky se volvió un especialista en el mercado de libros raros (fue consultor de manuscritos y documentos para Sotheby’s); con el tiempo, también, se convirtió en una especie de intelectual público (aunque su corazón estuvo con la izquierda, como muchos pensadores de su generación habría de desencantarse del socialismo para volverse un liberal –Isaiah Berlin fue uno de sus amigos más cercanos).
En muchos sentidos, La casa de los veinte mil libros es un relato crepuscular poblado por un “coro de fantasmas”. No sólo su vida estuvo marcada por las fuerzas políticas del siglo XX, sino que a su muerte en el 2010, gran parte de la biblioteca de Abramsky fue vendida: cuesta imaginar que en nuestra época vuelva a nacer un celo similar por la palabra escrita e impresa. No sin melancolía, al final del libro su nieto reflexiona sobre los motivos que lo llevaron a realizar la investigación: “El mundo de Chimen y Mimi, organizado alrededor del libro, y las habitaciones llenas de conversación del 5 de Hillway, era un mundo que, día a día, iba muriendo: los personajes centrales de sus vidas eran muy mayores o ya habían fallecido; las batallas políticas que habían librado se veían cada vez más como notas a pie de página de un lejano pasado; los libros e ideas que para ellos eran valiosos estaban cada día más polvorientos”. ¿Es así? La urgencia por contar la historia de Abramsky tiene también un resabio derrotista… ¿Es todo lo que queda? ¿Polvo y libros viejos? Paradójicamente, es llamativo que de una colección de libros que se ha roto (con la muerte del coleccionista) brote un nuevo título.
Sasha Abramsky, La casa de los veinte mil libros, Periférica, 2016
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