martes, 17 de octubre de 2017

Una serie de contextos

En menos de una década, la carrera de Kate Tempest se ha convertido en un pequeño acontecimiento artístico. Muchos elementos confluyen: se ha reparado en su edad (nació en 1985), en su lugar de origen (Brockley, al sur de Londres, un barrio conformado mayormente por inmigrantes y obreros) y en la multiplicidad de las disciplinas artísticas que aborda; no “sólo” es una rapera, se insiste, sino una poeta y novelista (Sexto Piso acaba de publicar en español Cuando la vida te da un martillo) que encontró en la música un medio expresivo ideal. También, se añade, ha escrito obras teatrales y ha oficiado de directora artística de festivales como el de Brighton en 2016, cargo que anteriormente había recaído en gente como Brian Eno o Laurie Anderson. Es decir, existe la materia prima para construir un personaje y la prensa ha llevado la tarea hasta lo caricaturesco. «Una mezcla de trovadora, Janis Joplin y James Joyce» (Lucía Lijtmaer en El País) es el tipo de descripción que, buscando exaltar sus cualidades, termina por no decir nada. Se busca –suponemos– dar cuenta de su capacidad para registrar la realidad anímica de las sociedades contemporáneas, con un registro estilístico amplio, combinados con una actitud desenfadada en el escenario.

 

Pero para hacerle justicia a la obra de Kate Tempest habría que contextualizarla con más precisión, y creo que es justamente en el plano musical donde menos intentos se han hecho. Lo cual es doblemente lamentable, porque el rap británico, en cualquiera de sus variantes musicales, ha construido un camino propio e interesante desde hace unas tres décadas. Si raperos como Derek B o Kinetic Effect fueron pioneros en el género en el Reino Unido, su obra es demasiado derivativa de sus pares norteamericanos, lo que a la distancia la hace sonar irremediablemente menor. Ha sido la influencia jamaiquina la que ha configurado los subgéneros más interesantes del rap británico: el nombre ineludible aquí es, por supuesto, el de The Wild Bunch, colectivo del cual se desprenderían músicos como Massive Attack y Tricky o productores como Nelle Hooper (que terminarían por imprimir su estilo incluso en grupos más pop como Soul II Soul). Y si ahora son asociados invariablemente con el mote de trip hop, ¿no son temas como “Five Man Army” o “Blue Lines”, de su álbum homónimo debut de 1991, la muestra de una expresividad lírica que tiene al rap como eje pero que se nutre del dub, el dance hall y el rocksteady, todos géneros de Jamaica? ¿Y un disco como Maxinquaye, el debut de Tricky como solista en 1995, no lleva esa mezcla hasta su colmo de oscuridad e inaugura así una sensibilidad inédita también en los Estados Unidos? ¿Y no es esta sensibilidad implícitamente política, aunque no necesariamente incluya consignas, al realizarse en el universo inmediatamente posterior a Thatcher? La impronta jamaiquina –la alternancia hipnótica de silencios y percusiones graves en el dub; la tensión sonora irresuelta en el dancehall, etcétera– terminaría por pavimentar el camino para géneros urbanos ya enteramente británicos como el grime, el dubstep o el UK garage.

 

 

A finales de los noventa e inicios de los dosmiles, nombres como los de Roni Size, Dizzee Rascal o The Streets terminarían de dar personalidad a una música que además, de a poco, se fue alimentando de otras influencias foráneas, principalmente indias, como en los casos de Asian Dub Foundation o M.I.A. Es en ese entorno que la música de Kate Tempest también se transformaría: basta escuchar sus primeros temas junto al grupo Sound of Rum para percatarse que esa mezcla de funk, jazz y hip hop, si bien comenzaba a dar visos de su talento interpretativo, no terminaba por granjearle una personalidad propia. Sería hasta su obra solista que su imaginario terminaría de asentarse en un territorio propicio. Los gestos excesivamente idiomáticos de Soun of Rum evolucionarían hasta un sonido si se quiere más frío, pero más conveniente para el desarrollo de estructuras narrativas –con sus giros, caídas, cortes abruptos, silencios– que Tempest siempre ha defendido.

 

 

Hay que escuchar un tema como “A Hammer”, de Everybody Down (2014), para comprobar que las atmósferas creadas por Dan Carey otorgan más plasticidad a las palabras de la rapera: las acentúan, las ensombrecen, las filtran. Por no hablar del sonido de Let Them Eat Chaos (2016), su disco más destacado: su historia coral –siete personajes de los suburbios londinenses despiertos de madrugada expresan su realidad cotidiana bajo una tormenta– es puntuada y sobrepuntuada por la música de Carey. Música directamente relacionada con la escena artística anteriormente descrita (debe oírse un tema como “Whoops”, que fácilmente hubiera sido descrito como grime si el término no hubiera caído en desuso): electrónica por sus fuentes, jamaiquina por su estructura original y deudora del hip hop en sus derivaciones. No es exagerado señalar estas características, antes que el contenido de sus letras, cuando la propia Tempest las ha destacado: «las palabras necesitan ser escuchadas, el lenguaje necesita ser hablado», dice en una entrevista con la revista Time Out Barcelona, «sentir la forma en que vibra, en el cuerpo, en la boca. Para mí las palabras son físicas, la poesía es física. Y si no las recitas pierdes mucho, pierdes esa fisicalidad».

 

 

Su poesía, entonces, antes que ser política por su mensaje, es estética por su peso. Y esa condición física tiene una breve pero contundente historia de la que Kate Tempest es una digna heredera.



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