viernes, 18 de mayo de 2018

La Casa de San Lázaro

Tropezamos en Donceles con un tomito de Luis León de la Barra –capitán primero y regidor de la Ciudad de México a decir de su sobrino en Los de arriba (Editorial Diana, 1979)– titulado El San Cosme de otros tiempos, impreso en nuestro país alrededor de 1951 como parte de una colección parisina, Clair de lune. En él nos enteramos de un sucedido bien curioso que el autor le escucha a un amigo, Paco, quien a su vez conoce de su abuelo Pancho, médico en ejercicio durante la segunda mitad del siglo XIX; ambos habitantes de “la vieja casona de su familia, a un costado de la Ribera de San Cosme”. Pero antes de abordar el caso conviene consultar a Cossío, Marroqui, de la Maza y Mundy para adentrarnos en sus cimientos históricos.

En 1524, o un poco después, Hernán Cortés hace edificar una ermita en un lugar de la calzada hacia Tacuba llamado de la Tlaxpana, suponemos que más o menos por donde hoy continúa en pie la Capilla Británica en la colonia San Rafael. Igualmente sabemos que en 1529 empieza a erigirse ahí una suntuosa casa con aspecto de fortaleza, conque a aquellas alturas la iglesia franciscana ya habrá mudado su domicilio (a la zona del tecpan de México). Muchos han querido ver en dicha fundación un antecedente del leprosario que en 1572 establece el doctor Pedro López en el extremo oriental de la calzada, a la orilla del lago, por el rumbo de las Atarazanas; es comprensible por coincidir la una y el otro en la advocación a San Lázaro, asociada comúnmente con la lepra (aunque también con otros padecimientos contagiosos). Comoquiera no parece probable que tan pronto como en los años veinte la lepra ya hubiera cundido lo suficiente al grado de tener que crear un asilo ad hoc, y menos en un área de huertas y proximidades de un acueducto. Por su parte Marroqui deja claro que el hospital de Pedro López es “con total independencia del S. Lázaro de Cortés”, templo que en todo caso servía para “consolación de los naturales que allí se bautizaban” y para el cual llegó a planearse “hacer casa de pobres con su hortezuela para legumbres” a un lado, en un “verjel para pasatiempos” del capitán general, por lo que no tiene sentido que se instalase en ese sitio un lazareto.

Sin embargo el abuelo Pancho sí considera que “en la vecindad del actual templo de San Cosme” funcionó “desde los primeros tiempos de la ciudad colonial” un hospital para leprosos. Y aun relata que anticipándose a su inminente destrucción, un infectado decide escapar para refugiarse en el cercano caserón de un pariente. “El muchacho, que había llevado en el mundo un nombre ilustre, se recluyó sin nunca más salir de esa morada, ricamente puesta para su comodidad”, nos indican en el pequeño libro. Al cabo de un tiempo, el servicial y acaudalado anfitrión le consigue a una leprosa de modo que se hagan compañía y con la que, obvio, acaba contrayendo matrimonio gracias a un discreto sacerdote. La pareja compra el inmueble para procrear hijos, quienes a la postre van casándose con más enfermos, por supuesto a través del mayor de los secretos. Con el paso de los años van desposándose entre primos. La familia rara vez sale a la calle, nada más para lo indispensable, y su vida transcurre relativamente oculta y en paz a lo largo de las centurias subsecuentes.

Hasta que una bella joven acude con nuestro médico para que socorra a una hermana suya a punto de morir, las cuales habitan en la añosa residencia, de abandonado jardín al frente, junto con el resto de los enfermos. De esta manera Pancho se percata de la existencia de todos ellos, e incluso lo invitan a cenar. Como era de esperarse cae enamorado de la muchacha, que por fortuna no ha sido contagiada. Entonces la pareja se dedica a limpiar y esterilizar la mansión afincándose en ella. Así, al final Paco le hace saber a León de la Barra que él mismo proviene, en consecuencia, del aludido linaje y que en tales momentos se encuentran ambos en la casa conocida como de San Lázaro. “Y creo que nunca he corrido tanto como cuando me alejé de mi amigo”, concluye el narrador.

Más allá de lo tenebroso o anecdótico de la historia, que ciertamente podemos considerar oída por el escritor según dejan entrever las demás crónicas de El San Cosme de otros tiempos, lo de veras atrayente acá es la noción de que en efecto puedan subsistir en la actualidad cualesquiera vestigios materiales o simbólicos del México-Tenochtitlan de justo después de la Conquista: edificaciones sobrevivientes, estirpes rastreables, acontecidos que sigan transmitiéndose a casi cinco siglos de distancia. Nos referimos a un período oscuro, anterior al virrey de Mendoza o los célebres diálogos de Cervantes de Sazalar, cuando los conquistadores aún podían recordar en voz alta lo atestiguado o acometido durante el asedio a los mexicas. La tempranísima época de una población todavía sin empedrado, Alameda y ni siquiera título de ciudad. Pero ya con trazado urbano, familias estableciéndose, la realidad igual de severa que en hogaño. ¿Cuánto de aquello fugitivo permanece y dura?, ¿qué se filtra sigilosamente hasta nuestros días, pese a tanta lepra y sombras?, ¿cómo y por qué contar lo que ahora nos empeñamos en contar?

Viernes 18 de mayo de 2018



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