lunes, 28 de mayo de 2018

Más allá de la amargura

Gran parte de los ensayos reunidos en Clase cultural (2013, traducido el año pasado por Caja Negra) vuelve a una de las narrativas predilectas de la crítica contemporánea: se subtitula “Arte y gentrificación”. Desde hace años el fenómeno del aburguesamiento es parte del paisaje de las metrópolis contemporáneas (y de los tópicos de críticos y periodistas culturales), pero también de ciudades más pequeñas, punteadas invariablemente por lugares más o menos similares (de museos y galerías a tiendas de cupcakes). Pero si la evidencia de este maquillaje global hace imaginar una línea pesimista que va del fracaso del efecto Guggenheim a la creación de economías de servicio, experiencias o esfuerzos “creativos” que ni fu ni fa, el libro de la artista y crítica Martha Rosler logra un panorama histórico que no sólo remonta al periodo de posguerra sino que explora las sendas que dieron pie a la identificación de publicidad y arte, a la polisemia del término “creatividad”, e incluso al imperativo contemporáneo del arte como un espacio de crítica.

De esta forma, aunque tiene pasajes exhaustivos e interesantes sobre ciudades-caso como Detroit, o de estrategias y “experiencias” tan sonadas como la High Lane en Nueva York, el atractivo principal de estos ensayos es la manera en que reconsidera a las vanguardias históricas, el estatuto cuasi-divino de los situacionistas para los artista contemporáneos, y más atrás, la supuesta autonomía de los artistas en relación a otros momentos históricos. No es extraño que Rosler contraste en más de una ocasión el lugar de los artistas contemporáneos, en el centro y la periferia, con el de los artesanos y genios que estuvieron al servicio de príncipes o del clero (el eco de la pregunta que un estudiante le hizo resuena a lo largo del libro: “ser un artista, ¿significa aspirar a servir a los ricos?”), para, discretamente, callar sobre el lugar íntimamente vinculado con la vida pública que tuvieron en la Grecia clásica… Como sea, su categorización del arte crítico y político es refrescante al insistir en sus límites, sobre todo en nuestra época, en la que se sigue esperando (a pesar de tantos fracasos) que los artistas e intelectuales nos rescaten de catástrofes políticas.

En rigor, el libro no es un compendio exclusivo de pesimismo. A pesar del fenómeno global e histórico que aborda, la estetización de la vida política y la desactivación o reblandecimiento de lo político en las artes, Rosler se permite cierto optimismo (a veces excesivo, como en el caso del movimiento Occupy). Tal vez lo más apropiado no sea hablar de “optimismo” sino de darle la justa medida a los alcances del arte, cuyo impacto se da en lo imaginativo (que no es poco). Respecto al arte político, que siempre corre el riesgo de ser neutralizado, escribe: “Por ahora no hay un final para el arte que adopta una postura crítica, a pesar de que su lugar quizás no siempre esté en el mercado o en la máquina del éxito misma, donde siempre está en peligro de ser seriamente reescrito, a menudo en un proceso que tarde o temprano, se cumplirá. Es la brecha entre la producción de la obra y su absorción y su neutralización la que deja un margen para su lectura adecuada y su capacidad para hablar de las condiciones presentes. No es el mercado solo, después de todo, con sus hordas de charlatanes, consejeros y críticos amargos, el que determina el sentido y la resonancia: también está la comunidad de los artistas y el potencial contrapúblico que todos ellos suponen”.

Clase cultural, de Martha Rosler, traducido por Gerardo Jorge, cuenta con un robusto aparato crítico que dará pistas a los interesados por el lugar político y social que ocupa el arte contemporáneo, sea como cómplice del capital o como potencial territorio de disidencia.



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