El vínculo entre las mujeres y la música electrónica es más extenso de lo que se piensa y más complejo de lo que muestra una primera lectura. Se retrotrae, como mínimo, hasta 1938, año en que la alemana Johanna M. Beyer publica Music of the Spheres, la primera obra para electrónica compuesta por una mujer de la que se tenga registro. Para entonces, Beyer llevaba quince años viviendo en los Estados Unidos, muy cercana al círculo de compositores ultramodernistas (de John Cage, pasando por Ruth Crawford, hasta Henry Cowell). Sus obras para percusión, en clave protominimalista por su economía de recursos, o su adhesión a las teorías sobre el contrapunto disonante, de gran experimentación formal aunque elegante solvencia, la colocaban en el mapa sonoro norteamericano de vanguardia (lo cual no impedía que trabajara como secretaria del propio Cowell durante la segunda mitad de los treinta, tal vez la etapa más prolífica de su carrera). Music of the Spheres es muy destacada: estructuralmente, continúa la senda de sus piezas anteriores, pero el timbre de la electrónica le otorga una personalidad peculiar: modulados, los sonidos parecen flotar con mayor soltura. Tiene en ciernes la estética que durante las siguientes décadas sería explorada largamente, en gran parte, por mujeres.
Después de Music of the Spheres el crecimiento de los casos de mujeres en la música electrónica es exponencial. En esa época Daphne Oram, por ejemplo, comenzaba su peculiar carrera. En 1942, a los 17 años, le fue ofrecido un lugar en el Royal College of Music, pero dio un giro que sería clave en el propio desarrollo de la música electrónica del siglo XX: tomó un puesto como ingeniera de audio en la BBC. La decisión puede leerse desde varios planos: Oram, con conocimientos en composición, se internaba en territorios que, al menos en ese entonces, no eran reconocidos estrictamente como musicales, sino, precisamente, como ingenieriles. Ese rodeo, creemos, le permitió una visión más cercana al aspecto material del sonido, como lo demostrarían sus Oramics, piezas sonoras realizadas con una técnica inaudita para su época: Oram dibujaba patrones gráficos directamente sobre una película de 35 mm que eran leídos por células fotoeléctricas y transformados en sonidos. Los resultados, a medio camino entre el experimento técnico y la composición artística (pero ¿dónde terminaba uno y comenzaba el otro?), estrechaban el vínculo, ahora sobreentendido, de la electrónica y las imágenes. Es decir, abría una veta compositiva que podía comenzar directamente por la visualidad. Y, por ello, cimbraba los cimientos del pensamiento musical mismo.
Podría aducirse que el involucramiento de las mujeres en la música electrónica es una más de las victorias del movimiento feminista. Que el de la electrónica no es un caso privativo, sino parte de un movimiento social y político mucho más amplio. Lo cual es cierto, pero si nos detenemos en ese punto del problema perderemos preguntas interesantes. ¿Por qué, tan sólo unos años después de abrir la veta de la música electrónica, tras desarticular el rol prefijado para las mujeres en su universo, la relación pareció tan orgánica? ¿Por qué apenas un par de décadas después de un caso como el de Johanna M. Beyer pudieron desarrollarse obras tan originales y plenas como las de Eliane Radigue o Else Marie Pade? ¿Por qué la carrera de una mujer como Daphne Oram, condenada a una especie de ostracismo de facto, puede dar paso a la obra polimórfica de alguien como Laurie Spiegel, en activo ininterrumpidamente desde hace casi cincuenta años?
Nuevamente: los avances no pueden entenderse fuera de una lucha política de mayor calado pero, amén de los detalles de cada ejemplo, debe existir algo en la electrónica que, una vez fracturadas las estructuras sociales de género, permita una navegación más fértil por sus senderos. Acaso sus códigos se encuentren más abiertos desde sus inicios, y si estilos musicales como el rock o el jazz siguen girando alrededor de valores estereotipados como la fuerza, el ímpetu o el genio (¿y quién detenta la sublimidad de la razón bajo un régimen machista sino el hombre?), la electrónica, más impersonal, menos atada a ciertos gestos, a ciertas posturas, puede convertirse en un aliado inesperado de la lucha feminista.
Pero, ¿cuál es la estructura resultante, cuál el sonido, cuando las herramientas son de esta forma liberadas? ¿No sería sospechoso que la electrónica, en este estadio, adquiriera un cariz o un contenido explícitamente “femenino”, con todo lo problemático que puede resultar este término? ¿No estaríamos intercambiando estereotipos de acuerdo con el agente en turno tras las herramientas? Analicemos una pieza como A Little Noise In The System (Moog System), una de las obras maestras de Pauline Oliveros, muerta a finales de 2016. Su lento despliegue y progresiva complejización de ruido sintetizado, inimitable por otros medios, le otorgan una estructura que, aunque al principio aparenta ser estática, contiene un particular dinamismo en sus detalles. Y su textura, en teoría agreste (no dejan de imbricarse y repetirse ruidos y sonidos excesivamente agudos en su media hora de duración), revela matices que, desde su complejidad, también podrían calificarse como plácidos. ¿Y qué tiene que ver esta estructura sonora con lo que normalmente entendemos como femenino? Absolutamente nada. Oliveros no reivindicaba, a menos no con consignas explícitas, un carácter femenino de su obra porque, creemos, habría vuelto a cerrar los códigos que la electrónica permitía mantener abiertos. Lo cual no implica que no fuera consciente o que no suscribiera o defendiera los principios feministas de su entorno político (basta leer su artículo “And Don’t Call Them ‘Lady’ Composers”, publicado por el New York Times en 1970). El «pequeño ruido en el sistema» que la música de Oliveros representa es significativo en capas más profundas, precisamente porque se opone a los binarismos simples. Para escapar de los roles dicotómicos, parece decir, es necesario desarticular la inmovilidad de sus gestos: abrir el espectro, desestabilizar los patrones, abrazar la multiplicidad.
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