jueves, 24 de agosto de 2017

La Elena más transparente

Tendrá que suceder, y así muchos aprovecharán para compartir sabrosas anécdotas o lamentarse públicamente, si bien no faltarán las bromas respecto a su edad, tanta gente necesitada de atención. Pero ¿qué tanto reconocemos hoy su copiosa labor? Elena Poniatowska, pese a la fama y la constante edición y reimpresión de sus libros, parece tener más fans y detractores (en ambos casos es “Elenita”, acaso herencia del náhuatl cuyos sufijos reverenciales también funcionan como diminutivos) que lectores. Será que nuestros cronistas ínclitos imponen, al grado de que se les termina evitando. Lo habitual con Monsiváis o Novo, los autores por encima de su obra, no es que sea culpa de ellos, claro que no, tanta gente necesitada de ídolos, más fáciles de manejar que las ideas.

 

Lo primero que se nos viene a la mente al hablar de Poniatowska y su aportación a la crónica de ciudad, entendida ésta como la relación de lo urbano a través de una perspectiva histórica, son sendos volúmenes acerca de Tlatelolco y los terremotos del 85. No obstante existen ejemplos igual de esclarecidos, como la novela por la que ganó y rechazó el Premio Xavier Villaurrutia en 1971. ¿Es Hasta no verte Jesús mío (1969) un libro sobre la Ciudad de México? Puede que sea incluso la aparición de una nueva forma de abordarla: por medio de la ficción testimonial, o si se quiere del periodismo literario (el término gonzo aún no se estilaba, y tampoco “autoficción”); picaresca moderna, de grabadora, sin costumbrismos y con el foco en los amolados de la Revolución, del mismo modo que en los Siglos de Oro se concentraron los Cervantes y los Quevedos en los menesterosos de la Reconquista; chance y antecedente indirecto de El vampiro de la colonia Roma (1979), aunque esto habría que preguntárselo a Luis Zapata; entretenida, en fin, y mesurada en su tono feminista: “Él siguió de coqueto, ah, pues seguro, si era hombre […] pero conmigo fue distinto porque me hice muy peleonera, muy perra […] Así es de que Pedro y yo nos agarrábamos a golpes a cada rato y por parejo. Se acabó aquello de agacharse”. Asimismo se perciben ciertas semejanzas con la narrativa de Mercè Rodoreda y su visión de Barcelona durante la Guerra Civil: la ciudad son los ciudadanos, pesan más las memorias que los acontecimientos históricos.

 

Sabemos cuál es el proceso detrás de Hasta no verte…, ella misma lo revela en “Vida y muerte de Jesusa” (1994): la hija de familia que maneja un vocho cada miércoles durante al menos dos años para grabar a su protagonista “allí donde México se va haciendo chaparrito”. Y admite: “Algunas de sus palabras tuve que buscarlas en el diccionario de mexicanismos, otras se remontaban al español más antiguo”.

 

Comoquiera no es ésta, quizá, la Poniatowska más sustancial para nuestras crónicas. Se hace preciso considerar a la adolescente que creció en la calle de Berlín y logró publicar a sus veintinueve la compilación Palabras cruzadas (1961), actualmente una curiosidad bibliográfica. Ahí da a conocer a un Alfonso Reyes doméstico, una charla mantenida con el presidente Cárdenas a bordo de un vuelo proveniente de La Habana (“Castro es un hombre de gran fuerza y bondad”, “no hay comunismo en el Caribe”, “la reforma agraria no ha fracasado”), un dibujo de Lupe Marín hecho por Diego Rivera y demás tesoros, como el artículo dedicado a la familia del impresor Antonio Vanegas Arroyo, avecindada hasta la fecha en la calle de Penitenciaría (no muchos periodistas mexicanos se han vuelto a acordar de ellos, a diferencia de los cubanos).

 

Nos referimos aquí a la Poniatowska que le saca partido a su privilegio para hacerlo extensivo a los lectores de Excélsior, la narradora que celebran Benítez y Carballo, la reportera que visita Tepito y el carnaval de San Juan de Aragón, siempre de la mano de Alberto Beltrán, para el afortunadísimo Todo empezó el domingo (1963), la que le suelta a Octavio Paz un “¿sabe usted, señor, que Juan José Arreola lo llama el becerro de oro?” cuando recién los presenta Fuentes, la que conversa con los presos de Lecumberri y entonces afianza su amistad con Álvaro Mutis (la comunicación epistolar fue editada por Alfaguara sin pena ni gloria a finales de los noventa), la colaboradora, rara avis en una redacción de casi puros hombres, del suplemento México en la Cultura (sería interesante recuperar esos textos), la que transita del cuento al sucedido con naturalidad, espectadora y partícipe, y sin embargo aún lejos de sus singulares ejercicios biográficos La “Flor de Lis” (1988), La piel del cielo (2001) o Leonora (2011), la que seguro no se imagina que acabará recibiendo a prácticamente todo aquel que toque a su puerta en la calle de San Sebastián, en Chimalistac, acompañada de dos gatos, Monsi y Váis, algunas veces en pants, otras elegantemente vestida con huipil.

 

Esa Elena Poniatowska sigue viva en sus trabajos tempranos, enamoradiza y andariega como los periodistas sagaces, volteando a ver a quienes no suelen figurar, ora quitándose y al rato acomodándose para la foto, en ocasiones con los mexicanos de a pie y al día siguiente con los prohombres de la cultura y la política nacionales, leyendo y entrevistando a todo el mundo, sobrevolando como “pájaro en la literatura mexicana” (halago o desdén, quién sabe, del “becerro de oro”), participando a su manera, ya Pimpinela de Ovando, ya Rodrigo Pola, en la Generación de Medio Siglo y, en suma, dejando un valioso testimonio de la capital moderna y posmoderna que hemos comenzado a perder, tenía que suceder, adiós al México chaparrito. Legándonos, pues, un enorme y lúcido corpus que con seguridad habrán de consultar los fisgones de otros tiempos mejores.

 

Hoy hacen falta cronistas así, con una mayor capacidad de escuchar que de emitir opiniones, y un genuino amor en sus descripciones, como las que leemos en la graciosa crónica “El último guajolote” (1994), o bien en el capítulo final de La “Flor de Lis”: “luego escojo una banca junto a la estatua Malgré tout y miro cómo los hombres al pasar, le acarician las nalgas. Las mujeres no. Me gusta sentarme al sol en medio de la gente, esa gente, en mi ciudad, en el centro de mi país […] Mi país es esta banca de piedra desde la cual miro el mediodía […] la fuente de las ranitas frente al Colegio de Niñas […] mi país es el tamal que ahora mismo voy a ir a traer a la calle de Huichapan número 17 […] Cuando van a dar las dos, regreso a la casa, vacía de emociones y miro por la ventanilla del Colonia del Valle-Coyoacán. No sé dónde poner los ojos”.

 

Que las nuevas generaciones de escritores pongan sus ojos en las ideas de Poniatowska es tan justo como necesario, en verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación como cronistas. Más de uno podrá llevarse a una sorpresa. La sorpresa de una mirada transparente.

Martes 22 de agosto de 2017



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