lunes, 9 de octubre de 2017

El cine, ¿se aprende en las aulas?

Asumir costos

En el complejo ecosistema de la educación cinematográfica de nuestro país conviven universidades privadas así como públicas, además de los modestos pero numerosos talleres de apreciación. A inicios del pasado mes de septiembre, la Escuela Superior de Cine (ESCINE), cuyos orígenes se remontan al Taller de Cine de Mantarraya, obtuvo su Registro de Validez Oficial de Estudios de la SEP. La ocasión permite revisar el momento por el que pasa la educación de esta disciplina en México.

 

“El tema me recuerda un aspecto de la cultura gringa: los padres saben que desde que sus hijos nacen deben ahorrar dinero para su educación”, comparte el realizador Axel Muñoz, quien fue parte del cuerpo docente del Taller de Mantarraya. “Están, en ese caso, las opciones de la universidad privada o la pública que, con todo, sigue siendo cara. Desde hace treinta o cuarenta años existe la opción de que los alumnos se endroguen y paguen a crédito su propia educación. Eso, según recuerdo, sólo sucedía en algunas universidades mexicanas, obviamente caras. Esto ya implica un filtro de clase: sólo la alta podía acceder a las universidades que ofrecían esa opción. De allí al otro extremo: las universidades públicas mexicanas como la UNAM son muy baratas pero lo difícil es entrar, que es lo que ocurre con el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC) y con el Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC). Opciones fuertes pero de difícil acceso”.

 

Muñoz, quien egresó del CCC, recuerda que las opciones de hace unos años eran limitadas en contraste con las actuales. Desde entonces se han consolidado otras opciones, como es el caso de CENTRO, una universidad privada en la que, además de atender diversas ramas del diseño, los estudiantes pueden prepararse en disciplinas vinculadas a la televisión y al cine. Además, han emergido otras opciones más flexibles pero que no dejan de tener un vínculo con la industria, como es el caso de los diplomados y los cursos básicos enfocados al cine documental que se imparten a través de productoras como Artegios, fundada por Everardo González (director, entre otros, de Cuates de Australia, 2011). Fue este año, precisamente, que Artegios comenzó a ofrecer esa opción.

 

“Me decidí a estudiar cine en el 2003”, recuerda Muñoz. “Entonces existía el CCC, el CUEC, la escuela INDIe, el Instituto Ruso Mexicano, Arte 7 y el Instituto Lumiére. También estaba la UDG. En la Condesa existía el Centro Cultural Woody Allen, que inició muy concentrado en el cine pero terminó dando cursos de cualquier cosa, como el uso de la sangre en las películas de Kubrick… No había tanta oferta como ahora. El CCC sigue teniendo un seminario de apreciación, que es la opción para quienes quieren acercarse a la historia del cine. En el CUEC tardaron un poco más, pero hacia 2008 comenzaron a dar talleres. De ahí en fuera sólo si eras de clase acomodada podías estudiar fuera, en lugares como la NYU o la EICTV –que tiene un historial importante de alumnos mexicanos– y que siguen ofreciendo talleres, aunque no son nada económicos. Desde hace unos seis o siete años ha habido una sobreoferta de talleres. Es difícil saber cuál de ellos vale la pena”.

 

El caso de Mantarraya se caracterizó por impartir talleres alineados a una forma de hacer cine. “Su taller inició sin la pretensión de volverse una escuela formal”, recuerda Muñoz. “Lo que buscaban era acercarse a un perfil específico de cine que se hacía en México, el producido por ellos; en concreto, los casos de Reygadas y Amat Escalante. La intención era interesante porque te quitaba el peso de tener que ir a una escuela formal. La primera generación del taller era gente con un gusanito, una inquietud por el cine, aunque no necesariamente pretendía conocer cuestiones técnicas, sino ser cineastas, lo cual es un poco ilusorio. Con el tiempo se reveló que también se necesitaba aprender otras cosas”.

 

De taller a ESCINE

 

Fue el trecho entre los diplomados de apreciación y las escuelas de cine con énfasis técnico el que la Escuela Superior de Cine ha intentado reducir. El realizador Fabián Hofman, director actual de la ESCINE,  explica: “Hace poco más de un año nos reunimos con la gente de Mantarraya, quienes tenían la inquietud de hacer evolucionar los talleres. Me parece que tuvieron su momento, los talleres: salieron de allí varios trabajos muy interesantes, pero fue un primer paso. Tenían una duración de un año y medio y la idea era finalizar con un corto. La inquietud de la que surgió el ESCINE buscaba modificar el programa para abarcar más temas. Ahora consta de tres años, una licenciatura dividida en cuatro trimestres al año. Es un programa académico intensivo donde todos los alumnos tienen que dirigir un corto, un documental y un mediometraje. Eso cambia la estructura y la idea de lo que era el taller”.

 

Un recorrido por las instalaciones de la ESCINE hace evidente la cercanía, incluso física, entre las aulas utilizadas por la escuela, y las oficinas de la productora. ¿No implica ello una visión inquietantemente cercana a la filosofía de Mantarraya? “En la escuela hay una influencia, sí, pero no es el único cine posible”, señala Hofman. “La propuesta es más amplia. Convivimos, los premiados de Mantarraya vienen cada dos tres meses a dar su punto de pista, abonando al cuerpo docente que tenemos. El grupo de Mantarraya pone a esta escuela en funcionamiento, pero no significa que su cine dicte el camino a recorrer”.

 

Hofman abundó sobre el panorama educativo de la disciplina en el país: “La enseñanza cinematográfica es excesivamente compleja. Tiene una cuestión social, una filosófica, de creación, técnica… conjuga muchas cosas que hacen que los veintes vayan cayendo de forma diferente. Lo que distingue al ESCINE es que sólo hacemos cine. Todo lo que haremos en el futuro tendrá que ver exclusivamente con esta disciplina. Hay escuelas que se enfocan en lo que técnico, otras que son más generales y me parece que aquí logramos conjugar la cuestión, es decir, pensar sobre el cine haciéndolo”.

 

Como en otras opciones académicas, en la ESCINE se reconoce la importancia de tener un profesorado que no esté conformado exclusivamente por cinéfilos, es decir, para contar con maestros profesionalmente activos. “Cuando entré al CCC”, subraya Muñoz, “Ángeles Castro, quien la dirigía entonces, nos explicó que la ventaja y desventaja de la escuela es que todos los maestros estaban en activo. Eso significaba que de pronto podríamos tener la suerte de contar con un maestro que fuera provechoso pero que la clase podía quedar trunca o que al año siguiente el maestro o maestra regresaba a hacer una película. A pesar de que fue muy clara uno no lo entiende hasta que lo vive. El mismo Pedro Costa decía que su paso por la Escuela de Cine de Lisboa sólo contó con un maestro con experiencia, y había sido un director de malas películas. Fue muy frustrante para él. Se nota cuando los maestros no están en el set”.

 

¿Qué hay de los alumnos?

 

Un nuevo mito recorre las filas de los jóvenes interesados en hacer cine: las herramientas para crearlo se han “democratizado”. ¿Cómo afecta esto a los nuevos estudiantes? ¿Cuál es el nuevo perfil? “No todos quieren ser directores”, señala Muñoz, “pero todos quieren hacer cine. Nadie tiene la vocación de hacer comerciales, aunque lo diga de dientes para fuera. Sólo he sabido de una persona que entró al CUEC para volverse crítico de cine, Felipe Coria. Aún así sospecho que todos entran con el deseo de ser realizadores, como seguramente le pasó a José Hernández, el caricaturista que estudió en el CUEC, o a Jorge Zárate, el actor. Todos entran queriendo hacer cine pero en algún momento se dan cuenta de que prefieren actuar, dibujar o hacer otra cosa. En lo que quiero ahondar es que muchos dicen que está la vertiente de los que estudiaron en una escuela y los que no. Los que estudiaron creen que ya tienen algo asegurado, cuando no es cierto; muchos salen dándose cuenta de que aún tienen mucho por aprender. La gente que no estudió en la escuela, en cambio, tiende a citar casos de realizadores que no estudiaron cine, como Scorsese. Hay mucha gente que dice que no hay que tener miedo, tomar la cámara, y hacer una película. Pero la realidad es otra. Uno puede agarrar su teléfono y hacer una película los fines de semana. ¿Pero y luego? ¿Se muestra en casa, en la computadora, se va a distribuir a través de una especie de Netflix improvisado? De ahí viene mucha frustración: todos los realizadores buscan un sello de aprobación. Sí, quiero hacer mi película, la estuve haciendo durante un año sin apoyo de nadie con mi teléfono. Pero ¿dónde se proyecta?, ¿en la Cineteca? Allí van a necesitar verla. Y digamos que la ven y es una obra maestra, pero necesitas proyectarla en un DCP que tiene estándares de mezcla y sonido y color. Hay un filtro técnico: así funciona la industria”.



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