martes, 6 de febrero de 2018

Algo por lo que morir

Aunque el gran público probablemente esté familiarizado con algunas de las visiones peligrosas de los hermanos Arkadi y Borís Strugatski gracias a las adaptaciones al cine que se han hecho de ellas (como las famosas La zona de 1979, de Tarkovski, o Qué difícil es ser un dios, de 2013, de Aleksei German), su imaginario aún recuerda a una selva inexplorada por el lector en español. Es de celebrarse que en ese paisaje se abra un nuevo claro con la publicación de Mil millones de años hasta el fin del mundo que este mes Sexto Piso pondrá a circular en México. Esta novela breve, original de 1974, es traducida al español por Fernando Otero Macías, quien ofrece además un modesto aparato crítico que alcanza, aún así, a dar una idea de la multiplicidad de referencias que los Strugastski podían condensar en un relato más o menos breve. En distintos registros, a menudo cojeando hacia la sátira, pasan por aquí alusiones culteranas, bíblicas, a la ciencia ficción tradicional (como La guerra de los mundos) pero también de consumo popular (la novela Los nueve desconocidos, de 1923, de Talbot Mundy, es crucial). Discretamente, pues retoma algunas de sus estrategias, también se evocan las novelas paranoicas y policíacas, de intriga internacional, que fueron escritas por John le Carré y Graham Greene.

¿Leemos, entonces, un pastiche con un pie sobre la novela de espías y otro en la ciencia ficción? Una lectura apresurada permite sospecharlo: se alude (de nuevo, con la sospecha paranoica) a una posible invasión extraterrestre que se presenta en la forma de una fuerza extraña pero efectiva. Pero más interesante que las coordenadas genéricas del libro, es el efecto desorientador que logran los hermanos: a lo largo de sus capítulos el lector sólo puede leer lo que parecen ser “extractos” de un texto más largo (la novela se subtitula –como si fuera un relato fantástico decimonónico– “Un manuscrito hallado en extrañas circunstancias”), creando la sensación permanente de que nos hemos perdido de algo; además, como aclara Otero Macías, la novela oscila entre la tercera y la primera persona, especialmente a partir de la mitad del relato. ¿Por qué? El narrador omnisciente inicial cuenta cómo una serie de interrupciones impiden el desarrollo del trabajo del matemático Dmitri Maliánov (quien, posteriormente, se convierte en el narrador desde la primera persona). El panorama inicial revela que otros científicos se enfrentan al mismo problema: llamadas telefónicas, visitas de mujeres atractivas y otros enredos absurdos comienzan a minar sus respectivas investigaciones –el pensamiento único, libre y probablemente disidente a ojos de esa fuerza extraterrestre o cósmica que, a través de una mecánica siniestra, crea trabas.

Aunque la lectura histórica obliga a imaginar a la novela como una parábola sobre el pensamiento político disidente en entornos totalitarios, uno puede ver también cómo la misma parábola embona con la idea de la vocación artística. Tal vez esa sea la razón por la que la persona pasa de la tercera a la primera: es hasta que leemos los efectos de esos minúsculos pero desoladores retos en la carne de un narrador, que comprendemos el alcance que podría tener esa hipotética guerra psicológica. En efecto, ¿no es la misma que padecemos quienes vivimos bajo el régimen estético actual, que nos invita constantemente a la distracción y al consumo? ¿No es especialmente difícil para quienes trabajan en disciplinas artísticas? Por esa razón cuando a Maliánov le dicen: “En mil millones de años hay tiempo para hacer muchas cosas, muchísimas cosas, si no nos rendimos y somos conscientes…”, él escucha: “¡Sabía garabatear en un papel bajo el chisporroteo de una vela! Tenía algo por lo que morir…”.



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